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- 13/11/2011 01:00
PANAMÁ.. ‘¡Quiero a mi marido, coño!’, grita China Negra desde la calle Alejandro Duque, con un short caliente, meneo de caderas y el pelo duro, mientras dirige la mirada hacia una de las barracas de Cabo Verde, un lugar deteriorado donde el limo carcome las paredes perforadas por las balas y las aguas negras y la basura se estancan en el patio.
El mal olor, la precariedad y la suciedad no le importan a China Negra ahora. Lo único que quiere es que las autoridades le devuelvan a su hombre, que lleva un mes detenido en La Joya por un allanamiento que hizo la Policía Nacional (PN) en el lugar el 13 de octubre, un mes atrás. Esa madrugada, además, se llevaron a otros 55 hombres (esposos, hermanos, hijos).
Por eso China Negra está aquí con unas 14 mujeres más. Cerraron la Alejandro Duque para protestar y prometen seguir con las vigilias para pedir que liberen a los suyos.
Todas están indignadas. Se cansaron de que en este punto de la ciudad paguen justos por pecadores, inocentes por culpables. Que la policía venga a requisar el gueto en busca de droga y en lugar de eso se lleven, así como si nada, a hombres que llevan todos los días la comida al plato de la mesa de sus hogares. Por eso resisten y reclaman en vigilias y hasta acudieron a la Presidencia de la República. Por eso se entrevistaron con el alcalde Bosco Ricardo Vallarino y con el representante.
Nadie responde cómo y por qué en un país democrático la policía entra en una casa y, sin encontrar ni una evidencia que justifique el arresto, se llevan preso a alguien, a muchos. ¿Cómo funciona la Justicia panameña? ¿Por qué la estructura permite esos atajos?
Pero pasó un mes y nada. Sus esposos e hijos tenían un trabajo y lo perdieron, dicen. ‘Nos mantenemos orando porque se los han llevado injustamente. Estamos desesperadas’, protesta la guapa Mily.
LA VISITA
El fin de semana después de que les arrancaron a sus hombres, las mujeres esperaron a La Estrella en una esquina de la barraca , bajo la sombra de un árbol de almendro, en unas bancas de cemento, en un área mojada por el daño de una tubería. Son las 12 del mediodía y desde las oscuras y pequeñas ventanas de los edificios nos observan. ‘Tranquilo, que aquí no te va a pasar nada’, me jura Mily, que no acostumbra a escoltar a nadie. Es la reina del lugar y se ha ganado el respeto de su gente.
Ahora los ojos apuntan al fotógrafo. Cuando dije ‘soy periodista’ se desató el desahogo de las madres e inmediatamente llamaron a otras mujeres para que también bajen, cuenten y descarguen.
La ‘Chomba’, una corpulenta morena, trajo un guisado de patitas de gallina para la espera. ‘Esto es lo que comemos —dice—. Esta es la comida de los pobres, pero está suculenta’, y lanza un bocado y me ofrece un poco del manjar. Qué otra cosa va a comer, se pregunta, y responde: ‘Chuzo, mi hijo está preso, él se gana la plata limpiando autos cerca de las barracas’.
Más mujeres llegan. La única advertencia que hacen es no revelar los nombres de algunas por temor a represalias contra sus hijos y maridos. Se sienten indefensas, por eso prefieren que las reconozcan por sus apodos.
Viven mal. Porque la plata no les alcanza y hay días que no tienen ni un cuara, porque la policía abusa y porque la sociedad los señala como delincuentes por el solo hecho de vivir aquí. Y viven con el miedo ahí, al lado: frente a ellas está la pandilla de Curundú, los conocidos ‘Matar o Morir’ (MOM), que invaden su terreno y son la principal amenaza de los lugareños.
De eso hablan Chomba, Mily, China y otras que van llegando hasta este rincón de Cabo Verde, un punto de la ciudad que nació como una de las tantas barriadas marginales, a consecuencia del proceso de urbanización descontrolado que afectó a la mayoría de las urbes latinoamericanas a partir de los años 60. Esto era parte del llamado ‘Sector 24’ del corregimiento de Calidonia y fue construido con el fin de dar soluciones de viviendas. Hoy, aunque el nombre no lo encierra, para la mayoría de los que viven extramuros este rincón es negro. Así lo sienten estas mujeres.
