Integrantes de la caravana migrante en el estado de Chiapas, en el sur de México, denunciaron este jueves 21 de noviembre que las autoridades les bloquearon...
- 23/11/2019 00:00
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Vivimos en un mundo de colores. Nuestra trama civilizatoria amenaza en acabar con él. El planeta azul que las imágenes de la misión Apolo y los Sputniks soviéticos pusieron de moda, se ven seriamente degradadas, tornando en un triste marrón los espacios ayer verdes y el vasto océano lo sabemos atiborrado de plástico. Así lo verde se levanta hoy como una bandera para combatir un paradigma de crecimiento desbocado, de un capitalismo salvaje que ha hecho una lectura interesada de una parte del Génesis: Sojuzgad la tierra se ha trasformado en avasallarla y depauperarla. Henchidla se ha mutado en sobrepoblarla más allá de sus capacidades de regeneración. El dictum del dios judeo-cristiano pareciera ser el justificativo de la barbarie presente. Pero sólo habría que ir más allá en el libro de los libros para encontrarnos esos versos que sirvieron al Poverello de Asís para componer su Cántico de las Criaturas. Los Salmos que cierran el salterio salomónico no sólo pregonan la gloria de Dios, sino también nos hablan de que el Omnipotente “creó todo para que existiera para siempre; y dio leyes que continúan para siempre. “(Salmo 148:6). Y Saulo de Tarso dirá “pues sabemos que la creación entera gime y sufre hasta ahora dolores de parto” en espera de la Gracia (Romanos, 8:22). Igualmente el epígono contemporáneo de Francisco, el Papa Bergoglio, lo ha puesto de manifiesto en su justamente célebre encíclica Laudato Si, escrito sapiencial que tiene su correlato en textos del taoísmo, el budismo y el resto de las grandes religiones que nos ligan a los humanos con la trascendencia. El reino de Dios es esta tierra, esta casa común, cuya herencia nos ha sido confiada, y que hemos dilapidado. Pero una prisa violenta carcome la sociedad, pareciera una carrera de locos. “(Hoy) se va de prisa, sin preocuparse que las distancias aumentan, que la codicia de pocos acrecienta la pobreza de muchos” (Francisco, III Jornada Mundial de los Pobres, 2016, frase repetida en la Homilía de 2019). “Volverá el Señor de la viña a pedirnos cuenta de ella. Y qué diremos… Acaso, “¿soy yo el guardián de mis hermanos?” ¿Caín seremos de los 7,700 millones de personas que hoy en el mundo habitan y de las 8,700 millones de especies que conviven y malviven con nosotros?
Ciertamente no hay que ser creyente para reconocer que el mundo que habitamos es la nave en que viajamos y que no hay otra capaz de contener 9 mil millones de humanos en un futuro previsible.
Los tecnófilos nos dicen que hallaremos en la tecnociencia el modo de generar energía limpia e infinita del glorioso sol o en el temblor perenne de las masas marinas. Que el viento que ruge y canta y el calor del subsuelo más profundo podrán sostener una especie voraz ad infinitum. Que los humanos, gracias a los portentos de la genética, podremos alcanzar cotas de longevidad cercanas a las edades bíblicas. Y que los catastrofista malthusianos de hogaño fracasarán en sus predicciones como los de antaño. No es osado pensar que tales portentos pudieran acontecer, pero llevará decenios darle efectividad plena. Hemos sobrepasado los límites de la sostenibilidad hace lustros. Revertir el cambio climático y el deshielo que ya sumerge islas antes habitadas, nos debe poner en estado de alerta mundial a todos.
Los esfuerzos de los Protocolos de Kioto y de otras iniciativas importantes de los últimos decenios han encontrado obstáculos que nos convencen de la enajenación sistémica de los más poderosos. Lo cierto es que una prudencia einsteiniana nos advierte que hay que actuar hoy y de manera distinta, si queremos resultados diferentes. Y de eso tratan estas líneas que modestamente intenta presentar un paradigma económico diferente al neoclásico que hasta ahora ha servido de basamento discursivo al capitalismo salvaje que nos atenaza.
