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- 02/02/2020 00:00
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En el Foro Económico Mundial de Davos este año, el foco se posó en la reinvención del capitalismo, algo que el presidente de dicho foro, el economista y empresario alemán Klaus Schwab, planteó como necesario —en un artículo de su autoría publicado en la revista Time— porque “hemos creado un sistema que premia desproporcionadamente a unos pocos, subvalora el sistema de seguridad social y pone en riesgo la salud del planeta. La gente joven tiene derecho a estar enojada porque siente que hemos traicionado su futuro”.
¿Leemos el mea culpa del capitalismo?. No. Es uno de los tantos intentos por suavizar su ejecución y los efectos, al menos mediáticamente, del modelo económico por parte de los supragobiernos, que ni siquiera son los Estados o las empresas de cada país, sino las trasnacionales y los países del G20.
“El capitalismo ha descuidado el hecho de que una empresa es un organismo social además de un ente con fines de lucro. Esto, sumado a la presión del sector financiero para la obtención de resultados a corto plazo, ha hecho que el capitalismo esté cada vez más desconectado de la economía real”, aseveró Schwab en el foro de Suiza hace unos días.
Y la receta de Davos para componerlo tampoco es nueva. Sobre 'Stakeholder capitalism' se ha elaborado bastante ya. Es la teoría de que la empresa se debe no solo a sus accionistas, sino a sus clientes, empleados, proveedores, la comunidad en la que opera, el país y al planeta en general, por los efectos que tenga su operación en el cambio climático.
La teoría de empresas sociales suena muy bien. Pero en la práctica, son pocas las que están dispuestas a abrir sus libros voluntariamente para rendir cuentas a todos. Y en un mundo de competencia feroz donde el know how es el nuevo tesoro, esa responsabilidad social queda reducida muchas veces a estrategias de RSE, campañas de voluntariado, relaciones públicas, donaciones y demás.
El capitalismo puro, como lo describiera Adam Smith en La riqueza de las Naciones (1776) es el modelo de producción donde el capital privado es dueño de los medios de producción —fábricas, empresas, industrias, etc—. A través del trabajo que paga con salarios, recibe una plusvalía o rendimiento o ganancia de esa actividad. Y paralelamente, los precios los define la dinámica entre oferta y demanda. El propósito primario es la rentabilidad y el bienestar individual, que al ser una cualidad común que todos comparten, al ser practicada por todos, llevaría a todos a la prosperidad según sus capacidades.
El sistema opuesto es el Socialismo, donde los medios de producción son controlados por el Estado que —en teoría— antes de la rentabilidad, busca garantizar el bienestar de la población a través de la satisfacción de sus necesidades básicas, ponderando a los más débiles, que en el modelo basado en la capacidad económica, quedarían naturalmente rezagados.
Muchos teóricos y todas las fuentes consultadas coinciden en que hoy en día no existe el capitalismo puro, sino tipos o niveles que se aplican en los países dependiendo de su realidad. Incluso van más allá de la terminología y centran el debate en los efectos.
La última revolución terminológica fue quizás la que generó Thomas Piketty cuando publicó El capital en el siglo XXI en 2014. Allí cuestionó —con fórmulas y amplia documentación— todo el modelo capitalista como generador de bienestar para todo el mundo. Su prueba: la desigualdad creciente.
Una desigualdad que los empresarios en Davos acordaron atacar con un capitalismo ahora más consciente, sostenible y cohesionado, según la reseña de Tendencias de la firma KPMG sobre el evento. (Ver tabla).
Para el politólogo de corte social, Richard Morales, no es un mea culpa del sistema sino un intento por adapatarlo a la crisis para conservarlo. “El capitalismo no puede dejar de acumular, de lo contrario colapsa”, explica. Tiene que incrementar sus ganancias a costa de todo y todos... en el pasado desplazaban la destrucción social y ambiental a los países pobres, para esconderla, pero esto ya no es posible, porque las consecuencias son ya planetarias, reflexiona.
En el otro polo, un defensor del capitalismo, el abogado Adolfo Linares, defiende el sistema como el único generador de riqueza y califica como un contrasentido el término 'empresas sociales'. “Las empresas son de los accionistas y su única obligación es buscar el mayor retorno a su inversión dentro de los parámetros de la ley... En vez de desarrollar la libre empresa y la riqueza , aquí lo que se está promoviendo es el existencialismo para sacarle dinero al sector privado para que el Estado lo derroche”, critica.
El capitalismo va casado con el mercado. Este debe definir los precios mediante oferta y demanda, al igual que los actores —proveedores— de dicho mercado. Pero la fórmula es mucho más complicada hoy que en los años en que Smith y Marx escribieron sus obras.
En Panamá por ejemplo, el libre mercado es casi una utopía; el jurista Jaime Raúl Molina le llama “capitalismo de compadrazgo”: hacer dinero a través del tráfico de influencias. Desde concesiones hasta leyes especiales, pasando por regulaciones y protección de ciertos productos... todo se adapta al inversionista siempre y cuando esté bien conectado con la cúpula del poder político.
Lo cierto es que los mismos ciudadanos están refutando las estadísticas que hacían ver como modelos del capitalismo a países como Chile y Colombia. El mea culpa es necesario, pero más importante es quién llevará la batuta del cambio: ¿los verdugos o las víctimas?.