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- 30/06/2012 02:00
INDIA.. El cricket es la religión no oficial de la India. La frase no es un recurso literario: la he escuchado repetidas veces desde que llegué al país. Lo realmente interesante es saber por qué. Y la historia de cómo este juego se convirtió en lo único que une a los habitantes del país más diverso y complejo del mundo es simple.
Tradicionalmente, el deporte más popular de la India había sido el hockey sobre hierba. Pero en 1983 India se proclamó, contra todo pronóstico, campeona del mundo de cricket nada más y nada menos que en Inglaterra. ‘Ganar el mundial contra los británicos y otras excolonias como Australia fue un antes y un después para este país’, cuenta un vecino, ‘por primera vez nos sentimos los mejores del mundo en algo’. 36 años después de su independencia, el destino le envió a la India el cemento con el que unir sus bloques. Así, el juego que trajo gloria y orgullo a la identidad india se convirtió en el deporte rey. A Panamá, quizá, no le vendría mal una gran victoria para unir al país y sacarlo de su indolencia eterna. Desafortunadamente, desde que se fueron los gringos sólo tuvimos a Saladino y a Margarita Henríquez. No ha sido suficiente.
CAMINO AL ESTADIO
Para cualquier panameño el cricket es una rareza. Un día, cuando mi amigo Naím me llevó al taller de su paisano (sí, en Vista Hermosa) para sacar el revisado de mi carro, me encontré en medio de una apasionada discusión sobre la liga de cricket de Panamá. Y luego, hace poco más de un año, vi cómo un par de indios con los que estudiaba en Gales se pasaron todo el día viendo la final del mundial, y cómo se emborracharon, bailaron y gritaron cuando el partido terminó. La lengua materna de él era el maratí y la de ella el tamil. Él era jainista y ella hindú. Pero India era campeona del mundo por segunda vez, y nada más importaba. Sí, el cricket es la religión no oficial aquí.
El fin de semana que llegué a Chennai, la antigua Madrás sería el centro del universo: se jugaban los dos últimos partidos de la Indian Premier League (IPL). Los Chennai Super Kings (o CSK) se jugaban esa noche el paso a la final ante los Delhi Daredevils (DDD). Los quince minutos que nos tomó llegar al estadio a pie fueron una sucesión de sensaciones quizá sólo experimentables aquí, un poderoso diagnóstico de la India de hoy.
Chennai en mayo es un horno, y caminar sus calles, aún a las ocho de la noche, es como caminar dentro de una gigantesca rostizadora de pollos. La temperatura oscila entre los treinta y muchos y los cuarenta y pocos, y la humedad, alrededor del 40%, le da al calor intenso una dimensión nueva pero familiar para un panameño: la del sudor omnipresente. Aparte de esto, aquí la pobreza es bastante visible. A pocos metros de nuestro hotel hay gente flaca, sucia y harapienta, incluyendo niños, que viven en la calle. Muchos de ellos no tienen ni la fuerza para pedirte dinero. También hay motos, rickshaws y carros circulando sin ningún orden descifrable y con la mano en el pito.
Y luego están las multitudes que, como nosotros, se dirigen al estadio. Los hay jóvenes y viejos, mujeres, hombres y niños, y de distintas clases sociales. Llevan banderas y camisetas amarillas. Los locales son el equipo con más campeonatos —llevan dos al hilo— y en sus filas milita nada menos que Mahendra Singh Dhoni, semidiós local, heredero del dios indio del cricket Sachin Tendulkar, y capitán de la selección india campeona del mundo. Suyas son la mayoría de las camisetas, con el número siete, que llevan los fanáticos mientras esperan en la fila. Al fondo, las luces del estadio iluminan la noche con ese halo resplandeciente que sólo tienen los coliseos donde se fabrican nuestros sueños.
GL AMOUR Y POBREZA
El estadio M. A. Chidambaram se levanta en pleno Madrás como una flor de loto en un pantano. Es una muestra de lo que es la IPL en India. Nacida hace menos de 10 años como una mezcla de NBA, MLB, NFL y Champions League, la IPL es puro glamour. Dinero y glamour. Los mejores jugadores del país son vendidos y comprados por cifras estratosféricas entre los equipos —franquicia, que a su vez pertenecen a individuos multimillonarios, los rajás de la India moderna—. Dentro de los estadios, las animadoras —delgadas y rubias— bailan, sonríen y agitan sus pompones frente a la fanaticada. A pocos metros, las mascotas de ambos equipos saltan frenéticas. En cada instancia del partido, hay una secuencia audiovisual que hace a los fanáticos reaccionar al unísono. Es el sueño americano llevado al cricket.
