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El nacimiento del Estado iliberal y el mundo en que vivimos
- 21/10/2022 00:00
- 21/10/2022 00:00
Vivimos en un mundo surrealista. Vivimos en un mundo en donde, por ejemplo, la candidata demócrata a la gobernación del estado de Georgia, EE.UU., sugirió que el derecho al aborto es una herramienta en la lucha contra la inflación; un mundo en donde un presidente exguerrillero en Colombia y un rondero comunista acusado de operar bandas criminales desde el Palacio de Gobierno de Perú culpan a la lucha en contra de lo ilícito (la guerra contra las drogas) por los daños criminales a nuestras sociedades producto de las actividades ilícitas. Más allá de ser un mundo más complejo y confuso, vivimos en un mundo marcadamente más violento que en las últimas tres décadas. Un mundo en donde cada diferencia política pareciera producir una amenaza existencial para los bandos opuestos. En general, pareciera que vivimos en un mundo en donde los Estados están siendo amenazados por conflictos internacionales e internos, no controlan sus fronteras y, sobre todo, no tienen el monopolio interno de la violencia.
Durante la Guerra Fría vivíamos en un mundo bipolar. Estados centrales, ya consolidados, formaron dos bandos que pusieron a prueba y en un rumbo de colisión inevitable, sus propuestas hegemónicas para el orden mundial. Tras la caída del muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, el optimismo de la victoria de la democracia y la economía de mercado sobre el comunismo nos permitió vivir dos décadas creyendo en el fin de la historia y la tranquilidad que supuestamente emanaría de las sociedades libres. Hoy vivimos en un mundo dominado por las tres “P” de Moisés Naím: Populismos, polarización, y posverdad. Sin entrar en el detalle de las dinámicas de que producen y son producto del populismo, la polarización política y la posverdad, la predominancia de las tres “P” en nuestras sociedades evidencia que existe una lucha interna por la consolidación de nuevas hegemonías, de nuevos estados y de un nuevo orden mundial.
La posverdad separó nuestra realidad de la continuidad de la historia. El actual contexto material de nuestras realidades será interpretado y valorizado por la fuerza política que predomine en el conflicto ideológico que estamos presenciando a diario. Sin embargo, debemos ampliar nuestro entendimiento de los actores que lideran las distintas cruzadas por la reconquista del estado. Vivimos en un mundo en donde la izquierda y la derecha no solo no son los únicos dos “bandos”, sino que ni siquiera están en la delantera por consolidar una nueva hegemonía ideológica y sistémica. Aquellas fuerzas marginales que el Estado moderno mantuvo detrás del muro impenetrable del método científico y la realidad binaria son ahora las fuerzas que dominan nuestras democracias y controlan nuestros gobiernos. Los extremismos ideológicos, fanatismos religiosos, grupos criminales y hasta grupos terroristas hoy día movilizan coaliciones de minorías que han tomado control de las instituciones del Estado.
Según un estudio reciente de The Chicago Project on Security and Threats de la Universidad de Chicago en EE.UU., más de la mitad de las personas arrestadas en relación a los disturbios del 6 de enero de 2020 en Washington D.C. provenían de condados abrumadoramente demócratas. Las personas más violentas en los disturbios del 6 de enero de 2020 en EE.UU. provenían de los lugares más multiculturales de todo el país. Si bien es cierto que 92% de los manifestantes que irrumpieron en el capitolio era blanco, y 86% era hombres, también lo es que son hombres blancos provenientes de los condados en el país que han visto las caídas más drásticas de población blanca en relación a nuevas minorías raciales. Es decir que sí existe por lo menos un elemento concreto y evidente que uniría a este grupo de personas en un conflicto existencial por la supervivencia de una hegemonía de alguna manera definida en términos raciales.
Aun cuando el estudio de la Universidad de Chicago se enfoca en los disturbios del 6 de enero de 2020 y en violencia de grupos asociados con la derecha, el mismo estudio encontró que hasta 25 millones de americanos justifican el uso de la violencia para, por ejemplo, resistir brutalidad policial. Números similares se registraron en encuestas a personas que estarían dispuestas a justificar el uso de la violencia para, por ejemplo, restaurar al expresidente Donald Trump en el poder. En resumen, hay 25 millones de estadounidenses de la “izquierda” dispuestos a utilizar la violencia para defender sus valores, y 25 millones de estadounidenses de la “derecha” igualmente dispuestos. Un total de más de 50 millones de adultos de los 250 millones de americanos en edad de votar estarían comprometidos con la violencia, sin importar el costo, con tal de defender su versión de la realidad.
