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Entre el paraíso y el infierno, la ruta por el tapón de Darién
- 08/11/2023 00:00
- 08/11/2023 00:00
Los miles de migrantes que comienzan el viaje a pie por la selva de Darién, saben que la muerte les acompaña hasta terminar el trayecto que les toma aproximadamente cinco días.
“Todos los muertos están regados por el tapón panameño”, asevera Carelis Garrido, una mujer que sobrevivió al tramo más desafiante que ha hecho en su vida.
La muerte puede aparecer en un acantilado, al cruzar un río y desafiar la corriente, con la mordida de una víbora, en una fractura o en una deshidratación severa.
Son las 7:00 de la mañana en Bajo Chiquito, el primer poblado del lado panameño que encuentran los migrantes al salir de la selva, y entre la multitud estaba Carelis Garrido, su pareja Luis Cordero y su hija Valentina de 10 años. Al ver la cámara y la grabadora, con cierto tono de enojo Luis cuestiona: ¿por qué usted no cuenta lo que está pasando?
De nacionalidad venezolana, la familia se animó a hacer la travesía para huir de la violencia de Ecuador, el primer país al que migraron. Ambos, con ansias de contarlo todo, describen el cielo y el infierno en la misma ruta.
El primer tramo de la selva que empieza en Acandí, ubicado en el Chocó colombiano dominado por la organización criminal del Clan del Golfo, fue prácticamente un paseo. Antes, recuerda Carelis, tuvieron que hacer un recorrido de más de 80 horas en bus y lancha por el que pagaron más de $120 por persona entre 'impuestos' y transporte.
“Ahí nos abordaron y se nos dijo que debíamos pagar el guía que era de $175 por persona, la niña paga $25”, relata Luis como si fuera un paquete turístico.
Esa es precisamente la campaña que intentan contrarrestar las autoridades panameñas, que divulga el crimen organizado en las redes sociales. “Lo venden como si fuera un tour turístico, cuando en realidad se enfrentan a la muerte”, decía en una entrevista previa la directora de Migración, Samira Gozaine.
Los relatos de la familia Garrido-Cordero detallan un paquete con todo incluido: guía, alojamiento, baños limpios, atención médica y asesoría.
“Son muy organizados”, asevera Luis Cordero, quien, junto a su esposa e hija, está listo para iniciar el segundo tramo hacia Estados Unidos. “Iban por grupos de 100 o 150 personas, y un guía cada 20 personas, dependiendo de la demanda. En todo el camino dentro de territorio colombiano fue una supervisión total, un acompañamiento impresionante”, asegura Luis.
Carelis no sale de su asombro cuando habla de la organización tan minuciosa que demostraban los guías.
“Cuando alguien no podía caminar, lo ayudaban; le decían por dónde pisar; si te veían deshidratado, te daban agua”. Eso, dice, les costó $320 por persona.
Los mochileros, rememora, “te cobran de acuerdo al peso que cargan, unos cobran $100, otros $150. Es tal la organización, que en sus camisetas llevan escrito el cargo de cada uno”. Por ejemplo, los mochileros llevan camisetas color naranja y un número respectivo. “Nunca nos dejan solos”, repite la madre. Cargan una especie de camilla, en caso de accidente, “ahí mismo se lo llevan rápido”, reitera.
“Nosotros no entendíamos por qué teníamos que pagar para ir a la selva. Pero luego nos dimos cuenta”, reflexiona la mujer con cierto tono de emoción.
Enseguida describe que la noche la pasan en un campamento instalado al aire libre o bajo techo de acuerdo con el orden de llegada: “usted no tiene que preocuparse por armar la carpa, tienen sitios predeterminados, usted solo llega a dormir”, describe la mujer.
En el campamento donde durmieron había venezolanos, colombianos, rusos, chinos, afganos, ecuatorianos, haitianos, entre otras nacionalidades.
La mujer describe una infraestructura aparentemente planificada para el negocio del tráfico de migrantes: “Tienen baños impecables, y por el servicio pagas un dólar. Eran con foseta y para ducharte tienen bombas de agua y plantas eléctricas para iluminar los campamentos hasta la noche”.