La IPL es, cuando menos, polémica entre muchísimos intelectuales indios. Su dimensión económica, argumentan, no es más que una celebración de los estragos que la liberalización de la economía india ha traído al país. Pero hay una dimensión clave para entender la blasfemia que representa. El cricket mundial es un juego largo y repetitivo entre selecciones nacionales. Tan largo que en sus dos formas tradicionales los partidos oscilan entre uno y varios días. La IPL es una ruptura, no sólo por jugarse entre franquicias basadas en las ciudades más ricas del país, sino por el formato Twenty20, en el que los partidos son reducidos a cuatro horas.
Para muchos, el Twenty20 no es sólo una mentira —dicen que cualquiera puede destacar en él— sino que es una mentira dicha en nombre del espectáculo americanizado de una liga por y para el dinero. Es la sublimación del cáncer que está acabando con la sociedad india, la prostitución de la ilusión de millones de personas en pos de un inmenso show, orquestado y protagonizado por los privilegiados para enriquecerse a costa de las masas.
La caminata del hotel al estadio muestra un país en el que conviven una élite que intenta modelar un país glamuroso y perfecto para ellos y para el mundo, y un océano de pobreza infinita.
MANTENIENDO EL STATU QUO
No sé si los grandes equipos y las grandes estrellas deportivas deberían sentirse avergonzadas por las cifras que manejan cuando el mundo está como está. Nunca tuve una posición, pero tampoco vi jamás un contraste tan abismal entre élite y pueblo, entre dioses y mortales, como el que veo aquí.
Y sin embargo, el pueblo va a los estadios y es feliz. Tan feliz que, de la nada más absoluta, apareció un tipo con dos boletos y nos los regaló. ‘Mis amigos no van a venir, así que aquí tienen. ¡Disfruten!’.
El juego en sí es, ya lo dije, largo y repetitivo, aunque se entiende mucho mejor en vivo que por la tele. El cricket es por naturaleza un juego poco amigable para la caja tonta. La acción ocurre en una pequeña franja en el centro de un campo enorme, lo que acarrea dificultades técnicas considerables. En las dos horas y pico que cada equipo permanece bateando y anotando carreras (sólo hay dos bases), las emociones se disparan cuando el lanzador golpea uno de los postes que hay detrás del bateador, cuando un jardinero, sin manilla, atrapa la pelota en el aire —ambas cosas llamadas wicket— o cuando el bateador anota un cuadrangular (la pelota puede salir en cualquier dirección), lo que equivale a seis carreras. Al sólo haber una entrada, la parte baja de la misma es la carrera contra los outs —overs en cricket y ‘‘sólo’’ veinte en el formato Twenty20— del equipo al bate, que intenta superar las carreras anotadas anteriormente por su rival.
Como el resto del mundo, desconozco qué les emociona tanto de este deporte dinosáurico. Pero sé que fueron varias horas de ilusión, 360 minutos de fantasía en medio de la durísima realidad. Porque de eso se trata. Los largos partidos son escapes de la realidad, periodos de desconexión mental, de olvido necesario, que permiten a un tercio de los pobres del planeta seguir viviendo un día más.
La riqueza y el glamour del espectáculo indio, sea deportivo o artístico, encierran las llaves de la caja de Pandora: un espectáculo superlativo, que produce una ilusión que las masas pagan carísima, con inacción.
Así se perpetúa el statu quo. Es el ciclo adictivo perfecto, del que resulta la ecuación simple y mortal que describe el comportamiento de esta sociedad: a mayor pobreza, mayor glamour.
A medida que aumenta el abismo entre la élite y las masas indias, así aumenta la extravagancia y el lujo de Bollywood y nacen inventos como la IPL. No hay alternativa: el sistema se vendría abajo si el pueblo descubriera que sus ídolos son simples mortales.
Al final, los CSK ganaron por paliza. Dos días después perdieron la final en su propio estadio contra los Kolkata Knight Riders (KKR). Mientras miles de fanáticos regresaban a casa cabizbajos, Shahrukh Khan, ídolo de Bollywood y dueño de los KKR, saltaba alegre y sudoroso por el campo. Y no era para menos: el capricho que sólo le costó 75 millones de dólares había cosechado su primer campeonato.