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- 09/10/2017 02:00
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En su desgarradora poesía ‘Cuartos', de 1941, el poeta panameño Demetrio Herrera Sevellino logra representar, con una contundencia insuperable, una dimensión clave en el desarrollo y la producción cultural de cualquier comunidad: el binomio espacio-territorio. Recurriendo a la metáfora, el poeta describe las condiciones de vida desiguales y miserables de la gente pobre del arrabal santanero, en contraposición a la realidad en el intramuro de San Felipe, hogar de las familias adineradas del Istmo. Un mismo territorio amalgamaba dos espacios, cada uno con su propio patrimonio cultural: el de la oligarquía, ‘portadora de la modernidad' y de la herencia colonial, con una producción cultural orientada a mantener su hegemonía, y del otro lado, los descendientes de los esclavos negros, de los indígenas y mestizos, también con su propio arte, sus bailes, comidas y costumbres, pero no consideradas cultura, sino una mera expresión de la vida marginada y atrasada.
Trasladándonos a una actualidad ya sin muros, el mismo fenómeno prevalece en un Panamá de profundas asimetrías económicas, pero también territoriales, que más allá del plano material, se expresan de formas distintas en lo simbólico. En el caso de la zona de Azuero, que desde el inicio de la República ha sido considerada portadora de lo más ‘puro' del folclor panameño y ‘eje central de nuestra identidad', nos encontramos frente a un territorio económicamente rezagado con respecto a la Zona de Tránsito, pero a la vez en mejores condiciones que los terrirotios indígenas. Estas asimetrías, aunque parezcan naturales, son un reflejo de procesos históricos cuyas dinámicas han impedido el desarrollo pleno de las fuerzas productivas nacionales, y que además han profundizado el fenómeno descrito por Sevillano. Para algunos sectores de la población urbana con mejores condiciones socioeconómicas, el Festival Nacional de la Mejorana de Guararé, o el Desfile de las Mil Polleras en Las Tablas, es un motivo de orgullo nacionalista y distinción que amerita un viaje al interior engalanados con los más lujosos ajuares típicos, pero muy pocos pensarían en asistir a las festividades de las comarcas o al Festival de Bunde y Bullerengue en Darién.
En un país con un pobre desarrollo de las fuerzas productivas, habrá un pobre desarrollo de la cultura (en cuanto a lo que significaría ser una sociedad ‘culta'), y ésta será siempre considerada equivalente de la producción artística, exclusivamente vinculada al disfrute y la distinción por parte de una minoría privilegiada. Esta mirada reduccionista y elitista de la cultura, deja de lado las múltiples y variadas formas que ésta asume, impidiendo que se conozca lo que puede aportar en el reconocimiento de las identidades que componen el peculiar estado-nación panameño, y en el comprender nuestra condición de sociedad culturalmente diversa.
Al mismo tiempo, los artistas cuyas creaciones se alejan de la ‘alta cultura' o del folklore, enfrentan graves dificultades de sostenibilidad, la ausencia de apoyos a la creación y la falta de espacios comunitarios. Si a esto sumamos la marcada debilidad institucional de la cultura a nivel del gobierno central, la iniciativa de diseñar una políticas culturales desde los gobiernos locales se vuelve un verdadero reto; todo esto en el preciso momento donde además entra en vigor la Ley 37 del 29 de junio del 2009, que descentraliza la administración pública.
Los derechos culturales, considerados derechos humanos, no han sido parte de las competencias asumidas por los gobiernos locales, salvo por escasos patrocinios y algunos eventos aislados que no responden a propuestas programáticas. Hoy día, en países donde se entiende que la cultura es un elemento consustancial para el desarrollo y el bienestar colectivo, se trata de construir una estrategia que genere espacios para el reconocimiento de las expresiones identitarias y lingüísticas, la creatividad, el registro de la memoria de los pueblos, el acceso de las minorías a la cultura, la innovación ciudadana, la convivencia pacífica y otros elementos que deben ser fundamentales en cualquiera municipalidad actualmente.
Pero sería ingenuo pensar que todo ello ocurrirá con sólo pedirlo a los gobiernos, considerando que, históricamente, el presupuesto general del Estado se ha utilizado casi exclusivamente para dinamizar la plataforma de servicios. Pedir más dinero para la cultura es un ejercicio estéril si no hay un plan de desarrollo nacional precedido por un pacto político de amplio espectro, donde la participación del sector cultural sea central.
COLUMNISTA