La Ciudad de Saber conmemoró su vigésimo quinto aniversario de fundación con una siembra de banderas en el área de Clayton.
- 15/02/2020 06:00
- 15/02/2020 06:00
—Agua –dijo Pedro– agarrado a los barrotes, con voz ronca y débil, pero no abatida. El guardián se levantó sonriéndose al darle la espalda, se acomodó la cartuchera, se haló el pantalón, pues estaba ahorcando el padre, tomó una taza de lata golpeada por todos lados, de la colección de trastos viejos que estaba sobre la triste mesa carcelaria, caminó hacia los baños, orinó dentro de la taza hasta la mitad, la rellenó con agua y regresó a la celda del sitibundo, pasándosela sin mover un solo músculo facial. Pedro apuró el contenido y enseguida escupió con asco, luego devolvió aquel coctel perverso sobre la cara del muerto de risa centinela que saltó hacia atrás infructuosamente, hizo un mohín rabioso, se restregó con un pañuelo mugriento como su alma y se abalanzó, madero un mano, contra el indefenso, que esquivó el violento tucazo. Entonces metió los brazos hasta el hombro, aplastando su peludo rostro contra los barrotes, para lanzar estúpidos mandobles, que tampoco alcanzaron a Pedro, recostado a la pared de la estrecha mazmorra.
—Esta me la pagas, desgraciado –vociferó– sudoroso, emputado y jadeante. Lanzó el tolete contra el muro de piedra, rompiéndolo en dos, descolgó el llavero del oxidado clavo en la gran puerta de cedro y, desenfundando, gritó pidiendo ayuda, los tres refuerzos llegaron corriendo, de inmediato, y se le unieron frente a la celda de Pedro Marquínez, reo único de toda la galería especial, que se les quedó mirando con cierto culillo, aunque de cobarde no tenía nada.
—¿Qué hizo? –preguntó el más alto, golpeándose la palma de la mano repetidas veces con su madero.
—Me escupió la cara por gusto –contestó el de la barba hirsuta.
—Ah sí, conque irrespetando la autoridad, te vamos a sacar el pupú –aseguró el flaco.
“Esta es la hora cuando un cristiano rezaría” –pensó Pedro–, ya me extrañaba que no hubieran comenzado después de dos días...”.
El cric de la cerradura quebró sus cogitaciones y los cuatro uniformados se le abalanzaron y redujeron, con saña, su asténico cuerpo, por las 48 horas sin sueño ni alimento.
—Hay que hacer lo que dijo el comandante –dijo el más alto. Entonces no podrá confesar –replicó el flaco.
—Sí podrá, le cortaremos la lengua, no las manos, podrá escribir... aprende que el jefe no anda con vainas y los escarmienta de una vez, para que sepan lo que les espera si no trinan al paso –remató el cabo.
Pedro forcejeó inútilmente, pues lo tenían bien agarrado. El flaco le puso la punta del tolete sobre la sien derecha y presionó hasta que lo escuchó aullar.
—Busca el cuchillo y el alicate, están en el cajón de la mesa –ordenó el cabo al flaco.
El doblegado aspiró aire para gritar, pero lo estaban vigilando y, aunque nadie lo hubiera oído y, de hacerlo, tampoco hubiesen acudido, se lo extrajeron a sendas patadas en el costado con sus botas de punta de acero, y el grito se le convirtió en un sordo pujido doloroso.
A poco retornó el flaco con el cuchillo y el alicate, y el cabo indicó al de la cara peluda que buscara los perros.
—¿Para qué? –inquirió este –no quiero perderme la fiesta.
—¡Tráelos, coño! –insistió el suboficial –te esperaremos.
Mientras llegaban los perros, lo sacaban de la celda y lo amarraban acostándolo sobre la otra mesa, expresamente vacía, en el corredor subterráneo, Pedro meditaba en lo que el comandante quería. Ahora no había puesto resistencia, porque de todos modos lo iban a doblar. Guardaría las fuerzas para el castigo por venir. A lo mejor era puro “bluff”, como dicen los gringos. El escondite debería estar alumbrado, a esa hora, por aquellas consuetudinarias seis velas de muerto, de las que tenían una caja completa. Estaba prohibida la luz eléctrica y por eso hicieron quitar el medidor, como si allí nadie viviera, en aquel caserón condenado y medio derruido, salvo en aquella habitación del centro, casi un sótano, la mitad bajo tierra, la mitad a flor de superficie. Los compañeros estaban planeando la próxima acción.
Nada de armas, era la consigna hasta el momento. Ya sabrían de su paradero, pero también que podrían confiar en él, un verdadero revolucionario que no hablaría ni se vendería.
