Un ángel guardián llamado James Rhatigan

Actualizado
  • 20/06/2023 00:00
Creado
  • 20/06/2023 00:00
El encuentro entre dos extraños por una bicicleta se convertiría en una amistad duradera
Franklin Bósquez (izq.) y el dr. James Rhatigan (der.)

Todo comenzó con una bicicleta.

Esta es la mejor manera como puedo resumir el inicio de una productiva relación –al menos para mí– con el Dr. James Rhatigan, quien fungió como vicepresidente de Asuntos Estudiantiles y decano de Estudiantes en Wichita State University (WSU) cuando fui aceptado, al final de los años 80 del pasado siglo, en este ente académico ubicado en Kansas (EE.UU.) para continuar mis estudios de posgrado.

Resulta que entre 1983 y 1987 me desempeñé como jefe de información en La Prensa, el periódico independiente que sobresalía entre los pocos medios de comunicación social no afectos al régimen militar que, encabezado por el dictador Manuel Noriega, gobernaba Panamá con puño de hierro.

Además de mis labores periodísticas, también ejercía –a tiempo parcial– la docencia en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad de Panamá (UP). Tanto el rector en ese entonces de esta institución educativa, Abdiel Adames, como mi jefe directo, el decano Hipólito Donoso, coincidían en señalar que el régimen castrense clausuraría, más pronto que tarde, aquel rotativo porque ya no soportaba el rosario de escándalos –de toda naturaleza– que se publicaba constantemente.

“Sin tu salario del periódico no podrás mantener a tu familia. Con lo que ganas en la universidad no será suficiente”, me repetía, una y otra vez, el rector Adames. Donoso iba mucho más allá, pues estaba preocupado de que “algo feo” podría ocurrirme, de lo cual no descartaba un encarcelamiento (la justicia en esa época estaba totalmente sometida a los deseos de los uniformados) o, lo más grave, un atentado contra mi seguridad personal con consecuencias imprevisibles.

Una mañana cualquiera, el rector Adames me citó en su despacho. Me informó que se había firmado un convenio con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) con la intención de enviar a EE.UU. a dos profesores jóvenes y prometedores por cada facultad para realizar estudios de maestría en diferentes campos del saber. En los años 80 la Universidad de Panamá solamente ofrecía grados de licenciatura. Los egresados de universidades estadounidenses eventualmente retornaríamos al istmo y nos incorporaríamos a la UP para formar parte del cuerpo docente que administraría estudios de maestría para los estudiantes en Panamá.

Con gusto acepté la invitación. Apliqué y fui seleccionado sin problemas. Pero había un obstáculo: la beca solo cubriría los costos de la maestría, pero no la instrucción del inglés. En vista de que mi conocimiento del idioma de Shakespeare era muy rupestre, me desanimé un poco. Sin embargo, recordé, a propósito, un viejo refrán anglosajón: “no pain, no gain”, algo así como sin sufrimiento no hay victorias. Por ello decidí vender mi automóvil y solicitar un préstamo por $10.000 al Ifarhu (Instituto para la Formación y Aprovechamiento de Recursos Humanos) con la finalidad de sufragar mis estudios idiomáticos.

En adición, se presentó otro valladar: la beca era estrictamente para alumnos “solteros”, ya que no había suficientes fondos para cubrir a las familias. “Donde come uno también pueden comer cuatro”, pensé con referencia a mi esposa y mis dos hijos en edad escolar (nueve y tres años de edad).

Así, pues, en marzo de 1987 salí con rumbo a la ciudad de Wichita, la principal urbe del céntrico estado de Kansas, donde ya había sido admitido por el Centro de Lenguaje para Inglés Intensivo de WSU. Programé que mi familia viajara más tarde hasta cuando yo me adaptara al nuevo entorno.

En WSU, por fortuna, conocí a un buen número de panameños, cuyas edades oscilaban entre los 18 y 22 años; yo contaba con 33 años. Los coterráneos me recomendaron que, en caso de no tener mucho dinero, comprara una bicicleta para movilizarme, sobre todo porque se acercaba la primavera y resultaba fabuloso desplazarme por la ciudad durante esta temporada; y también durante el verano y el otoño. La bicicleta había que guardarla durante el invierno por razones más que obvias.

En efecto, con algo de esfuerzo y ahorro compré mi bicicleta. Con tan mala suerte que, pocos días después, me la hurtaron. La había estacionado con candado en la planta baja de Fairmount Tower, edificio dedicado por WSU para alojamiento exclusivo de estudiantes. Frustrado y enojado, redacté una nota con fuertes términos al gerente del inmueble, quien –supongo– la entregó más adelante al Dr. Rhatigan, cuya oficina también supervisaba todas las residencias estudiantiles, que eran varias y dispersas por todo el campus.

