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- 23/04/2023 00:00
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Un suelo que no sea de barro, dos cuartos, un baño y una cocina es lo que sueña para su casa Elvira, una de las mujeres del barrio Montecarlo, en el municipio de María La Baja, en la costa caribeña colombiana, que desde 2007 lucha para defender su derecho a la vivienda.
Una reivindicación que en 2019 avaló el Tribunal Administrativo del departamento de Bolívar, con un fallo en el que se amparan los derechos colectivos y a un ambiente sano de las mujeres de ese territorio de resiliencia y de densa vegetación.
“Aquí se nos está vulnerando el derecho a una vivienda digna”, señala a EFE Elvira, que lleva 23 años viviendo en este municipio ubicado en la subregión de Montes de María tras desplazarse forzosamente del Carmen de Bolívar, una zona brutalmente impactada por el paramilitarismo y el conflicto.
Junto a su casa, en el porche de una vecina, se reúnen asiduamente las integrantes de Asomontes, una asociación constituida por mujeres cabeza de hogar víctimas de desplazamiento forzado que se asentaron entre 2000 y 2007 en María La Baja, a escasos 70 kilómetros de Cartagena de Indias.
Son algunas de las más de 7,7 millones de víctimas de desplazamiento forzado que ha dejado el conflicto armado colombiano entre 1985 y 2019, según la Comisión de la Verdad, muchas de ellas campesinas para las que salir de su tierra supuso dejar también sus medios de vida.
En lo que un día fue uno de los palenques que fundó la población africana esclavizada que se fugó en el departamento de Bolívar, hoy habitan un grupo de mujeres y sus familias que, en la mayoría de casos, viven en casas con suelo de tierra, donde la cocina es un espacio improvisado en un patio trasero y el techo una placa de aluminio que filtra agua cuando llueve.
Tampoco cuentan con servicios básicos como electricidad o agua potable, pese a vivir junto a la Ciénaga de María La Baja, una de las más grandes del país, y muy cerca de embalses.
Estas condiciones afectan directamente a su salud física y emocional, asegura a EFE la representante legal de Asomontes, Myriam Alvis, quien lamenta que cada día “hay más hacinamiento” y eso está provocando que las niñas se vean forzadas a emparejarse a edades muy tempranas para poder “salir de ahí”.
“Yo tengo dolencias en las manos y en las piernas de tanto estar resfriada por el estado de la vivienda”, cuenta otra vecina de Montecarlo, Ainelda, mientras señala las calles sin pavimentar e inundadas de un territorio que es mundialmente conocido por el sonido de tambores y maracas de la música bullerengue.
En 2007 las mujeres de Asomontes iniciaron un proceso organizativo para mejorar la atención sanitaria, conseguir espacios comunitarios y viviendas de calidad, ya que muchas eran refugios de emergencia humanitaria pensados para ser temporales o construcciones de madera, adobe y bahareque levantadas por las propias familias.
En septiembre de ese año, recibieron un proyecto de vivienda de interés social y rural financiado por un banco dentro de un programa para víctimas de desplazamiento donde participaba la Gobernación, y con ello un poco de esperanza, que, sin embargo, nunca se materializó.
Acompañadas por el Instituto Latinoamericano para una Sociedad y un Derecho Alternativo (ILSA), iniciaron una tutela judicial, que se saldó en 2019 con una sentencia de acción popular del Tribunal Administrativo de Bolívar en la que amparaba el derecho colectivo a la vivienda y a una infraestructura de servicios que garantizase la salubridad pública.
Cuatro años después, ni la sentencia ni la incidencia realizado junto a la ONG Movimiento por la Paz Colombia han sido suficientes y las mujeres de Asomontes siguen sin ver sus derechos garantizados, señala la representante de la asociación, que asegura que muchas, incluso, “han fallecido esperando sus casas soñadas”.
“Tenemos una sentencia a favor de la comunidad y no se ha cumplido, entonces nos preguntamos ¿qué pasos deberíamos dar ahí?”, insiste Alvis, agotada de esperar una reparación que nunca llega y que las “revictimiza” ya que Montes de María es una de las zonas geográficas del país priorizadas en la implementación del acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las FARC-EP.
En la zona siguen sin estar exentas de la violencia, pues la presencia del paramilitarismo aún es notoria: las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que fueron quienes las sacaron de su casa, ahora han evolucionado en el Clan del Golfo, el principal grupo criminal del país, que controla a su suerte casi al completo la costa Caribe.