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- 15/08/2022 00:00
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No cabe duda de que la precaria situación en la que se encontraba la ciudad de Panamá, al momento del ataque del pirata Henry Morgan, en 1671, fue uno de los factores principales en la toma, saqueo y destrucción de la misma.
La débil gobernanza y liderazgo por parte de las autoridades coloniales españolas, sería el segundo factor que tendría incidencia en la deficiente defensa de la ciudad.
El relato que presentamos hoy es sobre esta histórica precariedad y ausente gobernanza que ha aquejado a ciudad de Panamá, y del reflejo de esta condición en diferentes etapas de su evolución.
Diversas son las evidencias y relatos que hacen referencia a los problemas de emplazamiento, infraestructura y salubridad, plasmados en escritos de cronistas e historiadores quienes se han dedicado a estudiar la ciudad. Silvia Arroyo, en su artículo 'El enigma de las casas reales del sitio arqueológico de Panamá Viejo' (2015), nos plantea cómo, “a pesar de la importancia de Panamá como punto de tráfico entre América y España, desde finales del siglo XVI y durante todo el siglo XVII, se hace latente en el problema de la falta de defensa de la ciudad. Como se ha mencionado, desde 1532 se propone hacer una fortaleza en la ciudad. Las únicas edificaciones que servían para este fin eran el fortín de la Natividad y las casas reales, construcción que todavía estaba edificada de madera. Esto hacía completamente vulnerable a Panamá para un ataque pirata, que no tardó en llegar”.
La precariedad de Panamá Viejo era patente en su emplazamiento que “tenía muchos inconvenientes: era malsano, había poca agua fresca y en dos costados colindaba con manglares y pantanos; para evitar las zonas cenagosas, la ciudad creció en forma de “L” a lo largo de una estrecha barra costera. Otro inconveniente era su puerto, la ensenada de San Judas, que era poco profundo y por ende inútil para naves de mayor calado”, según relata Eduardo Tejeira-Davis en su libro, Casco Antiguo (2001).
La insalubridad del emplazamiento era tal, que “la ciudad está edificada de levante a poniente de tal manera que saliendo el sol no hay quien pueda andar por ninguna calle de ella porque no hace sombra en ninguna. Y esto siéntase tanto porque el sol es tan enfermo, que, si un hombre acostumbra a andar por él, aunque sea sino pocas horas, le dará tales enfermedades que muera, que así ha acontecido a muchos”, apunta Juan B. Sosa en su libro, Panamá La Vieja (1919).
A esta condición de insalubridad se le añadía la imposibilidad de un adecuado manejo de los desechos de la ciudad. Stanley Heckadon nos indica en su artículo, 'La urbanización y la basura en ciudad de Panamá' (1990), que, “tanto durante el período colonial como en el departamental, Panamá tenía una merecida fama de insalubre (...). Los desechos se tiraban a las calles donde los revolvían grandes bandadas de gallotes y perros. Expuesta al calor y la lluvia, la basura rápidamente se convertía en una nauseabunda masa putrefacta, criadero de moscas y foco de contaminación que provocaba constantes epidemias entre la población”.
Aun cuando la condición en la que queda la población luego de la destrucción de la ciudad era trágica, Carmen Mena García nos recuerda que, “pese a que la situación se hace insostenible, la orden final tarda en llegar. Solicitar pareceres, recabar informes a los ingenieros militares, concitar esfuerzos, aunar voluntades... así transcurren casi dos años. Por fin, el 31 de octubre de 1672 la reina comunica al nuevo gobernador y presidente de la audiencia, Antonio Fernández de Córdoba, que “he resuelto que se mude aquella ciudad al sitio del Ancón”.
Con el traslado de la ciudad hacia 'el sitio del Ancón', se reafirman dinámicas de segregación y desigualdad en la configuración de la ciudad, que estaban ya presentes en Panamá Viejo.
Alfredo Castillero Calvo en su libro, Ciudad imaginada (1999), relata que, “el hecho es que esta élite, (...), no perdió la oportunidad que se le ofrecía cuando se hizo la mudanza a la nueva Panamá, y se las arregló para apropiarse de la ciudad, reservándosela en exclusiva para sí. El pretexto que utilizó fue poderoso: el recinto urbano de la nueva ciudad era muy estrecho y solo dejaba espacio para 300 solares. Casualmente 300 más o menos, era el número de vecinos blancos que podían aspirar a ocuparlos”.
Al problema de la precariedad en la infraestructura de la ciudad, su perenne insalubridad y su débil gobernanza habría que sumarle el de la especulación inmobiliaria. Eduardo Tejeira-Davis en su artículo, 'Barrios céntricos y vivienda de alquiler' describe bastante bien este fenómeno. Según este autor, “ya en la colonia, la vida en Panamá y Portobelo tenía fama de cara y el hacinamiento era un hecho cotidiano. En los archivos coloniales abundan quejas sobre los altos alquileres que se pagaban. A partir del gold rush se dio una situación similar. En vista de la considerable demanda y escasa oferta de viviendas, los arrendamientos eran altos, pero la calidad de las construcciones era pésima”.
Tejeira-Davis continúa señalando que, “los alquileres aumentaron aún más en los años de presencia francesa, según un cronista europeo de la época, en Panamá se pagaban seis mil francos por un apartamento que hubiera costado dos mil en París. Las chozas de miseria proliferaron en parte por los altos arrendamientos, inalcanzables para mucha gente”.
Los casatenientes no eran los únicos especuladores. Un testimonio de esto es la memoria de la Secretaría de Fomento publicada en 1912, en la cual se señalaba que, “en todo país civilizado, el dueño de un terreno por donde, con fondos públicos, se hacen nuevas calles, (...) no solo cede el terreno necesario para las calles, sino que la ley lo obliga a pagar una contribución especial que por término medio es igual al 50%”. En Panamá, en cambio, los propietarios no solo no pagaban tal contribución –según lo indicaba el secretario Arosemena en la memoria–, sino que exigían exorbitantes sumas de dinero como indemnización a las tierras que se ocuparían para realizar las mejoras.
El lastre de estos 500 años de precariedad, desigualdad, segregación, insalubridad y debilidad en las autoridades y en el cumplimiento de las regulaciones urbanas, es el reflejo de una gestión urbana ausente.
Las propuestas de ciudad deben enfocar sus esfuerzos en lograr que la gestión urbana, en contraposición a la 'ciudad de los proyectos', sea el norte de los esfuerzos que orienten un proceso de desarrollo que defienda el interés público y la sostenibilidad, como ejes principales de la política pública para la construcción de este espacio común que es la ciudad.