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- 27/03/2020 04:00
El vecino que vive en el estacionamiento
Es alto, delgado, negro, supera los cincuenta años, viste de zapatos y pantalón de tela con camisas. Siempre me saluda con un “hola” y desde que vivo en el área bancaria de la ciudad de Panamá es mi vecino. Solo lo veo de noche —y en raras ocasiones durante el día—, cuando llega a su casa, que es un pedazo de un estacionamiento de un edificio sin oficinas, y allí arma con ropa y pertenencias, una cama, una almohada, y un hogar.
Somos amigos desde el primer día. Siempre que voy a la tienda del chino y compro frutas y me lo encuentro en su habitación al aire libre le ofrezco algo, lo mismo sucede si pido una pizza y coincide el empresario motorizado que me trae la comida con su llegada. Lo he acompañado con cervezas, con cigarros, lo he visto con una radio celebrando algo que jamás sabré, lo he escuchado gritar en las madrugadas y negociar con los administradores de los edificios vecinos para que le dejen vivir en el garaje, porque es un tipo que se porta muy bien y “espanta” a los asaltantes. A veces lo veo en la fila de la farmacia comprando, como nosotros, alimentos sin nutrientes. Luego caminamos juntos, él marcha a su estacionamiento y yo subo al apartamento.
Creo que es vigilante de autos informal y jamás habla de su familia. Una vez me dijo que estaba bien vivir solo. También sé que es cristiano, que duerme puntualmente, que se levanta primero que todos, que no deja nada sucio en el pedazo de cemento y que tiene una relación cordial con algunos vecinos, no solo conmigo.
No es la primera persona, por supuesto, que conozco que no tiene un hogar con paredes. Conozco montones en todo Panamá. Hay familias enteras que comparten puentes, edificios en ruinas, basureros. Hace unos años conocí a un pequeño narco que tenía a sus trabajadores, todos hombres, muy adictos, que le ayudaban a cuidarlo, viviendo en unas jaulas, como las que hacen a los perros, a orillas de una calle.
De todas aquellas personas que no tienen hogar, mi vecino es el que más conozco. Anoche lo topé nuevamente. El COVID-19 para ese momento se reproducía como un conejo en la ciudad de Panamá, y en todo el mundo, y se destinaban miles de millones de dólares para su contención.
Fue un encuentro breve y le pregunté que cómo estaba, porque no había escuchado ninguna noticia sobre cuidar al prójimo que le beneficiara, porque aquello de quedarte en tu hogar no aplica para él, ni para otros como él, porque “quédate en tu casa”, esa instrucción incuestionable que se emite desde el Gobierno hacia todos los rincones del país niega una realidad bastante obvia: que no todos tienen hogar y que están a merced siempre de todos los males, no solo del coronavirus.
Mi vecino, que muy pocas veces me mira a los ojos, levantó su rostro y me dijo “que todo estaba bien, que él, por suerte, no tiene contacto con nadie”. Seguido subí al apartamento y minutos después en mi habitación lo escuché gritar “déjame tranquilo/déjame tranquilo” contra nadie, contra su pared —tal vez contra un pasado—, como en otras noches.