La privatización del Estado y sus efectos

Actualizado
  • 11/09/2021 00:00
Creado
  • 11/09/2021 00:00
Si se elimina el Estado, bien disipándolo o privatizándolo, sus órganos tradicionales vagarían en una sociedad anárquica: el Órgano Legislativo podría quedar en manos de la Cámara de Comercio, el Órgano Ejecutivo lo administrarían los Ejecutivos de Empresas y el Judicial podría ser manejado por el Sindicato de Industriales.
La privatización del Estado y sus efectos

Publicado originalmente el 27 de marzo de 2004.

Las teorías que explican la existencia del Estado son múltiples y la historia de la humanidad tiene excelentes capítulos consagrados al nacimiento y evolución de ese ente superior de la sociedad. Lo cierto es que el hombre socialmente organizado no puede concebirse sin responder a un conjunto de reglas que norman la vida. Aislado, el hombre puede vivir a la libre, como poseedor de un potencial creativo de sobrevivencia, inagotable. Tal es el caso de Robinson Crusoe. Pero cuando surge el hombre en sociedad, en un momento impreciso del pensamiento humano, nació igualmente la autoridad, bien para garantizar el dominio de un sector sobre otro o bien para establecer un equilibrio que hiciera posible la convivencia social. La autoridad o el Estado, como aparato de opresión de una clase sobre otra o el Estado como armonizador de los conflictos humanos, son concepciones que se identifican con las tesis marxistas o liberales, respectivamente, y en torno a ellas o por su vigencia el género humano ha construido el gran edificio de su historia.

Las corrientes marxistas y las liberales se fueron concretando en las organizaciones políticas instituidas y en los textos constitucionales o legales. En un principio fueron dogmáticas e irreconciliables y en la medida que iban adquiriendo poder político se precisaba la función del Estado. El liberalismo clásico protector del individualismo a ultranza postulaba un Estado sin injerencias, por ejemplo, en la actividad económica y bajo el lema de “Dejar hacer o dejar pasar” sugería que el Estado debía ser policía o custodio de ese criterio filosófico-político. Las constituciones influidas por el liberalismo clásico no contemplaban cláusula alguna que auspiciase, ni remotamente, una gestión intervencionista del Estado. Pero las ideas políticas evolucionaron, no son estáticas.

Al nacer la segunda República, en 1903, la primera Constitución Política fue de un rígido corte clásico, individualista. El intervencionismo estatal era azufre diabólico en aquella época. El Estado en el campo económico tenía la misión de estimular al sector privado y no la de competir con dicho sector. El semáforo económico, era perpetuamente monocolor para el Estado. Le fijaba para sus funciones económicas únicamente el color rojo, intransitable, sin intermitencias.

En la Constitución Política de 1941 se adoptaron algunas tibias expresiones del intervencionismo en materia económica, y pasó de la simple misión orientadora de la economía a la esfera del protagonismo estatal. Es lo que explica, según algunos, la creación del Banco Agropecuario y de la Caja de Seguro Social. El nacimiento de estas entidades produjo un tinglado polémico inmenso y los médicos que aceptaron constituirse en fundadores de ese nuevo tipo de seguridad social fueron excomulgados por sus gremios. Lo de 1941 fue apenas un ensayo tímido del intervencionismo.

La Constitución de 1946 redactada por Moscote, Alfaro y Chiari, aprobada por una constituyente democrática, dio luz verde a la planificación del desarrollo económico y social, como función del Estado, y al amparo del artículo 225 constitucional (1946) nacieron y se desarrollaron algunas empresas del sector público. El artículo 225 debe ser recordado: “El ejercicio de las actividades económicas corresponde primordialmente a los particulares; pero el Estado las orientará, dirigirá, reglamentará, reemplazará, o creará, según las necesidades sociales.”

En la práctica, el intervencionismo estatal durante la dictadura militar se extendió a áreas tradicionalmente en manos de los particulares, lo que irritó al sector privado. Prevaleció en ese intervencionismo tan abusivo un criterio militarista identificado con la seguridad nacional. El Estado se dedicó a sembrar arroz y caña, a organizar ingenios, a criar búfalos, a instalar fábricas de cemento, todo con el fin último de garantizar un abastecimiento de productos básicos que de faltar podía lesionar la seguridad nacional. Teoría ésta de una amplitud peligrosa.

El economista Prebich postuló el principio del semáforo para frenar todos los ensayos y abusos políticos y para dar seguridad a la intervención en el campo económico del sector privado. Se fijaría una luz verde y una luz roja para cada sector, se especificaría por dónde puede transitar uno y el otro sin interferencias. Por supuesto que este semáforo fue sugerido antes de la globalización.

Hoy en el intervencionismo estatal lucha contra la ofensiva del sector privado que no quiere semáforo alguno, retrocediendo a la época antiquísima del liberalismo clásico. Esta lucha, por darse en el bajo fondo de los intereses, tendrá un final canibalesco. Pero lo que debe determinar una conducta oficial al respecto es la aceptación de una gran verdad: a la empresa privada solo le interesa intervenir donde hay buen provecho y lucro y el sector estatal, motivado por la función social, no debe renunciar a intervenir en los servicios públicos porque en ellos no debe existir lucro. La empresa privada no debe lucrar ni con el agua ni con el transporte ni con la seguridad social ni con la energía eléctrica ni con la telefonía, etc, etc. El semáforo diría –mientras pase la ira de la globalización– que en el sector servicios la luz es roja para la empresa privada; en el sector que es motivado por el lucro, la luz es verde para la empresa privada. Pero para orientar, dirigir, reglamentar las actividades económicas, la luz siempre debe ser verde para el Estado. De no ser así caeríamos en la anarquía que es la negación del Estado y allí la única luz verde la impondría el pez gordo siempre sometido a la tentación de comerse al pez chico.

Las confusas ideas expuestas últimamente que demandan la eliminación del Estado acabarían con una estructura de siglos, concebida por el genio humano.

Si se elimina el Estado, bien disipándolo o privatizándolo, sus órganos tradicionales vagarían en una sociedad anárquica: el Órgano Legislativo podría quedar en manos de la Cámara de Comercio, el Órgano Ejecutivo lo administrarían los Ejecutivos de Empresas y el Judicial podría ser manejado por el Sindicato de Industriales. El Canal, en alarde de equilibrio pasaría a la administración de algún sindicato de transporte y los cementerios lo tendrían, con garantía de impunidad, los sectores políticos y militares que estuvieron vinculados a la dictadura y en donde muchos de sus miembros son expertos en la excavación de fosas comunes o de cementerios clandestinos.

El error está en confundir la belleza de la quinta sinfonía con la habilidad y eficiencia de sus intérpretes ¿no ocurrirá lo mismo con el papel del Estado?

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