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- 26/05/2019 02:00
- 26/05/2019 02:00
Hace exactamente una semana, los fans de Game of Thrones nos despedimos de la serie que amamos por 8 temporadas estrenadas a lo largo de 9 años. La historia siempre se caracterizó por ser impredecible, pero su última entrega fue, más que otra cosa, polarizante. Para muchos, la calidad del guion fue en picada a lo largo de todas las temporadas, para cerrar con una trama apresurada, plagada de baches y algunos sinsentidos, aunque otros hicimos a un lado los tecnicismos y nos dimos por satisfechos. Aun así, las quejas y burlas parecen haber sobrepasado tanto a los elogios, que más de un millón y medio de fans firmaron una petición en Change.org para que se rehaga la temporada completa con nuevos guionistas.
Reacciones como esta son el pan de cada día en las redes sociales, pero no son una novedad. Un buen ejemplo pre redes sociales sería el rechazo que recibió Star Wars Episodio I en 1999, a tal punto que Ahmed Best, el actor que encarnó a Jar Jar Binks (uno de los personajes más odiados de la cinta), pensó en suicidarse. Más recientemente, Scarlett Johansson fue duramente criticada por aceptar interpretar a un hombre trans en una película, hasta que desistió del proyecto, y no son pocos los directores, actores y actrices de sagas de fantasía que han llegado a recibir insultos y amenazas de muerte por no llenar las expectativas de los fans más exigentes.
Estas reacciones forman parte de lo que Henry Jenkins, académico estadounidense y pionero de los fandom studies (estudios de los fans), ha denominado ‘cultura de la convergencia'. El término describe cómo las nuevas tecnologías de la comunicación han pasado a alterar la relación entre las industrias, los mercados, los géneros creativos y las audiencias, permitiendo a los ‘consumidores' archivar, comentar, transformar y recontextualizar los contenidos de los que disfrutan. En otras palabras, los fans de las series televisivas, el cine, el cómic, el anime, los videojuegos y la literatura de fantasía, han pasado a apropiarse de estas expresiones culturales de maneras antes impensables, lo que obliga cada vez más a los creadores a tomar en cuenta la opinión de un público que ya no está dispuesto a ‘consumir' contenidos con los que no conecte emocional, moral e intelectualmente.
Que los fans tengan una mayor influencia en las decisiones de grandes compañías, creadores y marcas, abre importantes discusiones sobre las posibilidades de reflexión estética y cohesión política desde la cultura pop, contrarias a la pasividad ciega e irreflexiva que tradicionalmente se atribuye al consumo ‘de masas'. Al respecto, Jesús Martín Barbero, una de las figuras cimeras en los estudios de la comunicación en Latinoamérica, habla de las posibilidades de la cultura mediática como espacio de lucha y negociación entre distintos sectores de la sociedad. Otros intelectuales, como Jacques Rancière o Néstor García Canclini, argumentan en una línea similar, pero es un optimismo que se debe tomar con pinzas: ¿hasta qué punto se reconfiguran realmente las dinámicas de producción mediática? ¿Hasta dónde cede el sistema en sus esfuerzos por adaptarse y perpetuarse? ¿Hasta qué punto puede haber resistencia cultural desde lo masivo bajo un modo de producción capitalista? Al respecto, más bien coincido con Mark Fisher, crítico cultural británico, cuando afirma que ‘el gran ironista es el capital, fácilmente capaz de metabolizar la retórica anticorporativa y vendérsela nuevamente a la audiencia como entretenimiento' (K-Punk, 2018).
El ‘empoderamiento' de los fans también tiene otros matices. Por ejemplo, el tener acceso a todo tipo de información especializada desde internet, aunado a las posibilidades de expresión que nos dan las redes sociales, ha sobredimensionado el sentido de importancia que damos a nuestras opiniones, haciéndonos creer que estamos en la capacidad moral e intelectual de cuestionar el trabajo y las acciones de absolutamente cualquiera. ¿Qué efectos puede tener este hecho en la creación artística?
A su vez, las reacciones más viscerales en las redes suelen provenir de las audiencias geek, en gran medida debido al sentido de identidad y pertenencia que este público desarrolla con los contenidos, de los cuales se sienten protectores. Si a ello añadimos la lógica mercantil que impregna todos los aspectos de la vida, el tiempo de ocio es inconscientemente considerado una ‘inversión', mientras los realizadores son trabajadores responsables de satisfacernos como ‘clientes'.
Lo que queda claro es que el entretenimiento dejó de ser solo eso desde hace mucho, y valdría la pena que en Panamá desarrolláramos la investigación en comunicación (particularmente sobre la recepción y las audiencias) más allá de los estudios de mercado. Sin duda alguna, habría hallazgos muy interesantes.
COLUMNISTA