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- 28/08/2024 18:21
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La masculinidad hegemónica occidental es aquella mirada masculina del mundo que se ha impuesto sobre otras formas de entender las relaciones de poder durante los últimos siglos. Esta mirada ha buscado controlarlo todo. A la naturaleza para extraer sus recursos, a los animales para explotarlos a su favor, a las mujeres para que sigan reproduciendo mano de obra trabajadora, y a los niños para que mantengan las jerarquías de género de acuerdo con sus genitales. Sin embargo, otros componentes también han estado en el medio, y son los que ha determinado la humanidad de otros.
María Lugones, autora feminista decolonial, explica que, tras la colonización, y la imposición de lo blanco, europeo y burgués como aquello que dicta la norma y a lo que se debe aspirar, se hace una diferenciación entre lo que es humano y no, por lo cual las personas racializadas eran por lo tanto no humanas. Esto, a su vez, en el caso de las mujeres racializadas, las relegaba al lugar más inferior de toda la cadena de lo humano, por lo cual, mientras que las mujeres blancas burguesas peleaban por salir a trabajar y educarse, el resto de mujeres peleaban por ser consideradas humanas. Bien lo dijo Sojourner Truth, mujer negra que trabajó recogiendo algodón, “podría trabajar tanto como un hombre [...] soportar latigazos, ¿y acaso no soy una mujer?” Y la realidad es que lo era, pero tal vez no tan mujer como las mujeres blancas.
De alguna forma estos retazos han quedado, y en campos como los de la belleza y el deporte, tanto la sociedad como organizaciones se encargan de regular que tan mujer se es o no. Por eso, tal y como María Lugones concluye, la distinción sexual que se hace desde la modernidad no se basa únicamente en los cromosomas, sino en la carga política que le damos a la categoría de “mujer”, la cual no deja de estar repleta de vicios coloniales. No basta con ser biológicamente mujer, también se tiene que ser “civilizada” de acuerdo con la norma que dicta la occidentalidad.
En el deporte, la mujer hegemónica luchó por estar en igualdad que su contraparte masculina en los gimnasios, rings y pistas, sin embargo, la discriminación contra las mujeres no blancas en el deporte se ve reflejado desde las primeras competencias internacionales, donde atletas afrodescendientes, como Wilma Rudolp, tuvieron que luchar contra prejuicios raciales y de género. Casos más recientes son los de la boxeadora argelina Imane Khelif, a quien se le ha cuestionado su sexo biológico por más que la misma venga de desafiar los prejuicios de género del contexto islámico en el que creció, o el caso de la atleta sudafricana Caster Semenya, quien fue objeto de pruebas invasivas y humillantes para determinar si su identidad de género se ajustaba a las normas occidentales.
El control y la regulación del cuerpo de las mujeres racializadas en el deporte también se manifiestan en la manera en que se les exige estándares de belleza y feminidad que no toman en cuenta sus características físicas naturales o sus contextos culturales. Se espera que las atletas no solo sean competentes, sino que encarnen un ideal de feminidad que es inherentemente blanco y occidental, lo cual también ha implicado que se prohíba a las mujeres musulmanas hacer uso del velo mientras practican deportes, violando no solo sus derechos, pero también lastimando su integridad humana.
Al final, la colonialidad continúa dictando a qué espacios pertenecen nuestros cuerpos y qué sucede cuando nos atrevemos a desafiar esas normas con cuerpos que no se ajustan a lo impuesto. El deporte, un ámbito que debería ser de competencia justa, sigue estando regido por reglas invisibles y desafiar estas normas es una declaración de autonomía, un acto de resistencia contra un sistema que busca controlar y disciplinar a las mujeres racializadas. En esa resistencia es donde radica el verdadero poder de redefinir lo que significa ser mujer.