Este viernes 20 de diciembre se conmemoran los 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Hasta la fecha se ignora el número exacto de víctimas,...
- 20/07/2024 23:00
Rompamos el vínculo entre la corrupción y la justicia
La creencia de que “un acto ilegal es un acto inmoral” es una perspectiva que puede sonar justa; no obstante, le hace un gran daño a nuestra sociedad. Para comprender esta disyuntiva, es esencial destacar que la moralidad de un acto no se basa en obedecer las normas.
La moral se refiere a las acciones de las personas en relación con el bien y el mal desde una perspectiva individual y, sobre todo, colectiva. Las normas, por su lado, son reglas que guían el comportamiento y pueden incluir leyes y códigos de conducta. Las normas pueden ser compartidas por un grupo, pero rechazadas por otro, y algunas están relacionadas con la moral, mientras que otras no.
Esta dualidad entre normas y moralidad puede convertirse en una fuente de injusticias cuando una norma entra en conflicto con lo moralmente correcto. Un ejemplo claro de esto lo encontramos en las normas contra el pago de sobornos a funcionarios. Obedecer los procesos gubernamentales puede clasificarse como una manera justa de impartir justicia, por lo que sobornar a un funcionario para alterar el proceso va en contra de la norma y es moralmente incorrecto. Sin embargo, el conflicto surge cuando el proceso gubernamental es injusto y privilegia injustamente a ciertos grupos a expensas de otros. En dicha situación, la relación entre la norma (no sobornar) y su implicación moral (perder los derechos) se torna conflictiva.
En muchos países, la necesidad de superar procesos gubernamentales abusivos crea un incentivo para involucrarse en prácticas tales como el soborno como una forma de proteger los derechos e intereses propios. Aunque estas prácticas infringen las normas convencionales, restablecen cierto nivel de derecho personal, como el derecho a obtener un permiso merecido.
Otro ejemplo se encuentra en la conducta de los funcionarios que desean realizar su trabajo de manera honesta, sin embargo obedecen las órdenes arbitrarias de sus jefes políticos. Estos se ven obligados a elegir entre seguir la norma (actuar imparcialmente) o sufrir represalias, como perder sus empleos o arriesgar los de sus familiares. Pocos funcionarios pueden garantizar el sustento económico de sus familias si se enfrentan a los políticos; además, simplemente serán sustituidos. En resumen, hay circunstancias determinables en las que aplicar ciertas normas lleva a un resultado injusto. Por ende, las normas y la moral no son equivalentes.
Resulta difícil concebir que una sociedad pueda hacerle frente a la corrupción endémica cuando sus miembros toleran y participan en conductas de interés personal como el soborno y el clientelismo. No obstante, debido a la injusticia gubernamental que prevalece en países donde los políticos ostentan un poder desmedido, actos como el cohecho, con todos sus perjuicios para la comunidad, a menudo se convierten en la única opción para aquellos que buscan recuperar algo de justicia, bienestar y derechos.
Si bien promover valores cívicos y otras normas es esencial, fracasa como solución. La razón es que no se considera el entorno político, en el que cumplir ciertas normas entra en conflicto con la moralidad y conduce a resultados personalmente injustos. En este ambiente, las campañas que fomentan valores y otras normas pueden concienciar a la población de las infracciones que se ve obligada a cometer, pero no modifican su necesidad o derecho de obtener “justicia”. Además, cuando alguien se encuentra en la encrucijada de elegir entre preservar sus derechos personales o cumplir con una norma, esto le brinda una justificación, al menos en su mente, para desobedecerla.
En este contexto, sugerir la mejora del carácter moral al inculcarle valores a la población victimizada es tratar el síntoma. Proponer la mejora del entorno mediante cambios en la estructura gubernamental aborda la causa.