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Los humanos somos parasitarios y antisociales porque dentro de nosotros existen dos fuerzas opuestas que interactúan constantemente, bien para alentar nuestra buena voluntad o al contrario para subyugarla.
La primera de estas reciedumbres es la virtud ética que con sus bondades y benevolencia nos guía a hacer el bien; la segunda, al contrario, es una debilidad siendo el vicio degradador que con su rencorosa saña nos alienta a hacer el mal, aunque no debemos ignorar que estas dos fuerzas son almas gemelas de excepción que tan solo varían en nuestro devenir con la sutileza del instante, porque así de breve y variable puede ser su existencia en el tiempo y espacio.
Pero nuestra imaginación personal tiende a minimizar o maximizar el impacto positivo o negativo de estas dos fuerzas sobre los humanos y a percibirla como disonancias o consonancias temporales o permanentes, por la índole de los sentimientos éticos que estas puedan despertar.
Así vemos que el valor social de la virtud, como género de lo bueno, es parte y cómplice de los juicios morales que la determinan, al ser producto de ese esfuerzo individual que nos forma moralmente como personas.
Somos los humanos, a través de individuos excepcionales, los que acomodamos nuestra moralidad y los que disponemos de la evolución de esas virtudes al compás de nuestros sentimientos éticos colectivos.
Históricamente, siempre han coexistido las virtudes y los prejuicios como factores que cambian nuestros valores, en el transcurso del tiempo y sus circunstancias, siendo estas a veces “virtudes” que después se transforman en “prejuicios” y viceversa, sin perder su resonancia.
Por eso, los vicios y virtudes crean una tensión inevitable entre sí, dado que estos dependen del concepto de perfección y excelencia prevaleciente en la jerarquía moral existente en cada época y lugar, sin olvidar que según Johann Friedrich Herbart (1776-1841) fundador de la pedagogía, “dado” significa todo conocimiento impuesto o de referencia forzosa, quien además definió la filosofía como la elaboración de conceptos.
Curiosamente, hay una profunda diversidad de virtudes que en el fondo se centran en las desigualdades de los seres humanos, manifestándose en una decidida preferencia por el bien común, desde sus comienzos metafísicos.
De hecho, el concepto de virtud en la antigua Grecia significaba la excelencia de una cosa con un fin propio, formando parte esencial de su filosofía moral y de su ética de las virtudes.
Aristóteles, el teórico por antonomasia de las virtudes, en sus escritos sobre ética las divide en “virtudes morales” (la fortaleza, la templanza y la justicia) y “virtudes intelectuales” (prudencia y sabiduría) si bien los diálogos platónicos ya las consideraban necesarias para constituir la personalidad humana.
Pero, ¿cómo se reconoce la virtud?
Para Aristóteles la virtud consistía en ser el término medio entre el exceso y el defecto, capacitándonos a saber elegir con prudencia que acciones son adecuadas o no para ciertos fines o comportamientos sociales.
Esta virtud de la moderación aristotélica es uno de los principales cimientos del carácter moral del individuo antiguo y moderno, cuyo objetivo final no es otro que hacer el bien en su comunidad, concepto muy ligado también a la filosofía estoica al ser esta disposición su columna vertebral.
En este sentido, la virtud conjuga los valores humanos universales con los cuales regulamos nuestras acciones sociales y el respeto que le debemos a nuestro prójimo, clave de una vida feliz y equilibrada.
Allí radica su valor social.