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- 09/10/2022 00:00
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Durante agosto y septiembre de 1988, tuve el privilegio de estar —día y noche— con Rogelio Sinán, en La Habana. El Maestro se hospedó en nuestra residencia como embajador de Panamá en Cuba. El motivo de su viaje fue realizarse una operación de la vista. Le aquejaban intensas migrañas y tenía una notable pérdida de visión. Le acompañó Moisés Torrijos, hermano del general Omar Torrijos, como si fuese su lazarillo, y quien también se realizó exámenes médicos en el Hospital Clínico Quirúrgico “Hermanos Ameijeiras”.
Tengo en mi memoria —y en mi gratitud— las conversaciones que sostuvimos sin prisa. Sinán me contó asombrosas anécdotas y me dio generosas respuestas a decenas de preguntas que le hice, sobre el oficio literario, la vocación por la escritura, la Vanguardia en Panamá, sus libros, muy especialmente su poesía, que no es tan abundante como puede suponerse, pero sí una de las más trascendentes de nuestra literatura. Me compartió su desagrado por ciertos personajes públicos y políticos; y volvíamos a su predilección sobre los clásicos griegos. A Gabriela Mistral y a su amistad con Nicolás Guillén.
Recorrimos los museos de la capital cubana, calles de La Habana Vieja, plazas y restaurantes. Fuimos hasta las playas de Varadero; le acompañé a recibir la condecoración Haydeé Santamaría —en el Palacio de la Revolución— y que le impuso Fidel Castro, junto a una veintena de intelectuales latinoamericanos. Fuimos a Casa de las Américas, institución que publicó su novela La isla mágica y donde tenía muchos amigos que le querían bien. Con Helena hablaba igualmente de manera locuaz y una mañana muy temprano les hice unas fotografías que hoy veo y me traen al presente aquellos días invaluables de hace treinta y cinco años.
Nos sentábamos a conversar por horas. Le leí mi poemario, entonces inédito: El mar de los Sargazos. Salía a caminar por las calles de Cubanacán, atrapado en sus pensamientos más íntimos. Hablaba por teléfono con su familia y seguía contándome, con nostalgia o con animosidad, lo que se le venía a la mente. La India —ese magnético y lejano país— lo llevaba grabado en su piel y creo que, sin duda, ocupó un importante espacio vivencial entre sus incontables viajes.
Me sorprendió a veces con afirmaciones escapadas de sus reflexiones: “Ya estoy demasiado viejo, no sé cómo hacer para no molestar a nadie…” Sinán no solo no molestaba; su presencia y sus palabras durante esos meses fueron un inmenso regalo.
Podrá debatirse hasta la saciedad sobre quién es el mejor escritor que ha dado Panamá. Pero es indudable que el conjunto de su obra —poética, narrativa, teatral— es una piedra angular de la construcción literaria de Panamá.
La introducción de la Vanguardia en Panamá —con Onda, en 1929— fue determinante en la renovación de nuestras letras. Su teatro infantil —que escribió, produjo y dirigió, con emoción, fantasía y ternura— llenó estadios, gimnasios y teatros. De aquellos montajes multitudinarios, sin precedentes, surgieron actores y actrices con talento. Han pasado décadas y en la memoria está viva “La cucarachita mandinga.” Hay coincidencias de criterios sobre la narrativa de Sinán y, específicamente, del valor primordial de su cuentística.
El Poeta tenía clara conciencia sobre su dimensión en la literatura panameña. Sin el menor asomo de vanidad, encarnaba la sencillez y siempre fue Bernardo Domínguez Alba, nacido en la isla de Taboga, frente a la ciudad de Panamá, en el albor republicano.
El día antes de la operación los médicos me precisaron que iban a colocarle en ambos ojos unos cristales. Rogelio me dijo que si bien quería recuperar algo de la vista, lo que más deseaba era que le pudiesen quitar el insoportable dolor de cabeza. “Todo va a salir bien…” le dije. Y así fue. A los pocos días veía mejor y cero migraña.
Como su visión había cambiado, tenía que usar lentes con otra gradación. Le expresé que sus anteojos estaban ya inservibles y que si no había inconveniente me los dejara. Se extrañó mucho de lo que le pedía y me dijo: “Esta bien… te los regalo, pero mejor debes hacerte unos a tu medida, esos no te van a servir para ver.” Lo que callé fue mi obvio interés de quedarme con sus lentes; no eran un objeto menor, sino aquellos con los cuales pudo ver por años nuestro país y el mundo; los mismos cristales con los cuales escribió y corrigió con exigencia implacable páginas de su creación literaria.
Los anteojos de Sinán han estado desde entonces a mi lado, en el escritorio donde escribo. Ciertamente, inventamos fantasías y nos creemos nuestros cuentos: me he persuadido que sus gafas son una forma tangible de su presencia; y en todo caso, está presente la mirada limpia que le conocimos y que aún irradia su inspiración sabia y viva.