Octava entrega

Actualizado
  • 08/12/2009 01:00
Creado
  • 08/12/2009 01:00
Omar Torrijos confiaba en Manuel Antonio Noriega como en ninguno de sus hombres. Lo mantuvo a su lado antes incluso de ...

Omar Torrijos confiaba en Manuel Antonio Noriega como en ninguno de sus hombres. Lo mantuvo a su lado antes incluso de su ascenso al poder en el 68 y, luego del golpe lo puso a cargo del Cuartel de Chiriquí. Justamente desde allí, en 1969, Noriega evitaría su caída cuando un grupo de oficiales de la Guardia Nacional lo relevó del mando mientras atendía una carrera de caballos en México. Fue Noriega el que mantuvo el control en David, donde Torrijos finalmente aterrizó para marchar hacia la ciudad, hacia los pactos con Carter, hacia el lugar que la historia le tenía reservado. Ese 16 de diciembre todavía se celebra entre los torrijistas: es el día de la lealtad.

En 1970, Noriega asumió como jefe del G-2, el departamento de inteligencia de la Guardia Nacional. Había sido entrenado en espionaje, inteligencia, contrainteligencia y guerra psicológica por las fuerzas norteamericanas. Demostraba un talento natural. El G2 también funcionaba como aparato represivo. La Comisión de la Verdad creada en el 2000 reveló que entre 1968 y 1989, ciento diez personas fueron asesinadas o desaparecidas. Setenta y nueve morirían bajo el mando de Torrijos y treinta y una caerían luego de su muerte bajo el de Noriega. Aunque Torrijos fue más duro en la represión, a Noriega se le temía mucho más. El terror sería el verdadero sustento de su poder.

Nada de lo que pasaba en la región escapaba a sus ojos. Se convirtió en el lado oscuro de la fuerza torrijista. El hombre sobre el que reposaba la seguridad del régimen y también su futuro. Noriega aceptaba sin cuestionar. Comprendía la naturaleza de la organización y hacía suyos sus principios.

Entre sus tareas, Noriega se encargó de varias acciones para presionar a Estados Unidos durante la negociación de los Tratados. Llegó incluso a sobornar a agentes del Comando Sur que le pasaban información secreta que luego negociaba con otras agencias de inteligencia.

La CIA había puesto sus ojos en él antes incluso del golpe de Torrijos. Lo reclutó en 1957, cuando Noriega recibió una beca para estudiar en la academia Militar “los Chorrillos” en Perú. Necesitaban información sobre sus compañeros de clase, futuros líderes de los ejércitos de América Latina.

William Casey, que con el tiempo se convertiría en director de la CIA, era el agregado de inteligencia de la embajada norteamericana en el país andino.

Con el correr de los años el poder de Noriega no hizo más que agigantarse. A través de su ascenso en las estructuras de poder de la Guardia Nacional se convirtió en el interlocutor preferido de las Agencias de Seguridad estadounidenses. La oficina de la DEA en Panamá era la más eficiente de la región y los agentes le debían su éxito personal a los datos de la inteligencia panameña. En 1976, se reunió en la embajada de Panamá en Washington con el Director de la CIA, el entonces poco conocido George Bush padre, a quién volvió a ver en Panamá en 1980. En 1981 la llegada de su viejo amigo William Casey a la CIA sólo le auguraba buenos tiempos. Tenían dos objetivos en la región. Sostener la dictadura salvadoreña contra el avance de la insurgencia – ese año en la Escuela de las Américas de Colón hubo más oficiales salvadoreños que del resto de los países sumados- y desestabilizar la revolución nicaragüense.

A nadie le sorprendió que en 1983 Noriega asumiera como Comandante en Jefe de la Guardia Nacional, dos años después de la muerte de Torrijos en un accidente de avión que, para muchos, fue un atentado. El General Rubén Darío Paredes le delegó el mando porque quería ser el candidato presidencial del régimen en las elecciones previstas para 1984, las primeras directas y generales desde el golpe del 68.

-Buen salto, Rubén- dijo Noriega en vivo y entre risas el día de su nombramiento. Tenía otros planes. Había consensuado un candidato con Washington, Nicolás Ardito Barletta, quien había sido alumno en la Universidad de Chicago de George Shultz, Secretario de Estado en el gabinete de Ronald Reagan. Barletta dejaba la vicepresidencia del Banco Mundial para aceptar el desafío. Era un hombre del establishment y los empresarios panameños también lo veían con buenos ojos.

El régimen militar había promovido la inversión pública como motor de la economía. En los últimos 15 años el Estado había absorbido el 70% de la creación del empleo, triplicando su tamaño. Aunque era necesaria la creación de infraestructura, la burocracia fue creciendo como un cáncer mientras la corrupción se apoderó del funcionamiento de los procesos institucionales.

Los organismos multilaterales de crédito, que habían financiado los programas sociales de Torrijos, comenzaban a preocuparse por el nivel del endeudamiento. Era necesario encarrilar las cuentas.

La oposición se nucleó detrás del viejo caudillo Arnulfo Arias quién, a pesar de sus 80 años, ganó las elecciones encabezando la lista de la Alianza Democrática de Oposición. El régimen recurrió al fraude y declaró ganador a Barletta. Estados Unidos reconoció de inmediato al nuevo presidente de Panamá, a quién el genial escritor Guillermo Sánchez Borbón rebautizó “Fraudito”. George Shultz viajó a Panamá para bendecir su asunción.

Luego de las elecciones, Noriega fue invitado tres días a Estados Unidos, donde se alojó en el hotel Watergate. Fue un viaje programado por sus aliados en el Pentágono para mejorar su imagen en Washington. Visitó el Cuartel Central de la CIA en Langley Virginia y se reunió allí con su director William Casey. Lo felicitaron por haber logrado finalmente la reestructuración de la Guardia Nacional, que pasó a llamarse Fuerzas de Defensa. Era un viejo anhelo de Estados Unidos que promovía la ampliación y profesionalización de la fuerza de cara a la futura custodia del Canal.

No desconocían la relación de Noriega con otras agencias de inteligencia –cubana, israelí, libia, taiwanesa-, no dudaban de que ofrecía Panamá para que Cuba y Nicaragua se saltaran los bloqueos económicos, ni los tomaban desprevenidos sus actividades ilícitas ligadas a la protección del tráfico de drogas y el lavado de dinero en la robusta banca panameña, cuya apertura había promovido Torrijos asesorado por Estados Unidos. La metodología de Noriega, en este campo, había quedado clara en 1984 cuando la DEA descubrió un laboratorio para procesar cocaína en el Darién. Las Fuerzas de Defensa apoyaron la operación recibiendo felicitaciones por su colaboración en la lucha contra el narcotráfico. Con el tiempo se supo que hombres cercanos a Noriega habían cobrado 5 millones de dólares ofreciendo protección para ese laboratorio. Y no sólo eso. Que luego de las detenciones y el decomiso de éter que necesitaban para el proceso, a modo de compensación, los narcos fueron liberados y el cargamento y el dinero adelantado les fueron devueltos.

En esos años Noriega recibía 200 mil dólares anuales por sus servicios a la CIA. Sus delitos debían pasarse por alto, como se pasan las travesuras de un amigo.

Con las espaldas cubiertas por los hombres más poderosos del mundo, Noriega estaba en la cúspide de su poder. Se consideraba un engranaje fundamental de la política internacional. Sabía que el humor de Washington era ley en Panamá. Mientras mantuviera a los gringos contentos, pensaba, nada podía pasarle. Confiaba en una sola certeza: Estados Unidos siempre necesitaría de Panamá. Y Panamá, era él.

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