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- 19/06/2022 00:00
Ni palabras ni golpes
Hace unos años nos bombardearon desde todos los frentes con una campaña en la que nos conminaban a la ciudadanía a ser conscientes de la necesidad de ofrecer una educación que no se basase en los golpes ni en las palabras hirientes. Lo que no sabía yo es que en realidad nos estaban preparando para este gobierno de infantilizados.
Nos desgobierna una panda de ñañecos, a los que no se les puede, ya no vamos a decir golpear, señores, que eso es muy feo y los seres racionales debemos ser capaces de dirimir nuestros desencuentros a base de retórica y oratoria, sino tampoco decir las verdades a la cara, porque hacen pucheros y se les escapan las lagrimillas. Y corremos el riesgo de que al pequeñín le dé la pataleta en los pasillos ministeriales y se ponga morado de la rabia.
La cosa es que las malas palabras duelen, pero no duelen porque sean verdad o mentira, no, en realidad lo que negamos no es aquello que todos reconocemos, que el estado de excepción es una oportunidad excepcional para que los mismos de siempre se llenen los bolsillos de dinero mal habido, no nos indignamos porque las carreteras sean unas trampas de muerte en las que pierden la vida aquellos que no tienen helicóptero para llegar a los lugares en donde tienen que cortar la cinta o hablar paja. No nos indignamos porque la economía este yéndose por el despeñadero, no. No nos indignamos porque en nuestras narices estén esquilmando el erario público y los ahorros de las jubilaciones de todos nosotros, no nos indignamos porque al que fue flamante ministrillo de incultura lo estén premiando con una embajada, después de que dejara hecha unos zorros lo poco que encontró de cultura en este país. No.
Nos indignamos porque alguien escribe una palabra que nos parece grosera. Nos está bien todo lo que nos pase, por pazguatos y mamertos. Y por mimados.
Porque nos han acostumbrado al paternalismo, a este Estado hipertrofiado en el que en un país de apenas cuatro millones y medio de personas (cien mil arriba cien mil abajo) un millón dependa directamente del erario público.
Lo que más me molesta no es tener que buscar palabras nuevas para definir al babieco, ñoño y papanatas del ministro que se lleva en los cachitos las obras públicas, o tener que definir los sinónimos para aquilatar el jaez de este babanca, de aquel badulaque o del bodoque de acullá. Palabras en el castellano sobran y la riqueza de los adjetivos en nuestro idioma es un campo inmenso de juegos para mí.
No me molesta que se quejen, señores del desgobiernito, en serio, me encanta escuchar sus ayes, porque eso significa que estoy metiendo el dedito en la llaga y eso es precisamente lo que desea esta que viste y calza, como buena bufona del reino. Lo que me molesta es que nos molesten las palabras y no los hechos, que este país no esté ardiendo como ardió Troya, que los ciudadanos honestos no estén en pie de guerra exigiendo que aquellos a los que les pagamos el sueldo hagan lo que tienen que hacer.
Permítanme parafrasear a mi paisano, Estanislao Figueras, cuando, harto de la I Republica, en 1873, sentenció, (he tenido que cambiar la palabra que él usó y que recoge el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española porque hay pazguatos que se espantan con las palabras y no con las corruptelas, así que háganme el favor y pongan ustedes lo que saben que corresponde): «Señores, voy a serles franco, estoy hasta los órganos reproductivos masculinos de todos nosotros».