Desde por lo menos los años 60 del siglo pasado, varios economistas e ingenieros (de manera sobresaliente Myron Tribus y Nicholas Georgescu-Roegen) empezaron a modelar el sistema económico bajo los principios de la termodinámica y el principio de entropía, de allí el término termoeconomía. De ellos deriva una economía política distinta para ordenar la sociedad. Casi en paralelo, varios aportes desde la propia matriz neoclásica, derivados de la llamada Economía del Bienestar - con Kenneth Arrow a la cabeza- avanzaron instrumentos analíticos para abordar el mercado de los llamados bienes ambientales. Aportaron una caja de herramientas para asignar precio a lo que no lo tiene, sea porque no hay mercado para ello o si tales mercados existen son muy imperfectos (dicho en la jerga neoclásica). Así se desarrolló la Economía Ambiental al uso que se enseña en las Escuelas de Economía y de Negocios, y en la enorme mayoría de los postgrados en todas las ramas del saber que tienen que ver con la administración y gerencia de los entonces llamados “recursos” ambientales, en particular las ingenierías. Tales categorías en sí mismas exhiben una intelección muy precisa: el ambiente es un recurso, un bien, y como podemos ponerles precio; y, por ello, son -en definitiva- una mercancía. Tal enfoque ha sustentado los impuestos ambientales y a la amplia gama de incentivos para proteger el ambiente de la voracidad del capital apelando a lucro como carnada. Ha habido avances, y es innegable, pero vistos los retos y los magros resultados finales, pareciera que esta manera de gestionar es extremadamente cortoplacista. Frente a tales problemas y dilemas el pensamiento económico ha abrevado de fuentes distintas, sentado un derrotero diferente y han aparecido nuevas corrientes no ortodoxas como la Ecología política (Joan Martínez Alier, L'ecologia i l'economia, 1984) y la Economía ecológica (José Manuel Naredo, Raíces económicas del deterioro ecológico y social, 2006).
Por el lado de las ingenierías, incluida la ingeniería económica, ha avanzado lo que se conoce como “Economía Circular”. Una definición ampliamente aceptada de esta rama emergente la concibe como: “un modelo de producción y consumo que implica compartir, alquilar, reutilizar, reparar, renovar y reciclar materiales y productos existentes todas las veces que sea posible para crear un valor añadido. De esta forma, el ciclo de vida de los productos se extiende. En la práctica, implica reducir los residuos al mínimo.” (Unión Europea, 2019) Se denomina “circular” pues en lugar de “linealmente” tomar recursos y tirarlos, se intenta extender el ciclo de vida a través de la gama de los procesos apuntados (las famosas 4 R). El Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), así como agencias y entidades internacionales vinculadas a la ONUDI y al Banco Mundial han estado liderando esfuerzos por reconvertir la economía lineal al uso en los ciclos de economía circular. En la Unión Europea se han tenido las experiencias de más fuste, desde el diseño de una nueva contabilidad social que dé cuenta de las mediciones básicas, hasta la gestión urbana o de los residuos como exhiben las experiencias holandesas.
No obstante los avances, tanto teóricos como ingenieriles de la economía circular, lo cierto es que se debe ir más allá de lo aspectos meramente técnicos. Se impone un cambio de mentalidad profundo y una economía política distinta en la planificación y manejo a los niveles macro y meso sistémicos. Una respuesta a estos niveles es la llamada Economía Verde.
Frente a la economía circular centrada en el reciclaje, la Economía Verde pone de manifiesto que lo esencial es replantear holísticamente la relación hombre/naturaleza, y de que lo que se trata no es “solamente” economía de los precios o de los cuasi-precios, sino de una forma de respeto y convivencia societaria, donde los factores culturales humanos, la totalidad, es lo que cuenta. Sin replantear la relación humano-humano y sociedad/naturaleza no tendremos éxito. “En su forma más básica, una economía verde sería aquella que tiene bajas emisiones de carbono, utiliza los recursos de forma eficiente y es socialmente incluyente.” (PNUMA, 2011: 9, subrayado mío.)
