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- 11/06/2023 00:00
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La ciencia política y la sociología política como disciplinas científicas procuran hacer distinciones entre distintas esferas en las que se construye sociedad, por medio del poder. Desde este esfuerzo analítico, se entiende siempre a “la política” en referencia al Estado, como el lugar privilegiado de las acciones de dominación. Y “lo político”, como aquellas formas de entendimiento que diversos actores de la sociedad civil en ejercicio del poder ciudadano, hacen por medio de propuestas programáticas de convivencia y desarrollo. En la primera, la política es en el Estado; en la segunda, es agencia, es la acción desde la sociedad.
En ambas se asume que la acción se orienta a construir institucionalidad; pero también calidad de vida por medio de la convivencia y la participación. En la primera, es la estructura normativa institucional la que garantiza igualdades y libertades en un Estado de Derecho; la segunda, vive la cohesión y la integración social realizando derechos constitucionales. Desde esta perspectiva, el “núcleo duro” de toda la política moderna es el pacto constitucional, el denominado contrato social como pacto de poder.
Sin embargo, dice el sociólogo francés Michel Maffesoli, que entre las “cosas” que son históricamente eternas, hay cuatro que sufren los cambios más importantes: el amor, la muerte, la sociedad y la política. No hay duda de que la experimentación de esos “entes” o “cosas”, se transforma en el transcurso de las modificaciones de las propias sociedades que los alojan y los recrean. Sin embargo, como plantea Maffesoli, es la política en su fuerte determinación sobre la vida social, la que tiene la capacidad de limitar, restringir o permitir la existencia de lo social.
La política es entonces, no solo institucionalidad, es también idea, concepto, es portadora de una fuerza de naturaleza “imaginal” con la capacidad de darnos certidumbre y legitimidad, que con la política podemos construir: ya sean sociedades fundadas en la violencia legitima del Estado; en la guerra sagrada llevada de la mano de fundamentalismos; de vendettas étnicas y conflictos de expansión territorial, todas ellas fundadas de “una agresividad vivida y ejercida con conciencia y con toda buen fe”, dice Maffesoli.
Con todo, es también certeza y convicción del poder de la política, en el propósito de construir sociedades fundadas en la inclusión, cohesión y el bienestar, por medio de una buena gestión de las pasiones. También en la generación de condiciones, donde los anhelos y sentimientos de solidaridad se impongan a las lógicas del egoísmo y a la supremacía de lo individual.
No obstante, es justamente la existencia del conflicto que subyace por definición a la política, que la gestión de la razón a través de la política es también la posibilidad de conjurar la irracionalidad de las emociones y control del desenlace de los conflictos. En definitiva, no hay política sino se comparte un conjunto de supuestos que hagan vínculo afectivo y racional, entre los habitantes y el agregado de bienes materiales y simbólicos, que hacen que valga la pena la existencia en sociedad.
Sin embargo, lo que se nos presenta hoy como realidad política —en lo que refiere a la sociedad panameña, y que podríamos hacerla extensiva a muchas formaciones socioeconómicas— es la de una imagen radicalmente conflictiva de la política, a través de la mentira como concepto y como práctica. Eso no sería novedad, si no fuera porque la radicalización de la sociedad por la mentira está orientada a construir “falsas realidades”. Es la institucionalización y normalización de la mentira y la corrupción como disolventes del conflicto auténtico, y la imposición de las falsas soluciones. Son disparadores de procesos que acarrean la desnaturalización o negación de la política, en la medida en que impide la gestión racional y emocional de los conflictos, al instituir la mentira y su hermana la corrupción, como práctica dominante de construcción de lo social.
Lo cierto es que la mentira y la política son incompatibles en una sociedad de convivencia ciudadana. Desde esta consideración, la mentira se constituye en un obstáculo a la institucionalización democrática, porque socava desde sus cimientos un componente básico de la política como es la confianza, en su orientación primordial hacia el bien común. Confianza y bien común se constituyen en esfuerzo colectivo mediado por una institucionalidad fundada en la transparencia y la participación. Desde esta concepción, la mentira es incompatible con la institucionalidad democrática, en la medida en que desnaturaliza valores fundamentales de convivencia e instala la sospecha y el conflicto como rasgo dominante (Estrada Saavedra, M: 462)
La degradación de la política y lo político coloca en el escenario de las relaciones de poder institucionales y ciudadanas, un conjunto de personajes: el embaucador, el impostor, y el simulador, que hacen de la mentira la práctica que falsifica los anhelos de una convivencia orientada al bienestar colectivo.
El embaucador es ese personaje costumbrista que usa su intelecto y astucia para realizar tretas, engaños, apartándose de las reglas o normas de convivencia desafiando, en este caso, la cultura política sencilla fundada en la buena fe.
El impostor, es el que se hace pasar por otra persona. Este personaje engaña o miente presentando lo faso como verdadero. El impostor adopta una falsa identidad, es un timador que con su “técnica” construye una inauténtica condición personal o social en busca de un beneficio personal.
Por último, el simulador, que construye escenarios haciendo pasar situaciones como reales, no siéndolos. Vive de las anomalías de la sociedad, de la institucionalidad o de la política.
No obstante, el político embaucador y simulador tienen que ajustarse tácticamente, a un sentir, pensar y obrar de una sociedad y de una institucionalidad que normativamente asume formas de comportamiento y expectativas de conducta acorde con una organización de la política fundada en el respeto de la ciudadanía. Por eso un político corrupto “santificará” siempre a otro político corrupto, so pena de verse “desnudo” en el escenario de la llamada opinión pública.
Desde esta concepción, cuando designamos la política y lo político, nos referimos a aquellas concepciones y prácticas que expresan controversias y antagonismos sobre las formas de convivencia social; y que permiten mostrar, que tanto la sociedad como la institucionalidad político-jurídica que nos organizan, son el producto de relaciones de poder.
Por eso cuando enjuiciamos críticamente la mentira y la corrupción ejercida por impostores, simuladores y embaucadores de la política, estamos afirmando que estas prácticas culturales del submundo de la política atentan contra los fundamentos esenciales de la convivencia misma, ya que anulan u obstaculizan la realización de un conjunto de valores emancipatorios de la democracia como son los de la libertad, igualdad, pluralismo político ideológico y solidaridad social.
No hay política democrática sin lo político. La mentira es un disolvente de soluciones participativas. También la tecnificación de la política. La política pública sin lo político es el realismo del poder, que desde el autoritarismo ejerce un desprecio sistemático hacia la sociedad. Con todo, la gestión meramente tecnocrática despolitiza el ejercicio del poder en cuanto impone la mentira, ya que simula la desaparición de los conflictos y antagonismos sociales. Es la lógica de las famosas mesas técnicas tan de moda, que imponen la gestión y a la administración de las cosas, ocultando la relación social que hay detrás de cada conflicto. Volver a la política del bien común, humaniza la política con la verdad por delante.
Pensamiento Social (PESOC) está conformado por un grupo de profesionales de las Ciencias Sociales que, a través de sus aportes, buscan impulsar y satisfacer necesidades en el conocimiento de estas disciplinas.
Su propósito es presentar a la población temas de análisis sobre los principales problemas que la aquejan, y contribuir con las estrategias de programas de solución.