Por algo era el líder, aunque el comandante lo ignoraba. Pocos quedamos, decía sin alardes, porque en muchas partes de Nuestramérica, término que había acuñado acertadamente, la gente de batalla se había asegurado el plato (a veces de oro puro) pegándose a la teta estatal, en una forma u otra...
En eso, los ladridos y resuellos de los perros.
—¡Míralos! –le dijo el cabo, alzándole la cabeza por los cabellos.
Se la habían dejado guindado al borde de la mesa, que crujía a cada momento. El cuello era lo único que hubiera podido desplazar, pero no tenía objeto. Vio los dos enormes mastines, sujetos con esfuerzos por el de la cara peluda.
—Después de esto nos dirá, digo nos escribirá –corrigió con malicia el cabo –dónde están sus amiguitos y las armas, porque más le vale a uno ver ser mudo, que muerto.
Entre los tres le sujetaron la cabeza, mientras el más alto, encargado de los instrumentos, le pegó, primero, con el alicate, en la apretada boca, rompiéndole varios dientes, que Pedro escupió para no tragárselos entre el flujo de sangre. Se dio cuenta que mejor sacaba la lengua, o le destrozarían la nariz, los labios y el resto de dentadura. Apenas lo hubo hecho, se la prensó con el alicate, halándola con fuerza hasta hacerlo lanzar extraños sonidos guturales. Con la mano izquierda, el verdugo rebanó aquel rosáceo trozo de humanidad, que explotó en sangre, ahogando el alarido del patriota. Le llenaron la boca con un trapo recogido del suelo y le dijeron que mordiera duro, para que la hemorragia se parara, como si Pedro no lo supiera. Con el mismo cuchillo cortaron sus ataduras, y lo sentaron sobre la mesa, de un tirón. Cerca, el verdugo, riéndose enfermizamente, sostenía en el aire el despojo, sobre los colmillos de los perros, a duras penas contenidos por el de la cara peluda y el flaco. El cabo abofeteó el herido rostro y Pedro entreabrió los llorosos párpados, enseguida el verdugo soltó el guindirajo, que los mastines destrozaron y engulleron en un santiamén, después de una brevísima lucha entre gruñidos.
—Lo mismo haremos con tus huevos, uno a uno, si no trinas –dijo el cabo.
Todavía los otros tres se reían de la acción de los perros.
Pedro los miraba a través de un velo de sangre y lágrimas, pero no lloraba ya de dolor, sino de la podredumbre humana circundante.
—Llévenlo a su hueco para que piense –ordenó el cabo –y tráigale agua con sal para que haga buches... tú, macarrón, búscala, al paso, en la cocina y llévate los perros por allí mismo.
A las tres de la tarde del día siguiente, cuando calcularon que la hemorragia se habría detenido y que el dolor habría aminorado, según las experiencias obtenidas, le trajeron un plato de bodrio humeante, con un trío de moscas flotando, esta vez acompañado de un verdoso y endurecido emparedado de margarina rancia y un arrugado vaso de aluminio con agua grasienta, que Pedro apartó con repugnancia hasta una esquina de la celda. Estaba sentado en el piso, con los codos sobre las rodillas, observando su nuevo cielo de piedra, telarañas y silencio. Claro que tenía hambre y sed, y por eso se acordó de su abuela y aquel suculento mondongo-a-la-culona, que tan bien preparaba, con aceitunas preñadas, y pedacitos de papas sancochadas. Se le hizo agua la boca y no le quedó más remedio que tragarse su propia sal. Recordó muchas cosas más antes de rendirse al sueño, y cuando lo despertó el largo y herrumbroso cric de la cerradura y vio regresar a los cuatro gorilas con los perros, el cuchillo y el alicate, pensó que trinaría, lunes, martes, miércoles, si, lo haría, jueves, viernes, con las hormigas, sábado, domingo, bajo tierra solamente, en la fosa común, porque entonces no necesitaría ni su lengua ni sus testículos ni siquiera sus huesos, para continuar siendo Pedro Marquínez.
Poeta, narrador y ensayista. Nació en la ciudad de Panamá. Licenciado en filosofía y letras, y profesor de lengua española y literatura (Universidad de Panamá).
Ha escrito los poemarios: El tripulante de la sombra (1966), Para ir con el viento (1970), Los poemas del alfabeto (1989), Sonetos son (1991), En la nocturna hora de los búhos (2000). Es dos veces ganador del premio Ricardo Miró, en la sección de ensayo (1958 y 1960).
Premio Continental de Poesía Pablo Neruda (Ecuador, 1983); Premio Vicente Aleixandre (España, 1996); Premio León A. Soto.
Condecorado con la Orden Vasco Núñez de Balboa, por sus aportes literarios.