Esta renovada aceptación de la violencia en el ámbito público responde a que, a diferencia de los años 90, en la segunda década del siglo XXI las protestas violentas han sido estadísticamente más exitosas en lograr objetivos políticos de minorías que los movimientos sociales pacíficos. Y aquellos que mueven los hilos del poder saben cómo utilizar las emociones de las personas para fines ocultos a quienes terminan sangrando en las calles. La filtración de la decisión de la Corte Suprema de Justicia de derogar Roe vs. Wade, por ejemplo, energizó a los demócratas al punto de quedar encima en las encuestas a inicios de agosto. La redada del FBI a la residencia de Donald Trump en Mar-a-Lago, similarmente, aumentó en un 3.000% las menciones de guerra civil en redes sociales, de 500 menciones por hora a más de 15.000 después del anuncio del expresidente en Truth Social. En fin, todas estas realidades fácticas apuntan a que la violencia ya no está al margen del debate político en la democracia, sino que es un elemento central y determinante en nuestras sociedades.
La larga lista de candidatos populistas que emergieron en el mundo durante las dos últimas décadas fueron en su momento descritos como actores atípicos, que se enfrentaron al status quo, como síntomas de un sistema político orgánico que buscaba una autocorrección. Como una fiebre en respuesta a un virus en la democracia. Sin embargo, lo atípico rápidamente se convirtió en la norma. La seguridad de la alternancia entre partidos tradicionales en las democracias modernas desapareció y expuso al Estado a las grandes divisiones políticas y económicas en la sociedad del presente siglo, y aquellos que vieron la oportunidad de conquistar el Estado saben que la polarización política y la estadística básica te pueden dar una victoria electoral.
En América Latina los ejemplos son dolorosamente evidentes. En Chile, la violencia del estallido social de 2019 llevó al poder a un presidente de 35 años. En Colombia y Perú, las insurgencias de comunistas y los grupos narcotraficantes (si es que se pueden considerar por separados) evolucionaron sus tácticas del conflicto armado a la protesta urbana violenta, para llegar al poder. Hoy Colombia tiene al mando de la Casa de Nariño a un exguerrillero que negocia desde el podio de la ONU la legalidad del cultivo de drogas por sus excompañeros y probables aliados actuales. Y en Perú, los narcotraficantes batieron récord de producción de cocaína el año pasado.
Por otro lado, el régimen venezolano de Nicolás Maduro, presumiblemente siguiendo el antecedente de los Castro, está sugiriendo con cada caravana de migrantes rumbo a EE.UU., que el sistema político del gigante americano está listo para arder. Esa debilidad también la están explotando las oligarquías de los regímenes de Rusia, Turquía, Irán, Arabia Saudita, China, etc. Regímenes que ya no están gobernados por clases económicas en busca de beneficios materiales, e incluso alguno ni siquiera por paradigmas ideológicos, sino por bandas criminales anárquicas que buscan salvajemente por fin predominar y superar al Estado como entidad política en el escenario internacional.
El panorama es bastante sombrío. Los ciclos noticiosos son cada vez más dramáticos, y los antagonismos se multiplican. Las diferencias entre las facciones sociales parecieran crecer y convertirse en irreconciliables. Los actores al mando de las tres “P”, la polarización política, la posverdad y los populismos se están apoyando en los temores de las personas y la violencia para controlar una fracción dominante de nuestras sociedades e imponerse. Mucho más allá de las pugnas tradicionales de la izquierda y la derecha, grupos criminales (llámense narcotraficantes, empresarios corruptos u organización transnacional de lo ilícito) están manipulando las debilidades del sistema democrático para constituir un Estado iliberal.
Más allá de cualquier valorización moral o material de las estructuras de nuestra sociedad actual, el poder de la sociedad moderna emanó del consenso en las reglas básicas para definir la realidad y organizar el poder. Las fuerzas iliberales, que pujan por una nueva hegemonía, quieren hacer ver que el consenso ya no existe y es inalcanzable. Y que solo a través de la violencia y la conquista lograremos la paz social. Las fuerzas iliberales quieren establecer una hegemonía monolítica que solo garantizará 100 años de guerras civiles y tiranías de minorías y mayorías.
Serán nuestras decisiones individuales las que definan el curso de la historia. ¿Es este el fin de la era liberal y el inicio de la reconquista violenta de la civilización? ¿Fue el compromiso liberal una falacia para marear a aquellos sin acceso al poder? ¿Cuál es el rol de la violencia en las dinámicas sociales del hombre? Y la pregunta más importante que debemos hacernos: ¿Cuál es el objetivo de nuestras sociedades políticas o el “grupo” con el cual nos identificamos?
Queda claro que el Estado no está constituido, su existencia está bajo amenaza. ¿Estaremos organizados en sociedades bajo el concepto del Estado en el mundo del futuro, y en tal caso, cuál será el propósito del mismo? ¿Paz social?, ¿desarrollo humano? O, acaso viviremos en un mundo en donde la supervivencia de la raza humana sea un elemento organizador.