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- 17/11/2024 00:00
- 16/11/2024 16:44
“Cuando la Embajada de Italia me negó la visa por no haber realizado el curso de italiano, que era uno de los requisitos para la beca, supe que tenía que trabajar para marcharme a Italia (...) Un día decidí que tenía suficiente dinero, los 400 dólares que valía el boleto y otros 720 para vivir. Tenía 23 años y me embarqué en Colón, en el Italian Line (...) y estuve en una travesía de 18 días. El barco tenía cine, restaurante, peluquería... Llegué a Barcelona, de allí fui a Madrid y en tren hasta Roma”.
Acariciando los 75 años, el pintor Luis Aguilar Olaciregui (1950) rememora en una entrevista sincera cómo llegó a Italia en 1973 y su formación en ese país para “cumplir el sueño” de ser artista. “Con los estudios de la escuela Nacional de Arte en Panamá pude acceder a la Academia de San Marcos, en Florencia”, recuerda. Gracias a su habilidad para adaptarse superó cursos como Historia del Arte o anatomía en italiano, junto con los de dibujo y pintura.
Allí no estaba solo. El pintor Luis Aguilar Ponce (1943-2015) lo esperaba, y allí coincidió también con Emilio Torres (1944), que anteriormente ya había estado en Italia y se había graduado como escultor. El Museo de Arte Moderno de Roma lo impresiona al punto que, de vuelta a Florencia, le dice a su profesor que se rendía y regresaba a Panamá: “Ya está todo hecho”. El maestro lo miró y le dijo: “Me has decepcionado. En tu país hay mucho por descubrir. Tú eres joven. Sal y observa”. Así fue como acabó sus estudios con la intención de quedarse en Italia, pero el destino tocó a su puerta. Una carta de su madre le hizo regresar a suelo panameño debido a la hospitalización de su abuela, que ya no veía ni escuchaba. A su llegada, la abuela de Olaciregui lo reconoció, para fallecer dos días después.
Regresa así a Panamá a finales de 1979 decidido a desarrollar su arte, ya que “ninguna academia de ninguna parte del mundo hace a un artista. Las academias -sostiene- te dan las herramientas para que cuando tú termines de estudiar produzcas”, pero luego viene el trabajo intelectual que debe desarrollar cada artista, ya que para producir una obra es necesario “investigar, observar y analizar”. Olaciregui concuerda con aprender de los grandes maestros, pero copiarlos sólo debe ser un ejercicio de aprendizaje, ya que el verdadero valor del artista está en el desarrollo intelectual de su propia obra, una idea sobre la que aún gira su labor docente.
Es en Panamá donde se desarrolla como artista eminentemente abstracto, y dentro de la abstracción, el expresionismo.
En un contexto histórico, el desarrollo de este movimiento florece después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), un periodo marcado por la violencia, la sinrazón, la crueldad, la brutalidad y la destrucción de las sociedades en Europa.
Desde los Estados Unidos, este movimiento se difundió en todo el continente americano a partir de la década de 1940. Muchos artistas, entre ellos numerosos refugiados de la barbarie en Europa, encontraron en el movimiento abstracto una forma de alejarse de la belleza estética tradicional. Un modo de abandonar la tendencia figurativa, de gritar, de dejarse llevar por lo espontáneo e intuitivo, de anteponer las emociones y alejarse de las formas.
Estados Unidos convirtió el expresionismo abstracto en un estandarte para situarse como su líder, con abanderados como Jackson Pollock, Mark Rothko, Willem de Kooning, Helen Frankenthaler, Franz Kline, Robert Motherwell o Jasper Jones. Como ha demostrado la investigadora británica Frances Stonor Saunders (La CIA y la guerra fría cultural, Ed. Debate, 2001), este movimiento fue impulsado y utilizado por EEUU. como herramienta de propaganda, destacando la libertad estadounidense en contraposición con el realismo social soviético. Uno de los principales precursores del expresionismo abstracto, curiosamente, fue el ruso Vasili Kandinski (1866-1944), quien huyó de la Rusia posrevolucionaria por tensiones con los artistas que abrazaban las estéticas de la propaganda del nuevo régimen soviético.
Como en el caso de los expresionistas abstractos, cuya principal característica es la libertad creativa y el desdén por el mero lenguaje figurativo, la obra de Olaciregui surge como una forma de ritual, en el que la combinación de colores, las texturas, el ritmo y la espontaneidad le otorgan al lienzo multitud de capas cromáticas.
Aunque reconoce que en sus comienzos recurrió a lo figurativo, Olaciregui rechaza las formas. Sus manchas en el lienzo se alejan del convencionalismo estético y del objeto.
Adriano Herrerabarría (1928-2022) sería el gran maestro de Olaciregui, y otros artistas panameños consagrados, como Isaac Benítez y Manuel Cedeño, ejercerían una fuerte influencia en el joven artista.
La obra de Olaciregui, con sus rojos rabiosos, sus azules sutiles, sus anaranjados de amaneceres, sus amarillos brillantes y sus morados místicos, propone una nueva realidad.
Olaciregui no se rinde, hoy sigue impartiendo clases en la Ciudad de las Artes. Es fácil verlo caminar entre cristales y columnas metálicas, con un café en la mano o conversando con sus estudiantes. Sus conversaciones están orientadas a que el estudiante observe, mire su entorno y desarrolle su propia lectura de lo que observa en sus obras. Cuando no está dando clases de pintura se le puede encontrar en su taller, “La Macarronera”, en Calidonia. Ese curioso nombre no se lo puso el maestro, las circunstancias lo hicieron por él. Allí quedaba la fábrica de macarrones La Reina, y así fue como hoy se le sigue conociendo al edificio.
Cuando Olaciregui cierra los ojos, ¿en qué color piensa? Sin dudarlo, responde: “En verde”. ”Verde es lo que veo. Donde gires, lo que se ve es verde. Ese es el color de Panamá”.
Ya en 1992, el autor panameño Ramón Oviero, apuntaba en su libro Para sentir la pintura que desde aquellos días en que recién regresó de Italia, veía en Olaciregui “un deseo de recuperar la naturaleza perdida”.