Parte muy importante de esta Economía Verde es la creación de “empleos verdes”. Estos últimos se conceptúan como ““empleos decentes que contribuyen a preservar y restaurar el medio ambiente ya sea en los sectores tradicionales como la manufactura o la construcción o en nuevos sectores emergentes como las energías renovables y la eficiencia energética.” (OIT, 2016) Tales empleos posibilitan, entre otras ventajas: aumentar la eficiencia del consumo de energía y materias primas; limitar las emisiones de gases de efecto invernadero; minimizar los residuos y la contaminación, proteger y restaurar los ecosistemas y contribuir a la adaptación al cambio climático.
Bajo estos presupuestos, el aumento de los ingresos y la creación de empleos derivará de inversiones públicas y privadas destinadas a reducir las emisiones de carbono y la contaminación, a promover la eficiencia energética así como en el uso de los recursos, y a evitar la pérdida de diversidad biológica y de servicios de los ecosistemas. La estrategia nacional de inversiones debe catalizarse y respaldarse con gasto público selectivo; acompañado de reformas políticas y cambios en la regulación económica. Habrá que mantener, mejorar y reconstruir, si necesario fuera, el capital natural como activo económico fundamental, convertirlo en fuente de beneficios públicos, en especial para grupos humanos desfavorecidas y cuyo sustento y seguridad dependen de la naturaleza (por ejemplo los pueblos indígenas, los pobres en zonas rurales y costeras).
Los críticos más acervos, tanto de la Economía Circular como de la Economía Verde, afirman que estos enfoques y prácticas no son más que intentos reformistas de un sistema que hace aguas, destinados al fracaso pues el mal es el capitalismo mismo y su lógica que todo lo transforma en mercancía. La única alternativa real sería cambiar de sistema e implantar una lógica económica de producción, distribución y cambio distinta de lo que hemos llamado hasta ahora capitalismo. A ellos cabría recordarles el apotegma marxiano que señala que un sistema no cambia hasta haber agotado todas sus posibilidades. Y ciertamente el capitalismo ha dado muestras de un poder de adaptación que ninguno de sus críticos pudo calibrar adecuadamente. Desde los análisis del sistema alumbrados por Marx en la Biblioteca del Museo Británico, pasando por Lenin y su Teoría del Imperialismo, ite es, del capitalismo financiero, o las ilustres escritos de Baran y Sweezy sobre el desarrollo, a las formulaciones de Wallerstein, Amin, y los más recientes estudios de Anwar Shaikh, Fred Moseley, Francois Chesnais, Tony Norfield, John Smith, Michael Roberts y David Harvey, lo cierto es que no se advierte la inminencia de la nota necrológica del sistema. Suscribimos las tesis de Wallerstein de que estos serán años horribles, y que nada permite decir cuál sería el fin último de esta historia.
Estamos viviendo una fase que, el recientemente fallecido director del Centro Braudel, denomina una bifurcación epocal donde las perturbaciones aumentan y todo es caótico y está fuera de control. Por eso nadie puede prever qué resultará. Sin embargo, es ahora cuando nuestro actuar puede tener impactos importantes. “En una situación de bifurcación sistémica, toda acción pequeña tiene consecuencias enormes. El todo se construye de cosas infinitesimales… La historia no garantiza nada. El único progreso que existe es aquello por lo cual luchamos con, recordémoslo, unas grandes posibilidades de perder. Hic Rhodus, hic salta. La esperanza reside, ahora como siempre, en nuestra inteligencia y en nuestra voluntad colectiva.” (Wallerstein, 1995, subrayado mío)
Lo sensato es actuar con prudencia, y la Economía Verde parece señalar una vía de mediano plazo capaz de hacer al mundo un lugar nuevamente habitable para la mayoría.