La ruta que señala la familia es una de las cinco que identifica el Servicio Nacional de Fronteras (Senafront), como parte de los atractivos que ofrece el crimen organizado y los traficantes de personas para migrar al norte en busca del sueño americano.
El catalizador para emprender el viaje por lo general radica en la situación económica, la violencia y la falta de oportunidades en los países de origen, lo que ha ocasionado el gran flujo migratorio.
La ruta que tomaron Carelis, Luis y su hija, es de las más atractivas, porque empieza en moto o carreta a caballo en un terreno plano. Ese camino es como de una hora dentro de la selva, hasta llegar al campamento al que llegaban por grupos.
A la mañana siguiente, la familia escuchó las explicaciones de los organizadores desde una especie de plataforma, donde daban las instrucciones para la segunda parte del camino.
“Ahí empezaron las lomas, pero siempre con supervisión. Si alguien se cae le dan atención médica”, narra Carelis.
El acompañamiento finaliza al llegar al hito imaginario entre Panamá y Colombia, en el que los migrantes han dejado su huella con la bandera de su país, bautizado como “las banderas”. “Ahí se para uno de los guías con un parlante y dice: Hasta aquí nosotros podemos acompañarlos, tenemos terminantemente prohibido pasar al otro lado”, recuerda Carelis.
El crimen organizado tiene trazado el camino a seguir con bolsas de colores azul, verde y roja amarradas a los troncos de los árboles. Las rojas indican peligro.
Ahí empieza el verdadero infierno.
La niña, Valentina, me dice que un día antes de la entrevista vio como un muchacho se cayó, se pegó la cabeza con una piedra y falleció.
Ninguna autoridad puede decir con certeza a cuántas personas se las ha tragado la selva. Informes extraoficiales indican que desde 2018 hasta mediados de este año, 258 personas no lograron salir.
“Vimos como a una familia de cinco personas la arrastró la corriente del río, y no los vimos más”, me contó Lauren Peredo, una joven madre que se aventuró a viajar con sus hijas menores de edad.
Milexis Mago, otra madre que cruzó la selva con sus dos hijas, se siente bendecida de estar viva. “Pensaba que hasta ahí llegaba, no podía devolverme, sientes miedo de seguir”. No para de llorar por la culpa que siente al someter a sus hijas: “Había huecos, farallones, mi esposo cargaba a una hija y yo a la otra, y me ayudaron algunas personas”. Lo más difícil es viajar con niños. No se lo recomienda a nadie: “se ven muchos acantilados, se ven muertos. Le dije a mi esposo que cuando viera muertos no me dijera, porque yo no quería verlos”.
El comisionado Reinel Serrando, jefe de Senafront en Darién, explica que han identificado una segunda ruta, ampliamente documentada en las redes sociales que emplean más los asiáticos que pueden pagar $1.200.
Es la ruta que divulgan en Tik Tok: se inicia en Necoclí, también en el lado caribeño de Colombia, hacia Puerto Escocés en Guna Yala, territorio comarcal panameño donde incursionan en lanchas rápidas en la madrugada con 40 o 50 personas, generalmente de nacionalidad china.
Un migrante asiático rescatado en un operativo de Senafront narró que de Necoclí viajaron en lancha a puerto Escocés, luego lo transportaron a caballo hasta Canaan Membrillo, y más abajo los buscaron en carro para llevarlos al puesto de recepción de migrantes ubicado en San Vicente, Darién, donde abordan el bus hacia Costa Rica.
“Ellos tienen coordinación con indígenas gunas, y los que manejan los autos son panameños”, detalla el uniformado jefe de zona.
El trato, precisa Serrano, era que no iban a caminar, por eso es tan cara la ruta. “Nos dimos cuenta que ellos no llegaban destrampados, venían limpiecitos porque vienen a caballo”, revela el comisionado.
Los asiáticos dicen huir de un sistema cada vez más represivo y de una economía que no termina de recuperarse después de la pandemia.
