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- 08/09/2024 20:00
- 07/09/2024 20:48
Los días 8, 9, 10 y 11 de agosto de 2024, Xielo, Hogar de CÍA. Gramo Danse, abrió sus puertas a un público que habría de participar de una de las experiencias escénicas más impactantes que se hayan concebido y ofrecido en nuestro país durante, al menos, el último lustro.
“Umbral”, escrita y dirigida por el artista colombiano Diego Fernando Montoya, y cocreada e interpretada por Ximena Eleta de Sierra, Aixa Góndola (integrantes ambas de CÍA. Gramo Danse) y Stephanie Lee (artista invitada), contó con un idóneo paisaje sonoro del compositor colombiano Juan Jacobo Restrepo. Según anotó Eleta de Sierra (quien, dicho sea de paso, además de productora de la obra es la directora general de la compañía que ha merecido varios fondos de creación Iberescena), “el sonidista panameño David Colindres lo programó con un sistema cuadrafónico, lo que permitió que el paisaje nos envolviera, como si estuviéramos sentados con las piernas cruzadas en una maloca o rancho comunal”.
Pero el sonido nos envolvería desde mucho antes de entrar a ese espacio ritual entre la penumbra (dentro del cual se desatarían afectos tanto luminosos como sombríos), en la que podríamos llamar la antesala de una profunda inmersión existencial, con el dolor como eje, vivida con visión de 360 grados. El fluir del agua, como elemento hasta ese punto predominante de aquel paisaje sonoro, no solo daba indicios de la atmósfera en la que nos internaríamos, sino que preparaba nuestros sentidos, los hacía materia dispuesta en la incertidumbre; aunque alguno bien podría afirmar que también inducía un cierto estado de relajación.
Un efecto similar tendrían las piedras colgadas del techo, como engastadas entre guedejas verticales de pabilo basto, muy cerca de nuestras cabezas. Estuvimos casi exigidos de enfrentarlas. Y pudimos haberlas evadido, aunque jamás ignorado. Nuestros celulares habían sido parcialmente confiscados, alejados de nuestra obsesión de pulsar y mirar luces sin fin. Apagados o en modo silencio, los habíamos tenido que introducir en unas bolsas de papel estraza que a continuación serían grapadas y selladas con cinta adhesiva. De seguro aquello no hizo gracia a muchos, porque era como tener en esas bolsitas tipo fonda unas frituras siempre untuosas y tentadoras, y no poder hincarles el diente. Lo cierto es que ese condicionamiento garantizaría, a estas alturas de nuestra dependencia tecnológica, una conexión inusual con la obra, hacernos más partícipes de ella; desde antes de comenzar, incluso. Así que mirar las piedras colgantes, escuchar la música premonitoria, dejarse envolver por ella, o aun hablar con amigos y conocidos por encima de ella mientras aguardábamos el ingreso, eran signos primitivos de una interconexión más corpórea, de un mayor estado de presencia.
Lo siguiente fue quitarnos los zapatos. Entraríamos descalzos y nos sentaríamos en el suelo, sobre discretas colchonetas, en torno a la escena. Lo demás fue Arte. Con mayúsculas. Fineza estética. Sacudida ética.
Shock. Rechazo. Para unos.
Cercanía. Comunión. Empatía. Para otros.
Quizá una mezcla de todo lo anterior. Para los demás.
Solemos pensar que a partir del dolor solo podemos hundirnos, o reconstruirnos en resurrecciones casi piedra. En nuestra noción de padecimiento no suele haber términos medios. O sucumbimos para siempre o nos endurecemos llevando la herida como emblema de batalla; una herida que ha sido cauterizada con el fuego de la insensibilidad. Si no nos mata el dolor, le damos muerte. Y lo presumimos.
La propuesta de “Umbral” evita esos extremos irreconciliables y, antes bien, es una compleja y densa exploración intermedia, un tránsito a la vez luminiscente e incómodo por el dolor, ya no como verdugo, sino como mensajero y posible aliado con el que entablar un diálogo, que bien podría crear las condiciones para una resiliencia que opere hacia un punto de equilibrio.
Montoya dirigió esta puesta en escena excepcionalmente. Ello -de la mano de sus no menos excepcionales intérpretes- supuso llegar a innegables niveles de maestría. Fue evidente, y no sobra decirlo: director e intérpretes lo dieron todo de sí para que la magia, la poesía, ocurriera. Para la mirada atenta no hay elemento que sobre. Todo, desde las tonalidades ocres del vestuario hasta la elocuente y hermosa utilería, ha sido puesto para acceder con inusitada calidez a una experiencia donde el caos ha sido un orden en combustión, y el orden, cuando se hubo atisbado, un caos en reposo. La emoción dirigida de la que hablaba Neruda. Sin desbordamientos innecesarios.
Lo exterior se manifestó en lo interior. La sinergia excede la zona de interpretación e involucra al público ya no como masa, sino como individuos con su más vulnerable intimidad a pecho abierto, impelido cada quien a mirarla. Pasamos de ser meros espectadores a ser agentes legítimos, autorizados y activos del dolor -¡a quién no lo ha atenazado el dolor!-; a un tiempo asaltados, crispados y piadosos, guiados por un trío de amazonas que, habiendo dejado la piel en mostrar el suyo, con potentes recursos de cabalgadura, inclusión y diálogo, nos hacen observar, con algo de horror, el propio.
Las luces mágicas de Jhon León, el ya comentado y celebrado paisaje sonoro, la dinámica escenografía y la bien equilibrada interpretación posibilitan una zona de contacto con la memoria del dolor individual y colectivo, un punto de negociación en que este dolor “es” presente y cobra una dimensión mítica que permite examinarlo, interrogarlo, tenderle una mano. Es la mirada del dolor en su presente perpetuo, estacionario y dinámico a la vez. El río de Heráclito al servicio de la sanación del espíritu y el cuerpo. La alquimia de las aguas negras hasta su conversión en aguas, si no cristalinas, al menos sí grises y restallantes sobre unas piedras que no obstruyen su paso tras caer de nuestra espalda, dejándolas fluir y verdecer.
Verde-Ser, entre la espuma.
El carácter ritualista de esta experiencia escénica que intenta, en principio, darle cuerpo sólido y comunicacional a las imágenes gaseosas que se puedan tener del padecimiento individual de tres mujeres, indaga, desde la sororidad femenina de sus intérpretes, aspectos que atañen a la vulnerabilidad de todo ser humano. Estas llevan la experiencia al límite desde su particular sacrificio, encarnado y redimido en un poderoso aguante femenino, y borran así los límites, las exclusiones, y espejo son en movimiento en el que las sensibilidades masculinas se miran y se sienten comprendidas. Florece así la empatía en una misma vía, en una misma dirección, dirían los físicos, plenamente expresada esta empatía en el punto de colisión de los sentidos, que se ha dado durante el desplazamiento.
Cruzar ese umbral ha garantizado, cosa que muy pocas veces pasa, un estremecimiento profundo y un cambio en nuestra forma de concebir, percibir, vivir el dolor.
Hemos estado frente a una difícil, poco usual y bella forma de hacer arte escénico y rehumanizarnos.