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- 31/05/2020 22:19
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Durante esta pandemia del Covid-19 no sé cuántas veces leí que los panameños somos desordenados, indisciplinados y poco cultos. Tal vez es hora de cuestionar esas ideas y preguntarnos de dónde viene esa visión tan negativa sobre nosotros mismos y qué efectos tiene en nuestra autoestima, en nuestra sociedad, en nuestra democracia, en nuestra educación y en nuestra economía.
Esas ideas son más viejas que nuestra República. Tuvimos la mala suerte de volvernos independientes en uno de los momentos más racistas de la historia de la humanidad, cuando el racismo científico todavía estaba en su apogeo, se medían los cerebros humanos buscando diferencias y jerarquías entre los seres humanos, y el Jim Crow era la norma.
Dentro de esas jerarquías racistas internacionales, nuestro país, un país pequeño tropical, con una amplia población afrodescendiente, quedaba muy mal parado. Había dos caminos ante esta situación. Uno era combatir el racismo de frente. El otro era tratar de crear una identidad de nacional que intentara ocultar la fuerte herencia y presencia afro en nuestro país. Por motivos muy largos de explicar en este corto artículo, la mayoría de los intelectuales y políticos de nuestro país se fueron por el segundo camino. Durante la primera mitad del siglo XX, la identidad de nuestro país se forjó a espaldas de su población negra y mulata, y se popularizó una identidad mestiza blanqueada cuyo corazón se encontraba en las provincias centrales.
Sin embargo, incluso entonces hubo excepciones e intelectuales con una visión distinta. Por ejemplo, en 1943, Rodrigo Miró escribió en la revista Lotería que: “[d]eterminar la cuantía y significación del aporte negro y mulato en el proceso formativo de la nacionalidad es tarea urgente que pide la inteligencia capaz de realizarla”. Esa tarea “urgente” ha avanzado considerablemente desde que Miró escribió esas líneas, pero todavía nos queda mucho por investigar y aún más por divulgar en los colegios y en la currícula escolar.
El racismo se combate también con historias que expliquen ante un público amplio la enorme contribución de la población afrodescendiente a la historia de Panamá. Es importante recordar que la discriminación se apoya en versiones de la historia nacional que enaltecen la contribución de unos y silencian la contribución de otros. Para estar orgullosos de quiénes somos, tenemos que reconocer nuestra enorme riqueza histórica y la contribución de todos a nuestra historia. Para culminar el mes de la etnia negra, me atrevo a escribir un muy breve resumen, que solo esboza la enorme contribución de los afropanameños a nuestra historia.
Empecemos por recordar que los primeros afropanameños llegaron al mismo tiempo que los españoles y que sobre sus espaldas se construyó la mayor parte de la infraestructura de las ciudades terminales: desde sus murallas, hasta los caminos Real y de Cruces, sobre los que pasaba el comercio mundial. También que durante 300 años fueron ellos los arrieros que llevaban las recuas de mulas que cargaban las mercancías y los bogas (marineros) que las llevaron por el río Chagres. Esa tradición continuó y se reforzó cuando inmigrantes afroantillanos llegaron a Panamá a construir el ferrocarril y después el canal. Sin su trabajo, Panamá no hubiera tenido comercio mundial.
Esos negros y mulatos también empujaron por su igualdad y libertad tanto en la colonia como en el siglo XIX y no solo como cimarrones. En Panamá, como en el resto de América Latina, ya en el siglo XVIII la población de afrodescendientes libres había superado a la de los esclavos. Esto se debió, sobre todo, al esfuerzo y trabajo de los esclavizados, quienes usaron las leyes españolas para comprar su libertad. Ese fue el caso de la esclava y muy talentosa modista Damiana Pérez, estudiada por Alfredo Castillero Calvo, quien logró comprar su libertad después de un largo pleito con su dueña. Esa población de negros y mulatos libres fueron los artesanos (plateros, carpinteros, sastres, y un largo etc.), escribanos, artistas, y miembros de la milicia de nuestras ciudades.
En otras ocasiones pelearon por eliminar leyes que los discriminaban. En la década de 1750, los mercaderes afrodescendientes de ciudad de Panamá empezaron un largo pleito para que se les permitiera ejercer el comercio, un privilegio en ese momento reservado a los blancos. El Consejo de Indias falló a su favor y también les permitió usar peluca, otro derecho hasta ese momento exclusivo de los blancos.
Con la independencia de España, y el cambio del régimen monárquico al republicano, la actividad intelectual y política de los afrodescendientes aumentó. Aún nos queda mucho por estudiar sobre el movimiento abolicionista panameño, pero sabemos, que los afrodescendientes panameños fueron muy activos en el Partido Liberal, que era el partido de la abolición de la esclavitud. Independientemente de su afiliación política, los políticos afrodescendientes del siglo XIX apoyaron una visión más democrática e igualitaria del sistema republicano. En palabras del médico y general José Domingo Espinar: el XIX era “el siglo de las mayorías y quien no se conforme con sus soberanas decisiones, debe dejar el país para siempre”. Otros políticos afrodescendientes del siglo XIX como Buenaventura Correoso y Carlos A. Mendoza también impulsaron una idea de la democracia con derechos para todos y movilidad social a través de la educación pública.
Pero el siglo XIX no fue solo un siglo de políticos, también lo fue de escritores y poetas. Según Alberto Calvo, “la literatura fue actividad y galardón de arrabal, privilegio y deber del liberalismo literario de Santa Ana”. Entre ellos se distinguieron poetas como José Dolores Urriola, “el Mulato Urriola” (1834-1883) o Federico Escobar, “el bardo negro” (1861-1912) y más tarde Gaspar Octavio Hernández. Esa tradición continuó en el siglo XX incorporando a los nuevos inmigrantes que llegaron a construir el Canal de Panamá y a sus descendientes. Entre ellos se destacaron Sidney Young, fundador del importantísimo periódico afroantillano el Panama Tribune y George Westerman, también periodista, escritor y autor de la primera biografía de Carlos A. Mendoza, quien llegó a ser embajador panameño ante las Naciones Unidas en 1956. O nuestro gran novelista del siglo XX e hijo de cartageneros Joaquín Beleño. Y no olvidemos a mujeres y educadoras como Sara Sotillo, de Isla del Rey, y Felicia Santizo, de Portobelo, quienes desde la educación lucharon por la igualdad de las mujeres. Y, en el caso Santizo, por una idea de la cultura nacional que incluyera a los congos de Portobelo. La lista es extensa y solo hay espacio para algunos ejemplos.
Estudiar el legado intelectual de estos hombres y mujeres, y las herramientas que usaron para enfrentar la discriminación es imprescindible. Además, recordarlos y enseñarlos nos ayudará a confiar más en nosotros mismos, a invertir más en nuestra educación, así como en nuestra ciencia, y a dejar de decir de una vez por todas: es que los panameños somos desordenados, indisciplinados y poco cultos.