El Parque Nacional Darién tiene una extensión de más de 5.000 km, lo que hace prácticamente imposible para los uniformados cubrir el territorio en su totalidad.
Información de inteligencia recopilada por Senafront indica que la ruta del Pacífico es controlada por disidentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC), desertores del Plan para la Paz de Colombia. Este trayecto comienza en Medellín, en vez de ir a Turbo, pasa por Buenaventura. Llegan a Juradó donde hay embarcaciones que navegan por los límites fronterizos con Panamá.
Luego los dejan en la playa hasta ser rescatados por el Servicio Nacional Aeronaval. En esta ruta se han aprehendido cuatro embarcaciones y “tenemos un bloqueo, pero la mayoría de asiáticos que se han visto más que en el pasado, entran por Jaqué”, reconoce Serrano.
Así logró entrar Stefany Ramírez, quien se encontraba en el Centro de Recepción de Migrantes de San Vicente en Darién, donde había docenas de asiáticos.
Este centro es más organizado que Lajas Blancas, donde los migrantes duermen en casas de madera, limitadas, o en carpas al aire libre.
En San Vicente se ha gestionado un espacio de la mano de la Organización Internacional de Migrantes, Global Brigades y Unicef, que ofrece dormitorios separados para familias y adultos varones.
Unicef, de la mano de Global Brigades, proporciona baños limpios y duchas gestionadas por personal que entrega papel higiénico y jabón. Las instalaciones parecen de cinco estrellas comparadas con Lajas Blancas. Hay agua potable, alimentación y atención médica de la organización Médicos Sin Fronteras y Cruz Roja.
Luis y su familia acudieron a ese centro porque su hija, Valentina, presentaba un cuadro de diarrea y deshidratación. “Escriba en su artículo que estoy muy agradecido por la atención médica que le han dado a mi hija”, pidió.
En esta estación, así como en Bajo Chiquito y Lajas Blancas, existe un espacio de recreación para los niños gestionado por Unicef, en el que cantan, pintan y desahogan los miedos o tragedias que vivieron en el camino.
Stefany Ramírez, de nacionalidad venezolana, estaba con la plancha del cabello en una mano y el cepillo en la otra tratando de reconocerse en el espejo después de la travesía. Como muchas familias, viajó con su esposo y su hija de siete años.
“Fuimos rescatados en Cocalito, territorio panameño ubicado en el sector del Pacífico a pocas millas de la frontera colombiana, por la guardia costera”, recuerda.
Recrea el camino: “Entramos como turistas a Colombia. En Buenaventura tomamos una lancha a isla Solano, un sitio turístico”, explica mientras se mira en el espejo. Para dar la pinta de turistas mostraron dinero a las autoridades colombianas.
“Después pasamos a Juradó, ahí nos llevaron a un lugar solitario. Luego, viajamos 30 minutos en lancha y nos dejaron en un lugar desierto”, cuenta la mujer de no más de 35 años. Supuestamente tenían que caminar dos horas, pero se atrasaron el triple por el ritmo de los niños. Era una selva en la frontera, pero no tan peligrosa. Cuando llegaron después a un sitio desierto esperaron tres días para ser rescatados por la guardia de Panamá.
Al igual que las otras rutas, Stefany fue guiada la primera parte por un colombiano a quien pagó $350 por persona. “Íbamos en lanchas, la primera era bien bonita, pero la segunda era pequeña de un motor, no teníamos salvavidas ni nada”, recuerda la mujer.
Realizaron un trasbordo en alta mar para despistar a la guardia fronteriza. El grupo era de 9 adultos y 2 niños, pero cuando llegaron al punto aislado se encontraron con 26 asiáticos. De ahí, un grupo de indígenas les cobró $20 por persona para trasladarlos en lancha a un asentamiento donde había un agente de la guardia costera panameña.
Luis y su familia, Stefany, así como los miles de migrantes que cruzan el tapón de Darién deben esperar ... por un transporte hacia Costa Rica en su camino a Norteamérica.