EN LA HORA ROJA
La escena que desencadenó la lucha la reconstruyen así: eran las 3:00 de la madrugada y la bulla de las sirenas de los carros patrulla despertó a la gente que dormía en las barracas. La policía allanó, tocó puertas, llamó a la gente e ingresó a las viviendas de estas personas. Testigos ocultos denunciaron que pandilleros de Cabo Verde guardaban armas y drogas en sus casas.
Kori, de semblante desgastado por el trabajo, dice que no es la primera vez que vive estas experiencias. Está acostumbrada pero lo que vivió esa madrugada fue una pesadilla que le recordó los tiempos de la vieja guardia: ‘Nos sacaron a todos, se llevaron a personas inocentes que no tienen nada que ver con el asunto’, gritó desde un balcón una persona que no quiso bajar.
‘A mi marido y a mi hermano casi les pegan porque se negaron a salir del cuarto. Se los llevaron a pesar de que no encontraron nada y ahora estoy sola’, dijo ‘La Chola’, de muslo grueso y sonrisa pareja. Ella tiene un bebé recién nacido.
Entré a recorrer los multifamiliares por dentro. Una embarazada en pantalón corto salió de un cuarto con dos niños. ‘Detuvieron a su marido, ahora no tiene quién la mantenga’ , dijo ‘Kori’ mientras iba a buscar a más que contaran detalles de esa noche negra. ‘Apresaron a mi hija’, indicó. Según la denuncia de los testigos ocultos, su hija ‘Rosita’ es una pandillera. ‘Eso es falso’, afirmó la madre con molestia. ‘Mily’ no justifica lo ocurrido: ‘Esas no eran horas para que la ‘poli’ entrara como si fuera su casa’.
‘El que no la debe no la teme, y aquí la mayoría de la gente es tranquila y nunca nos hemos resistido a la requisa. Lo que hicieron fue una falta de respeto y destruyeron algunas pertenencias’, agrega.
ENTRAÑAS DEL BARRIO
‘Zonzos de calor y noche, pasan cuartos, cuartos... cuartos... Cuartos de la gente pobre...’, esta estrofa de la poesía ‘Cuartos’, de Demetrio Herrera Sevillano, es la radiografía exacta de las viviendas del lugar. Cuartos pequeños, algunos con escaleras de madera y con más de seis personas viviendo apretadas. Alrededor de 904 personas habitan en Cabo Verde. Según el último Censo de Población y Vivienda del Instituto Nacional de Estadísticas de la Contraloría de la República, hay 444 hombres y 460 mujeres. La población de desocupados es del 40 por ciento.
Mientras una niña jugaba béisbol con su amiguito, el ritmo de la salsa sensual tomó más volumen. Apareció un joven tatuado al que le incomodó nuestra presencia.
—¡Ey, ‘Chola’, qué hacen aquí!— gritó.
—Tranquilo fren, que ellos son de La Estrella y vienen a hablar con las mujeres— respondió ‘Mily’.
‘La gente se despierta tarde, por eso no verán muchas personas a esta hora’ , dijo la guapa.
Una chica de cara rústica se pasea con una cerveza en la mano. Se refresca del inclemente sol cuyos rayos apenas logran atravesar entre las endijas del techado del edificio.
Las madres siguen con su desahogo. ‘La Policía no nos ha dado respuestas, no nos dicen cuándo los van soltar’, insistió ‘Eli’, la más joven del área.
En la copia de la orden de allanamiento aparecen como denunciantes miembros de la PN.
En la parte de atrás de los edificios, perforaciones hechas por las balas dejan cicatrices. Las personas han optado por colocar ventanas de acero para evitar que las balas traspasen a sus cuartos.
‘Tengo más de 32 años de vivir aquí y nunca he sentido peligro’, indicó ‘Chicho’, un señor de barriga pronunciada. ‘Chicho’ cree que en su barrio hay gente buena y otros que no son santitos, como en todos lados, como en cada rincón de la ciudad. Él respalda a las mujeres que piden a gritos ver entrar a sus hombres a Cabo Verde, el lugar que aman y que los deja así, desamparados.