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- 05/08/2021 00:00
- 05/08/2021 00:00
Históricamente, el acceso de las mujeres al mundo de los deportes ha sido tardío y erizado de dificultades. El creador de los Juegos Olímpicos Modernos, el francés Pierre de Coubertin, fue uno de los mayores opositores a la presencia de mujeres en terrenos deportivos, negándose a su participación en las olimpiadas.
Si repasamos la historia olímpica, recién en los Juegos de 1900 en París compiten por primera vez mujeres, pero limitadas a los escasos deportes que se consideraban “femeninos”, como el golf y el tenis.
Recién en los Juegos de 1928 en Amsterdam, las mujeres pudieron participar del atletismo y conformaron el 10% del total de los deportistas participantes. Luego, los porcentajes fueron subiendo. Por ejemplo, en Atenas 2004 un 40,7% de la totalidad de atletas fue mujeres. Mientras que en los Juegos de Londres el 46% de deportistas participantes era mujeres.
Históricamente, las mujeres han ido ganando un espacio muy merecido. Pero las luchas, de todo tipo, no han finalizado. Aquí me quiero concentrar en dos situaciones surgidas en Tokio 2020, de gran relevancia deportiva y social, protagonizadas por mujeres.
Cuando el equipo alemán de gimnasia salió a la pista a competir en su primera jornada, hubo un breve silencio sorprendido. Las jóvenes gimnastas llevaban un uniforme de cuerpo entero, evitando el clásico maillot. Y si bien el nuevo uniforme no dejaba de ser elegante y apropiado para la práctica de ese deporte, la controversia no se hizo esperar. Las distintas federaciones del deporte mantienen reglamentos, a veces rígidos, sobre lo que deben o no deben vestir las mujeres en las justas deportivas. Eso hace que las controversias sean constantes. Por ejemplo, en los Juegos Olímpicos de Río 2016 el equipo egipcio de volley de playa se puso un uniforme que incluía mallas, mangas largas y un hiyab. Evidentemente su equipación no les proporcionaba ni la más remota ventaja deportiva. Era simplemente algo cultural, y tuvieron que enfrentar una intensa batalla mediática y en las redes sociales, que todavía no se ha resuelto con claridad en su favor.
Antes, en 2011, la Federación Internacional de Baloncesto (FIBA) incorporó la norma de que los uniformes femeninos debían ser más estrechos, poniendo énfasis en las curvas de las mujeres practicantes de este deporte. La respuesta por parte de las jugadoras fue clara y contundente: se estaba intentando utilizar a las jugadoras de baloncesto como “objetos atractivos desde el punto de vista de la estética masculina, lo que supone una mentalidad caduca”.
La ruptura propuesta por las gimnastas alemanas visibiliza los problemas de sexismo en el deporte, así como la objetivación del cuerpo femenino. ¿Qué estamos viendo? ¿Una competición deportiva o una demostración de modelaje?
Pero las gimnastas alemanas no están solas. Poco ante de los Juegos, durante el campeonato europeo, la Federación Internacional de Balonmano impuso una multa de 1,500 euros a las jugadoras de la selección noruega de balonmano playa por jugar con un pantalón corto en lugar del revelador biquini que exige el reglamento. La normativa es tan específica , que incluso define las dimensiones del biquini, que no debe medir más de 10 centímetros en los laterales. Noruega solicitó la autorización para que sus jugadoras pudieran competir con pantalón corto y anunció que, de todos modos, se harían cargo de la multa.
Previamente, las noruegas se habían quejado de que los biquinis obligatorios eran en exceso “restrictivos, sexualizados e incómodos”.
Y mientras los jugadores masculinos de balonmano de playa podían usar camisetas holgadas y pantalones cortos que les llegaban hasta la parte superior de los muslos, ¿por qué las mujeres no podían usar algo similar?
Es un problema de percepción. Muchas veces las mujeres en el deporte no son tratadas como verdaderas deportistas, sino como imágenes vistosas o símbolos de belleza. Debería ser decisión de ellas cuál es el atuendo que más les conviene o les acomoda para practicar un deporte. Pero parece que no hay mucho interés por preguntarles.
Puede que el tema no parezca demasiado relevante, pero nos permite asomarnos a un mundo en el que las competencias deportivas fueron y siguen siendo concebidas para hombres que continúan viendo a las atletas como un adorno sexualizado.
Cuando Simone Biles decidió no participar en varias de las finales de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, la primera palabra que corrió de boca en boca, justificando la ausencia de la que sin duda es considerada la mejor gimnasta mundial de la historia, fue lesión. Se especulaba con contracciones musculares, golpes durante los entrenamientos o alguna caída que hubiera pasado desapercibida. Pero cuando la extraordinaria gimnasta dijo que se retiraba por asuntos mentales, la sorpresa inicial fue mayúscula. No es habitual que los atletas admitan vulnerabilidad psicológica ante un mundo que les exige prácticamente la invulnerabilidad mental, cuando no la perfección.
La importancia del gesto de Biles es gigantesca. Implica aceptar la fragilidad propia, además de confirmar que los problemas psicológicos son asunto de todos los mortales y no de un puñado de enfermos carentes de suficiente voluntad. Mucho más en tiempos de pandemia, en medio de un confinamiento generalizado, dentro de un clima que incluye entre sus rasgos esenciales ansiedad, depresión y miedo.
Biles llegó a los Juegos Olímpicos como la atleta más reconocida entre el equipo de U.S.A., quizá la más prestigiosa entre todas las naciones y todas las disciplinas. Era el emblema del éxito deportivo. Era el símbolo de la victoria. Sus éxitos previos (entre ellos 29 títulos mundiales) la convertían en una certidumbre de triunfos. Hace apenas unos años una atleta de sus dimensiones difícilmente habría admitido su situación.
Es verdad que en los últimos años se dio un cambio en la cultura deportiva del mundo, aceptándose con mayor naturalidad las fragilidades psicológicas de los atletas. En 2015 la Asociación Nacional de Atletas Universitarios (NCAA, por sus siglas en inglés) creó un programa de salud mental. Luego, grandes atletas como Michael Phelps o Kevin Love hicieron públicas sus luchas contra la ansiedad y la depresión.
Si bien los psicólogos deportivos afirman que sigue existiendo un estigma en torno a los atletas y la salud mental, y Biles sin duda se sintió decepcionada por no haber cumplido con las enormes expectativas de estos Juegos, también fue aceptada como la atleta de élite en activo más reciente en tener el valor de reconocer su vulnerabilidad.
Pero independientemente de su valentía, Simone Biles ha venido desarrollando una aguda conciencia sobre el poder de sus palabras. Y no me refiero exclusivamente a su actividad deportiva. En su momento, Biles instó a los jóvenes a salir a votar, participó activamente en 'Black Lives Matter', denunció la violencia contra los asiáticos estadounidenses y se manifestó infatigablemente en favor de la tolerancia racial, de género y orientación sexual.
Biles (actualmente de 24 años) ganó su primer título nacional cuando apenas contaba con 13. Tiene 29 títulos de campeona mundial y 25 medallas de torneos internacionales. Entre sus expectativas para estos Juegos, se incluía llevarse una nueva carretilla de medallas de oro a su casa. Optó por respetar su propia salud. Optó por decirnos que sin importar el reto que tengamos por delante, no podemos perder de vista lo más importante: nuestra esencia fundamental, el bienestar de nuestra propia mente.
No lo dudes. Esta ha sido su pirueta más audaz, su movimiento más valiente.