‘Sin empleo juvenil formal remunerado, no hay sostenibilidad para el sistema de pensiones’

Así lo plantea el consultor laboral Luis Eduardo Valle Arias en un análisis en el que detalla sobre las realidades envueltas con el desempleo juvenil, que hasta ahora alcanza el 17,8 %. Además, hace una crítica sobre cómo la huelga decretada por los profesores no es solo una interrupción de clases, sino también un triple golpe a la economía

¿Qué pasa cuando confundimos catarsis con estrategia? Todos los días nos enteramos de la constante amenaza de lo que se hace llamar una “huelga”, pero que en realidad es un paro de hecho, carente de los trámites y procedimientos establecidos por la Constitución y las leyes. Es un reflejo crudo del momento: una respuesta visceral ante una indignación legítima, pero canalizada a través de mecanismos equivocados.

Artículo 69 de la Constitución Nacional: Se reconoce el derecho de huelga. La ley reglamentará su ejercicio y podrá someterlo a restricciones especiales en los servicios públicos que ella determine.

Pareciera que, una vez más, optamos por la ruta del pensamiento mágico pendejo —término que escuché de Odin Dupeyron—. Para quienes no lo conocen, es esa sofisticada técnica de resolver problemas complejos con soluciones dignas de un grupo de WhatsApp o un reel de IG: “Si gritamos más fuerte, los malos renuncian y la economía crecerá”.

“Si cerramos las calles, se abrirán las oportunidades”.

“Si todos protestamos al mismo tiempo, mágicamente acaba la corrupción y aparecerán empleos bien pagados, sostenibles y con aire acondicionado”.

Es el arte de la indignación sin estrategia, el activismo sin plan, el reclamo sin propuesta. Una fe ciega en que basta con pensar que se tiene la razón (o rabia) para que el universo —y el Estado— se alineen a nuestros deseos.

Spoiler: no, el país no se arregla a punta de consignas, reacciones desmedidas ni likes. Se arregla con ideas serias, reformas incómodas y decisiones que nadie quiere tomar... pero alguien tiene que liderar.

Y esa es la antesala perfecta para entender por qué el problema del empleo juvenil en Panamá no es solo un drama generacional, sino un riesgo sistémico que compromete el futuro económico del país.

El Ministerio de Trabajo y Desarrollo Laboral (Mitradel) difundió su informe sobre la evolución del empleo juvenil en Panamá, generando titulares, comentarios en redes y una entrevista de la ministra de Trabajo a medios de comunicación. Las cifras son duras, pero no inesperadas. Lo nuevo —y esperanzador— es que las estamos discutiendo con más apertura.

La realidad no necesita ser adornada: uno de cada cuatro jóvenes panameños entre 15 y 29 años ni estudia ni trabaja. El desempleo juvenil alcanza el 17,8 %, mientras que entre los adultos mayores de 30 años apenas llega al 6,7 %. Esto significa que los jóvenes están casi tres veces más desempleados que el resto de la población, cargando el peso de una economía estancada sobre sus hombros sin experiencia, sin estabilidad y sin oportunidades.

Conversando con un experto en economía coincidimos en que el desempleo real podría estar ya en los dobles dígitos bajos (-11 %), por lo que hay que tomar las cifras del Instituto Nacional de Estadística y Censo y del informe con un grano de sal.

El informe, presentado por Mitradel oficialmente en la primera quincena de abril de 2025, también confirma que el 60 % del empleo juvenil es informal, que el salario promedio de esta generación es $698 mensuales —$36 por debajo del promedio nacional— y que la mayoría de los jóvenes empleados trabaja en sectores de baja productividad, como comercio, construcción o agricultura, donde la escolaridad promedio no supera los 11 años.

Entre 2019 y 2024, la economía panameña solo generó 3.520 nuevos empleos. En ese mismo período, más de 10.500 jóvenes perdieron el suyo. Durante 2023–2024, mientras 3.624 jóvenes quedaron sin trabajo, la cifra de jóvenes desempleados aumentó en 15.074. La juventud no solo está siendo excluida del desarrollo: está siendo expulsada activamente.

No estamos hablando de una juventud apática o desconectada. Al contrario: los jóvenes de entre 15 y 29 años tienen, en promedio, 10.7 años de escolaridad aprobada, lo que indica que muchos ingresan al mercado laboral antes de terminar siquiera el bachillerato. Aun así, representan el 25 % de toda la fuerza laboral del país, pero lo más revelador en que concentran el 50 % del total de desempleados. En pocas palabras: uno de cada cuatro trabajadores es joven, pero uno de cada dos desempleados también lo es.

