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- 04/07/2021 00:00
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La constitución escrita o formal, como concuerdan reputados autores, es la expresión del conjunto de normas y valores, necesario y conveniente para el propósito de que los habitantes de un Estado convivan armónicamente, habida cuenta de los distintos y hasta contradictorios intereses de la población, y considerando los factores reales de poder como son los intereses de los ciudadanos, de las creencias religiosas, del capital, de las fuerzas armadas y de la comunidad internacional, particularmente en un país como Panamá en que se manifiestan y convergen con energía, dadas las repercusiones que en otras naciones puede tener lo que aquí hagamos. No en vano nuestro escudo lleva el lema “Pro Mundi Beneficio”.
Esa constitución formal y escrita se consulta cuando se requieren luces para decidir sobre los temas de mayor importancia, pues la constitución material, la no escrita, la que anida en el alma del pueblo y que sin estar escrita recoge su sentir, su voluntad y aspiraciones, es difícil identificarla claramente. Son muchos sus integrantes, muchos los intérpretes y en momentos como ahora, muy poca la confianza en ellos.
Nuestra Constitución formal, la escrita, que nos fue dada en 1972 en un gobierno caudillista, incluso con las modificaciones que ha tenido desde entonces, algunas de ellas trascendentales, no refleja ya esa convicción del pueblo panameño de que sea la necesaria y conveniente para lograr nuestras metas. Desde su última aprobación, junto con sus reformas, ha comprobado que en algunos puntos no nos sirve; aún más, nos lleva en el sentido contrario al bienestar que buscamos y propicia encuentros y distanciamientos inaceptables y disruptivos.
Tenemos que actualizarla o, mientras esa constitución formal y escrita no represente el sentir del pueblo panameño, estaremos condenados al conflicto entre avanzar y retroceder. No importa que haya o no inversiones ni listas negras o rosas, más ni menos corrupción, pactos o diálogos; nosotros los panameños, no los inversionistas foráneos, no tenemos ya claro para desenvolvernos con orden y armonía, qué normas acatar y cuáles no, ni cómo integrar esas instituciones donde las debilidades y fragilidades son de gravedad.
Nada peor para una sociedad que no tener un referente claro de conducta legítima aceptable y compartida, pues es una invitación a la anarquía y al caos. Tampoco las inversiones llegan si la propia nación y su pueblo no tienen claro cómo y cuándo resolverán sus divergencias, cuando estas pueden llevar a un clima de inestabilidad, como ocurre reiteradamente en nuestro entorno. De aquí que revisar nuestro pacto social, al decir de los contractualistas, sea un imperativo impostergable.
Cuando la estructura del edificio no soporta ya el peso de lo que lleva encima, es el momento de hacer ajustes, eso nos lo dice la experiencia. La naturaleza misma constantemente reemplaza y reconstruye. No es necesario demoler ni sacrificar cuando la voluntad es constructiva, restauradora, y mira con optimismo el futuro. Los artesanos somos todos para remodelar nuestra organización política.
Importante que el pueblo no vaya a delegar ni en el Ejecutivo ni en el Judicial ni mucho menos en el Legislativo, sus facultades de constituyente originario, como bien afirman tratadistas de la talla de Sieyes. Para ello, bien puede elegir representantes suyos que trabajen estrictamente en la elaboración de un texto, ya sea integral o de solo algunas partes —para eso es constituyente primario— que finalmente sea sometido al soberano, el pueblo, en uno o más bloques, como pueda convenir para avanzar, aun si algunos temas fueran de dudosa aceptación, de modo que no se impida la aprobación de los que sí encuentran el deseado consenso.
El sombrero o etiqueta que el constituyente originario se ponga para ejercer su facultad, llamándose a sí mismo, fundamental, originario, primario, paralelo o definitivo es su potestad y nada resta a lo que elabore, acuerde y finalmente apruebe.
En los últimos 250 años no se había acuñado el término “constituyente paralela”, igual que tampoco hace 280 años se usaba el término “constitución” para identificar la ley fundamental de un Estado, de los derechos y deberes de sus ciudadanos y autoridades, y de su estructura e instituciones; y es que, en el mundo, mucho es lo que se ha evolucionado, y mucho más lo que está por evolucionar.
Los representantes del soberano han de ser quienes el pueblo elija, sin importar más que la condición de ser panameño con derecho a votar. De hecho, este no debería ser un ejercicio que dependa de postulaciones por partidos políticos, pues estos no son el soberano; sin embargo, cabe admitir que quienes están inscritos en partidos políticos, tienen también derecho a voto, aunque no por ser miembros de partido político alguno, sino por ser parte del pueblo soberano.
Para abonar a la confianza que debe merecer un ejercicio de la magnitud y trascendencia de elegir constituyentes, que los panameños no hemos hecho desde 1945, bien haría el Tribunal Electoral en circular y hasta consultar desde ahora, las normas que vayan a regir para la postulación y elección de los constituyentes, de modo que nadie sienta que pudo haber sido atrapado en una maniobra manipuladora en sentido alguno. Las suspicacias las llevamos a flor de piel.
La forma de elegir está prevista en la Constitución actual escrita que también podemos cambiar: 60 representantes del pueblo postulados por partidos y libremente, elegidos por provincia o comarca en proporción a la población de cada una en el total del país. Las posibilidades de prácticas clientelistas serán mucho más remotas que aquellas a las que nos tienen acostumbrados los candidatos a diputados que son elegidos por circuitos, mucho más pequeños que las provincias.
Por último, tengo una buena noticia. Hecha una verificación detallada de los tiempos que tenemos por delante para que la nueva constitución o sus reformas, pueda estar lista, respetando los términos previstos en el actual artículo 314, concluyo que, puesto que el último de los grupos autorizados para obtener firmas comenzó su tarea el 15 de junio de 2021, todo el proceso, considerando los períodos más largos en cada una de las etapas, debe estar concluido para el 15 de diciembre de 2023, y puede estar antes, si antes se consiguen las firmas necesarias.
Lo maravilloso de esto es que las nuevas autoridades que elegiríamos en 2024, proceso electoral que comienza el 5 de febrero de ese año, en consonancia con el artículo 283 del Código Electoral serían elegidas con arreglo a la nueva constitución de haber sido ya aprobada. Parece ser la fórmula más fluida y con menos sobresaltos para re-entendernos.
El autor es abogado y exmagistrado del Tribunal Electoral