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- 25/06/2021 00:00
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En 1991 el mundo presenció dos eventos que marcaron un punto de quiebre en la historia moderna. Entre enero y febrero del 91, EE.UU. lanzó la operación Desert Storm para repeler las fuerzas de Saddam Hussein de Kuwait.
El gobierno de Washington exhibió por primera vez en directo ante el mundo, y de la mano de sus aliados, su perfeccionamiento de la doctrina militar de dominio rápido. El régimen de Hussein, que comandaba el cuarto ejército más grande del mundo, había invadido y anexado territorio de un país vecino y directamente confrontado a EE.UU. como un rival puro en el ámbito internacional. En menos de mes y medio cerca de 25 mil soldados iraquíes (el estimado más conservador) fueron abatidos en combate, y según el informe de las Naciones Unidas la destrucción “apocalíptica” del país envió a Iraq a la era pre-industrial.
Las imágenes de la “carretera de la muerte” fueron un mensaje premeditado y claro para aquellas naciones que no estaban alineadas con el sistema internacional custodiado por EE.UU. y sus aliados. 11 meses después, por órdenes de Gorbachov, la bandera roja, su martillo y hoz, fue arriada del Kremlin. Tras el colapso de la Unión Soviética, la academia aceptó con aplausos la tesis de Francis Fukuyama en su famoso libro “El fin de la historia y el último hombre” (1992): “la democracia liberal es la última forma de evolución social”.
Tres décadas después, en 2021, la academia en pánico ha declarado a la democracia bajo asedio. Por décimo quinto año consecutivo las libertades en el mundo han disminuido. La pandemia no causó este retroceso, pero sí creó una oportunidad para que el autoritarismo expanda su imperio en el mundo. Durante tres décadas, actores estatales y no estatales entendieron que no podían competir con EE.UU. y sus aliados en un conflicto convencional. El autoritarismo mundial, aunque disgregado, en conjunto perfeccionó los métodos de guerra liminal y expuso las debilidades y la rigidez del sistema democrático.
Una de las primeras y más claras evoluciones tácticas la desarrollaron con éxito los grupos terroristas islámicos. Los actores no estatales implementaron un prototipo postmoderno de guerra híbrida. Propaganda política, actos de guerra convencional y actos de guerra insurgentes con el fin de desestabilizar y agotar al enemigo.
Tras los atentados del 11 de septiembre, EE.UU. y sus aliados, con el aval de la ONU, hicieron llover misiles e invadieron Afganistán en 2001 demostrando nuevamente su supremacía en un teatro de guerra convencional. 20 años después las tropas aliadas se alistan para retirarse del todo de Afganistán en septiembre de este año. La victoria en el campo de batalla nunca llegó. El enemigo logró sobrevivir. En el mes de mayo (2021) solamente, fuerzas talibanes recuperaron ya 50 de los 370 distritos del país. La mayoría alrededor de capitales provinciales. Los talibanes esperan para retomar control del país a finales de año.
El Gobierno ruso de Vladimir Putin, como actor estatal y potencia nuclear, se abocó a desarrollar una nueva doctrina militar para lograr reconquistar territorios exsoviéticos en un mundo vigilado por Uncle Sam y sus 11 portaaviones. Putin puso a prueba su nueva táctica en su propio territorio. En 1999 los servicios de inteligencia del Kremlin realizaron una serie de operaciones de falsa bandera (los atentados con bombas en cuatro apartamentos en Rusia que dejaron más de 300 muertos) combinadas con compañas masivas de desinformación para justificar la anexión de Daguestán y la aniquilación de los separatistas chechenos. En 2008 Rusia puso a prueba sus nuevas tecnologías e invadió Georgia, sin mayor respuesta por parte de occidente. Y en 2014 anexó Crimea e inició un conflicto armado en Europa que ha dejado a la fecha más de 9 mil víctimas fatales. En 2016 interfirió gravemente en las elecciones presidenciales de EE.UU. y en 2021 Rusia puso a prueba sus capacidades cibernéticas directamente atacando infraestructura crítica de EE.UU. como el oleoducto Colonial.
¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI el mundo acepte la conquista militar de territorios soberanos? 30 años después de la guerra del golfo Pérsico, ¿cómo es posible que Rusia ataque directamente a EE.UU. sin una respuesta convencional (acción militar)?