Rhatigan contestó mi nota con un lenguaje elegante y apropiado, con argumentos contundentes e irrefutables. Me sentí como un idiota. En verdad, no había leído el reglamento: las bicicletas (u otros artefactos) debían permanecer dentro de los cuartos porque la administración no se responsabilizaría por ningún hurto o daño. Comprendí que Wichita, como cualquier otra ciudad del mundo, también sufre problemas sociales, entre los cuales resaltan las actividades criminales.

Al día siguiente me presenté al despacho del Dr. Rhatigan. Ofrecí mis disculpas y prometí que no redactaría otra carta bajo los efectos del enfado. A Rhatigan le gustó mi actitud, ya que demostraba madurez en grado sumo. A solicitud suya, aproveché la ocasión para explicar la difícil situación política de Panamá, en general, y la mía, en particular. Una bonita relación amical había germinado.

Dicho y hecho. A mediados del año 1987 el dictador Noriega cerró La Prensa y otros medios independientes. Al año siguiente, cuando ya había iniciado mis estudios de maestría, EE.UU. reaccionó contra Noriega y aplicó fuertes sanciones económicas contra Panamá, que incluyó la suspensión del pago de becas por parte del BID, cuya sede se encuentra en Washington, DC.

Con mis ahorros casi en cero y sin dinero de la beca, era imposible continuar mis estudios. Acudí al despacho del Dr. Rhatigan, expliqué mi situación e indiqué que no contaba con los recursos ni para estudiar ni mantener a mi familia. Rhatigan me pidió paciencia y que esperara un par de días, pero subrayó que, bajo ninguna circunstancia, suspendiera mis estudios.

Tiempo después supe que, con la directriz del entonces presidente de WSU, Dr. Warren Armstrong –ya fallecido–, Rhatigan hizo gala de sus habilidades y consiguió un donante (todavía se mantiene anónimo, a pesar de mis súplicas) que facilitó el dinero para pagar mi matrícula y otros gastos académicos conexos. Por mi parte, trabajé en varias actividades artesanales –jardinero, mesero, pintor, carpintero, etc.– y recibí préstamos de algunos de mis familiares residentes en EE.UU. para atender las necesidades familiares. No puedo soslayar que la Iglesia católica en Wichita me entregó, en varias ocasiones, cupones para compras en supermercados, que no incluían, por supuesto, ni licor ni cigarrillo.

Luego de seis meses, el presidente George Bush, padre comprendió el sufrimiento de muchos becarios y procedió a levantar el embargo de varias organizaciones financieras, entre ellas el BID. Mi estatus familiar regresó a la normalidad.

No obstante, se acercaba mi graduación y empecé a desesperarme sobre qué hacer después de recibir mi título. Regresar a Panamá, sin medios libres y con Noriega más virulento que nunca, resultaba un suicidio a voces. Empecé a mover mis hilos para solicitar asilo político, pero la burocracia torpedeaba mis esfuerzos. Acudí otra vez a mi ángel guardián: el Dr. Rhatigan conversó nuevamente con el presidente de WSU, quien mantenía una relación de primera línea con el senador de Kansas, Bob Dole, a la sazón líder de la mayoría republicana en el Senado federal.

Todo indica que ambos –Armstrong y Dole– conversaron de manera espléndida, pues al día siguiente me contactó la oficina del senador, donde acudí para firmar una serie de documentos que posteriormente fueron remitidos a la oficina de Migración ubicada en Kansas City. Al poco tiempo mi familia y yo fuimos beneficiados con el asilo político. Y en pocas semanas inicié labores como profesor de español dentro del sistema de educación pública; y mi esposa –enfermera profesional– daba sus primeros pasos como asistente de enfermería en un asilo privado. Con ambos salarios ya podíamos mantener con dignidad a nuestra familia.

El 20 de diciembre de 1989 el ejército de EE.UU. invadió Panamá y desarticuló las Fuerzas de Defensa lideradas por Noriega. La democracia renació y los panameños empezaron a vivir en un ambiente de libertad. En enero de 1990 fui al despacho del Dr. Rhatigan. Apenas entré me dijo, como si fuera un clarividente, “sé que tú y tu familia regresarán a Panamá. Te felicito. Eres un excelente panameño”.

Y así fue. En junio de 1990 mi esposa, mis dos hijos y yo pisamos tierra istmeña. Dejamos atrás una experiencia maravillosa con nuestros casi cuatro años de vida en Wichita. Pero la conexión con el Dr. Rhatigan nunca se disipó. En tres ocasiones he regresado a Wichita y mi primera parada siempre ha sido el despacho del Dr. Rhatigan. Escribo este artículo porque sé que él enfrenta el paso inexorable del tiempo. Y deseo que, en vida, él sepa el sincero aprecio que le profeso por todo lo que hizo por mí y mi familia.

Gracias a Dios que, en aquella ocasión, alguien hurtó mi bicicleta.

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