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- 24/11/2018 01:00
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Durante casi seis meses tuve el cuaderno conmigo en todo momento. Lo llevaba doblado en mi bolsillo durante el día y por la noche apenas me lograba apartar de él. ¿Pero sobre qué alma no pesa algún pecado? Puedo por lo menos sentirme en paz de que siempre ha sido mi propia consciencia y no la ley humana, la que me ha empujado a hacer lo que es sensato, o a reencontrar el buen camino.
‘Me alegré de recibir un dinero desde la comodidad de mi recámara sin haber trabajado por él; pero, por otro lado, mi alma fue abatida por un temor incipiente y desconocido. Empecé a tener pesadillas en las noches, que por las mañanas no lograba recordar y un mal presentimiento abrasó mi mente'.
Respecto a mi persona puedo decir que hasta que usé el cuaderno, nunca había puesto en práctica mis conocimientos con la intención de alcanzar la fama o de ejercer con éxito abrumador algún oficio que me reportara riquezas; por un lado, no me interesa ganar renombre y por otro, tengo la seguridad de que habría personas que querrían usar mis capacidades para su beneficio personal o, en el peor de los casos, para lograr propósitos malsanos.
Aunque tengo un empleo en el gobierno, mi salario como supervisor de mantenimiento nunca ha resultado suficiente para ayudar a suplir las necesidades de mi numerosa familia. No tengo hijos, pero sí una madre entrada en años y varios hermanos menores que, aunque son adultos, aún acuden a mí en busca de apoyo económico. Soy minimalista y desde muy niño advertí lo beneficioso que resulta concentrase en lo esencial e ignorar lo vano; pero puedo observar que las personas que me rodean no se sienten en ninguna medida atraídas por un estilo de vida tan sencillo como el mío.
Cuando empecé a escribir el cuaderno, me impulsaba en primer lugar el deseo de ayudar a mis parientes y, en segundo, la tentación de poner en práctica las ciencias ocultas que había estudiado.
Soy consciente de que a través de los números se dibuja la silueta de la predestinación, que a veces puede no ser nada más que un estimado de las probabilidades. En el capítulo IV de La República , Platón convierte las cifras en metáfora para explicar a través de estas, su teoría del conocimiento. Los números son capaces de hacernos abrazar la quimera, responder a los enigmas que rigen el universo y revelarnos la belleza a través de las cifras que la decodifican.
Fue la escuela pitagórica, una confraternidad hermética, regida por la simbología y las costumbres esotéricas, la que con su doctrina arrojó intensa luz sobre el estudio de la corriente numerológica en la cual basé mis estudios. Esta ciencia nos permite conocer nuestros ciclos vitales, tener consciencia de las cosas místicas y anticiparnos a los hechos. Es posible también modificar a discreción algunas variables de la vida cotidiana, para derivar en un mismo resultado una y otra vez. Conocer estas cuestiones permite además desarrollar las facultades mágicas que están latentes en algunas personas.
Decidí pues aplicar mis saberes sobre numerología y adivinación a una cuestión completamente trivial que en nada me serviría a mí, pero sí ayudaría a mi parentela, como ya lo dije.
La primera vez que usé el cuaderno para apuntar los números de la lotería, celebré la precisión de mis cálculos. ¡Si hubieran podido ser testigos del rigor con el que llevé las cuentas! Ni un solo tachón o borrón nublaba el ejercicio de una aritmética perfecta. Fue tal la exactitud de mis predicciones, que acerté en los cuatro números del premio ganador. La fortuna me abrazaba y con el dinero que obtuve pagué deudas menores de mis hermanos a fin de no llamar la atención sobre mi recién avenida riqueza. El resto del dinero lo deposité temporalmente en mi cuenta de ahorros.
