Ciclistas, atletas, patinadores y paseantes de la capital colombiana tienen una cita infaltable desde hace 50 años: la ciclovía de los domingos y festivos,...
El control del consumo eléctrico y del acceso a los recursos hídricos se ha convertido en una herramienta de poder utilizada por las naciones más desarrolladas para perpetuar la dependencia y explotación de los países menos favorecidos. En un mundo donde la electricidad es esencial para el desarrollo, aquellos que dominan su producción y distribución no solo determinan el crecimiento de las naciones, sino que también impactan directamente en la calidad de vida de millones de personas.
El costo excesivo y explotador de la electricidad para el consumidor final en muchas regiones es una de las consecuencias más palpables de este monopolio. A pesar de que los recursos naturales necesarios para la generación eléctrica suelen estar presentes en abundancia en los países en desarrollo, las condiciones impuestas por empresas extranjeras y acuerdos comerciales desiguales resultan en tarifas eléctricas desproporcionadas que estrangulan las economías locales. Los habitantes de estas naciones, en su mayoría con ingresos bajos, se ven obligados a destinar una parte significativa de sus ingresos al pago de un servicio que, paradójicamente, debería estar al alcance de todos.
El acceso a la electricidad no solo se encarece debido a la infraestructura foránea, sino también por la dependencia tecnológica que estas naciones han desarrollado. La falta de inversión en desarrollo e innovación local obliga a los países a adquirir equipos, tecnologías y conocimientos a precios inflados, lo que a su vez se traduce en tarifas que resultan prohibitivas para el consumidor final. Esta dinámica crea un ciclo de endeudamiento y pobreza energética, donde la población no puede acceder a un servicio básico, y el país se ve atrapado en una trampa de dependencia y explotación.
El agua, recurso fundamental para la generación hidroeléctrica, también es objeto de acaparamiento y control por parte de estas potencias. En muchas regiones, grandes proyectos hidroeléctricos son construidos con capital extranjero, y aunque prometen beneficios económicos, la realidad es que las comunidades locales no solo sufren desplazamientos y daños ambientales, sino que también deben enfrentar el aumento de tarifas para un recurso que les pertenece por derecho natural. La energía generada se exporta o se vende a precios exorbitantes, mientras que las poblaciones locales apenas pueden costearla.
Esta situación crea una paradoja: los países ricos en recursos naturales, pero pobres en infraestructura autónoma, se convierten en prisioneros económicos de su propia riqueza. El monopolio del consumo eléctrico y del agua se manifiesta así no solo como un control sobre los recursos, sino también como un sistema que perpetúa la desigualdad y limita el acceso a servicios básicos a las capas más vulnerables de la sociedad. La energía, que debería ser un motor de progreso, se convierte en una carga para quienes no pueden pagarla, afectando la productividad, la educación y la calidad de vida.
Para romper con este ciclo de explotación, es crucial que los países en desarrollo adopten políticas que prioricen la inversión en infraestructuras locales y el desarrollo de tecnologías propias. La diversificación de las fuentes de energía, el fortalecimiento de la regulación estatal y la renegociación de contratos leoninos son pasos fundamentales para reducir el costo de la electricidad y garantizar que los beneficios de estos recursos naturales se queden en casa. Asimismo, es esencial que se promueva una mayor cooperación regional para compartir tecnologías y recursos, disminuyendo la dependencia de actores externos que solo buscan maximizar sus ganancias a expensas del bienestar local.
El acceso a la electricidad y al agua no debe ser un lujo ni un medio de explotación. Debe ser un derecho fundamental, gestionado de manera justa y equitativa, para que todos puedan disfrutar de sus beneficios sin sufrir el peso de tarifas abusivas. Es imperativo que se reconozca y se aborde el impacto de estas prácticas explotadoras para garantizar un futuro donde la energía esté al servicio de la humanidad y no de los intereses económicos de unos pocos.