La respuesta está en la liminalidad de las tácticas posmodernas de guerra híbrida. Actores estatales y no estatales con intereses variados concluyeron que realizando operaciones en esa zona gris, el umbral de lo cubierto y encubierto puede inhabilitar y hasta secuestrar la operatividad democrática y sus mecanismos de defensa. Los objetivos tácticos son a corto plazo, pero esta forma de combate tiene como objetivo final la implosión de la sociedad adversaria sin provocar una retaliación frontal.
De manera disgregada: 1) China logró socavar el avance de la democracia en el continente africano a través de políticas económicas. Más de $160 mil millones en préstamos para megaproyectos que permitieron que Pekín literalmente construyera la infraestructura que necesita para dominar la región; y además logró una captura tácita de los gobiernos ahora esclavizados por una deuda inapagable. 2) Irán logró, sin cumplir con el acuerdo nuclear, que EE.UU. aceptará renegociarlo (que ya de por sí es una victoria para el régimen Islámico). En 2005 Teherán adoptó nuevas tácticas más allá de financiar grupos como Hamas y Hezbollah para desestabilizar a sus contrincantes, y potenció sus cibercapacidades. Desde entonces ha atacado plantas petroleras en Arabia Saudita, bancos en EE.UU. y robado secretos tecnológicos desarrollados en más de 144 universidades estadounidenses y desplegado campañas masivas de desinformación. La presión que ejerce Irán sobre las potencias de occidente es suficiente para traerlos a la mesa de negociación en Viena, pero no capaz de provocar un ataque militar frontal. La supervivencia del régimen islámico y su integración al sistema mundial es en sí una fuerza capciosa que arremete contra el orden liberal. 3) El régimen venezolano de Nicolás Maduro encontró sinergias con el narcotráfico, el moribundo anhelo del castrismo, la corrupción en la región y los intereses estratégicos de Rusia y China. No es casualidad que 30% de los tweets durante las protestas sociales en Chile en 2019 fueron generados en el exterior (10% en Rusia solamente). Tampoco puede ser visto como un hecho aislado el resurgimiento de actividades de grupos disidentes de Sendero Luminoso, en Perú, durante el ciclo electoral o que las tácticas empleadas por las “manifestaciones espontáneas” que resultaron en la quema simultánea de 25 centros de acción inmediata de la Policía en Colombia (en el mes de mayo 2021) son las mismas a las de un manual guerrillero. Por cierto, la creciente impunidad de la corrupción en la región también responde a la evolución de las tácticas de guerra híbrida de grupos criminales (llamémoslo por lo que son). Esas campañas de desinformación que denuncian la supuesta persecución política de exfuncionarios son un ataque liminal y veneno para el estado de derecho, piedra angular del mundo liberal.
En vista de la evolución táctica de actores estatales y no estatales, las sinergias entre los agente antiliberales (narcotráfico, terrorismo, crimen organizado, corrupción), y el nexo perverso que se generó entre la desigualdad social y las fuerzas liminales del autoritarismo dejan algo abundantemente claro: a) Estamos en medio de una guerra ideológica b) Las democracias liberales no están equipadas para responder a sus adversarios en los nuevos teatros de guerra hibrida c) Y el sistema internacional ha sido capturado por actores insidiosos que a su vez han infiltraron el aparato democrático de sus países (Rusia, Turquía, Hungría, Venezuela, Nicaragua, Perú, El Salvador, Brasil, México, todos mostrando claros signos de autoritarismo y posturas antiliberales).
Desde febrero de 1993, James Woolsey, exdirector de la CIA bajo Bill Clinton, advirtió (durante su audiencia de confirmación ante el senado): “hemos matado a un gran dragón, pero ahora vivimos en una jungla llena de una desconcertante variedad de serpientes venenosas”. La coexistencia de estas serpientes, la falta de una nueva doctrina militar, y las políticas de integración y apaciguamiento de EE.UU. de las últimas tres décadas engendraron un nuevo dragón en el oriente. Es momento de dejar las apologías por querer avanzar y defender los valores liberales (el sistema mundial que más prosperidad ha generado en la historia del mundo).
Debemos adaptarnos a los nuevos escenarios de guerra híbrida y responder con una ofensiva masiva, que aunque disgregada o con objetivos a corto plazo, tenga el mismo objetivo final: la implosión del ideal autoritario y la reconquista ideológica del sistema internacional. 1991 no marcó el fin de la historia, si no el comienzo de la evolución de un proyecto democrático liberal que (ojalá) no tendrá fin.