Dos meses después, volví a comprar billetes de lotería y acerté con los números ganadores. En esta ocasión, mi triunfo no fue tan grato como el primero. Me alegré de recibir un dinero desde la comodidad de mi recámara sin haber trabajado por él; pero, por otro lado, mi alma fue abatida por un temor incipiente y desconocido. Empecé a tener pesadillas en las noches, que por las mañanas no lograba recordar y un mal presentimiento abrasó mi mente. Inmerso en mi inquietud, me distancié un poco de la familia y de mis pocas amistades. No lograba separarme del cuaderno, que llevaba a todas partes por el riesgo de que su contenido fuera a ser descifrado por alguien.
Tres semanas más tarde, volví a comprar más billetes y nuevamente acerté con los números ganadores, pero decidí no reclamar el premio porque me preocupó que mis repetidos triunfos fueran advertidos por los organizadores del juego. Esta vez fui capaz de recordar la pesadilla que me acompañaba por las noches: una jauría de perros negros endemoniadamente enfurecidos me arrinconaba dentro de la casa y amenazaba con devorarme.
Empecé a pensar que el cuaderno era dominado también por un influjo esotérico y maligno cuyo origen ocultista yo mismo le había grabado. Y ¡válgame!, podía sentir en todo momento el desagradable e intenso olor a humedad que emanaba de sus páginas y que revolvía mis entrañas.
A los pocos días compré más billetes impulsado más bien por una duda plagada de temor, que por algún afán de obtener beneficio económico.
Esperé el sorteo sintiendo en mi cuerpo un frío de algor mortis que me helaba hasta el tuétano. El resultado me sumió en una enfermedad nerviosa que aún padezco: los números que había comprado. La serie de triunfos antinaturales y absurdos me hizo sentir atribulado. Vi claramente que el cuaderno estaba dominado por un influjo maligno. Su esencia misma violentaba el orden de las cosas. ¿De qué manera se cobraría el destino los favores que tan plácidamente me concedía? Esa era la interrogante que más me atormentaba. Empecé también a valorar las constantes de la muerte y la vejez como cuestiones naturales, necesarias y hasta gratas. ¿Pero qué podía hacer? Pensé en deshacerme del objeto maldito quemándolo o botándolo en la basura, pero el terror que me inspiraba me obligó a rendirle una consideración parecida al respeto. No me sentía capaz de destruirlo yo mismo. Sabía ya que el cuaderno era una violación criminal al rigor de las leyes de la naturaleza y de las ciencias. Y ¡por todos los dioses!, me preguntaba además cómo era posible que las personas que se me acercaran no fueran capaces de percibir el olor putrefacto que emanaba del cuaderno y sospecharan de su vileza.
GILZA CÓRDOBA
Escritora emergente
Nació en Panamá el 20 de septiembre de 1979.
Tiene Licenciatura en Administración de Empresas, con énfasis en Finanzas y Negocios Internacionales, así como Maestría en Negocios, con énfasis en Recursos Humanos.
Toma cursos de Escultura en el Instituto Nacional de Cultura, así como un taller de cuento avanzado con el escritor nacional Enrique Jaramillo Levi.
El dinero que había ganado antes, decidí no usarlo en mi familia por la incertidumbre de que en algún momento la malignidad del cuaderno tomara venganza sobre ellos, e hice con él una donación magnánima a la caridad.
Pocos días después del sorteo último, tuve un sueño en el que me veía nadar en lo profundo de una piscina de aguas turbias, en la cual por más que trataba de dar con su fondo, no lograba encontrarlo. La pesadilla dejó una rara sensación que atizó mis nervios. No pude más y a la mañana siguiente decidí abandonar el cuaderno, como al descuido, en una de los bancos del jardín de la universidad en donde trabajo.
Lo más probable es que cuando algún estudiante o quien fuera que pasara por allí, viera un simple cuaderno a cuadros, tan viejo como usado, se deshiciera de él por mí.
ESTUDIANTE DEL TALLER DE CUENTO AVANZADO, ESCULTORA Y ADMINISTRADORA