Hay una lógica profundamente ilusa en la idea de interrumpir la educación y obstaculizar el libre tránsito como método para exigir cambios sociales. ¿Cómo se puede hablar de construir un país más justo bloqueando, precisamente, los caminos —literal y figuradamente— que permiten a las personas educarse, trabajar y progresar? Esa forma de presión termina siendo un disparo en el pie colectivo, porque castiga a quienes se quiere proteger y fragmenta los mismos puentes que deberían unirnos en la búsqueda de soluciones. Exigir transformaciones legítimas no debería implicar paralizar a toda una sociedad hasta que solo una visión —la propia— prevalezca. Si la propuesta es buena, no necesita un discurso de barricada: necesita argumentos.

Además, estamos heredando a los jóvenes un Código de Trabajo de 1971, que literalmente dobla en edad a cualquier joven del país. Un Código diseñado para una economía industrial de medio siglo atrás, sin plataformas digitales, sin trabajo remoto, sin inteligencia artificial ni mercados globalizados.

No solo hablamos de jóvenes sin trabajo ni estudios “NiNis”. Hablamos de una protesta en contra de un “nuevo” sistema de pensiones (CSS) que depende de más cotizantes. El programa de Invalidez, Vejez y Muerte necesita más aportes para mantenerse a flote, pero la informalidad juvenil y el desempleo están erosionando la base contributiva, justo cuando más se requiere.

Estamos atrapados en un círculo vicioso: más desempleo juvenil → menos cotizantes → más presión sobre el sistema → más cargas → menos contratación formal.

En lugar de facilitar el empleo formal, estamos incrementando su costo: subimos cuotas patronales, imponemos aumentos al salario mínimo como decisión política y no económica, mantenemos burocracia administrativa que solo se justifica con ineficiencia institucional, y defendemos una legislación desfasada en nombre de la “paz social”, alimentando la inseguridad jurídica que espanta la inversión privada.

No se puede sostener un modelo de seguridad social basado en cotizaciones crecientes si no se crean condiciones reales para tener más empleos, mejor pagados, estables, productivos y formales. La ecuación es sencilla: sin empleo juvenil formal bien remunerado, no hay sostenibilidad para el sistema de pensiones.

Lo paradójico es que las soluciones existen. Pero requieren modernizar el Código de Trabajo para permitir un ecosistema más dinámico, eficiente, centrado en datos y mediado por herramientas como la inteligencia artificial, para resolver conflictos laborales de forma objetiva, rápida y orientada a la productividad nacional. Todo esto sin renunciar a derechos fundamentales, ni a condiciones laborales competitivas como marca país —esas famosas “conquistas” que, por cierto, suena más a combate medieval que a estrategia laboral del siglo XXI.

Fortalecer la data laboral del Mitradel ya no es un acto heroico ni requiere una tropa de funcionarios con carpetas manila. La tecnología ya permite —sin dramas ni presupuestos inflados— construir una plataforma moderna con bases de datos abiertas, útiles y accesibles. No solo para que el Estado tome decisiones inteligentes, sino para que el trabajador (o sindicato) y el empleador sepan exactamente dónde están parados. Porque diseñar política pública sin datos actualizados es como construir un edificio sin planos: solo se sostiene con suerte... y eso no es política pública, es improvisación.

Además, ya es hora de interconectar digitalmente a Mitradel, CSS, universidades y sector privado para dar seguimiento —con precisión quirúrgica— al tipo de contrato, pasantía o programa de inserción laboral. Pero no se trata solo de guardar archivos PDF: se trata de medir resultados y entender impacto. ¿Qué contratamos? ¿A quién? ¿Por cuánto tiempo? ¿En qué condiciones? La información existe: está en las planillas, los contratos, las convenciones colectivas y los registros del Mitradel.

Reafirmo con todo respeto que el paro los educadores, disfrazado de huelga, pero carente de legalidad, no es solo una interrupción de clases. Es un triple golpe a la economía del país: daña la educación de miles de jóvenes, lo que no les permite acceder a mejores oportunidades, erosiona el respeto por las instituciones, lo que nos debilita en el contexto internacional complejo que vivimos y, lo más preocupante, pretende dejar el precedente de que se puede condicionar el rumbo nacional desde la presión callejera, tomando en consideración que tenemos al frente temas tan complejos, por ejemplo, la reapertura o reconfiguración de la mina de cobre como parte de la estrategia económica del país.

La decisión sobre la mina —y sobre cualquier tema de igual trascendencia— no puede tomarse desde el ruido, sino desde la razón. Lo que está en juego va más allá de una operación minera o de los ingresos fiscales asociados: se trata de la credibilidad del país como destino de inversión, de su capacidad institucional para ofrecer estabilidad jurídica, reglas claras y continuidad en las políticas públicas.

¿Cómo nos percibe hoy la inversión privada internacional? ¿Seguimos siendo un país con fundamentos sólidos, apertura económica y ventajas competitivas sostenibles? Panamá no solo compite por capital; compite por confianza.

En ese contexto, modernizar el sistema laboral, empoderar a la juventud, digitalizar la función pública y blindar las decisiones de Estado frente al chantaje y el populismo político no es una opción: es una urgencia patriótica.

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