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- 25/03/2022 00:00
Reflexiones sobre dos hitos en mi quehacer literario
A medida que uno envejece se nos van acumulando en el alma un bagaje de recuerdos provenientes de sucesos y experiencias, pero también de sugestivas y a veces temerarias imaginaciones. Como resultado, algunas personas con genuina vocación de artistas producen diverso tipo de obras (pinturas, esculturas, composiciones musicales, textos literarios, fotografías, objetos de varia invención), que sin ser necesariamente “obras maestras” (¿quién decide tal cosa?) constituyen un valioso aporte, si no a la cultura, al menos a la propia satisfacción, que en estos tiempos tan tensos no es poca cosa.
Por lo general, la creación de tales obras son una gran ayuda para sonreír, incluso para respirar mejor. Los que han logrado vivir esa otra vida creativa que mucho tiene de gozosa artesanía espiritual saben de lo que hablo. En más de un sentido es como volver a nacer. Pero también la reflexión, con tono ensayístico, es una manera de canalizar los recuerdos. Hoy quiero hacer dos reflexiones sobre mi quehacer literario. Comienzo diciendo que, habiendo escrito uno de mis más reconocidos libros de cuentos (“Duplicaciones”, 1973) mientras estaba becado en México en un taller literario durante once meses durante 1971, bajo la tutela de los maestros Juan Rulfo y Salvador Elizondo, difícilmente podría yo dudar de la utilidad de los talleres literarios cuando uno se está formando como escritor. Siempre y cuando, claro, haya genuina sabiduría de parte del conductor, quien por supuesto debe ser un escritor acreditado y ampliamente fogueado, y mucha disciplina férrea por parte de los participantes.
En las discusiones que surjan del examen de los materiales creados en ejercicios propuestos en el seno del taller, tanto los problemas de fondo como los de orden formal deben ser escrutados del modo más profundo posible, y en lo posible todos deben participar. Ese cruce de ideas es fundamental. En ese sentido, y por haber sido parte de aquel taller mexicano, creo saber lo suficiente sobre técnicas narrativas (véase mi libro: “Modus Operandi: Escribir sobre Escribir” (2021), como para llevar más de 30 años impartiendo talleres en México, los Estados Unidos y especialmente en Panamá.
Sin embargo, confieso que las dos técnicas que más me cuesta utilizar con éxito en mis propios cuentos son el monólogo interior y los diálogos. Curiosamente, implican situaciones contrarias: por un lado, el monólogo interior o fluir de la consciencia pretende adentrarse en los pensamientos, emociones y recuerdos de los personajes, ya sea desde una omnisciencia redactada en tercera persona gramatical, o desde las limitaciones de un personaje que mirando dentro de sí recupera memorias y las mezcla con pensamiento como una manera de sentirse vivo en determinados momentos de la existencia. El gran maestro de esta forma de escribir fue el irlandés James Joyce (1882-1941), en su obra “Ulyses” (1922).
Por el otro lado, los diálogos no son más que fragmentos selectos de conversaciones externas que se van alternando entre dos o más personajes. A su vez son, a su modo, un fluido intercambio de anécdotas y de modos de vivir la realidad que uno a otro personaje se relatan, y que suelen reflejar actitudes y sentimientos no solo por lo que se dice o se deja de decir, sino también según el tono de la expresión y el vocabulario usado en la conversa.
Otro recuerdo que me gustaría compartir, y del que he hablado poco, es el siguiente: si en la lejana década de los sesentas del siglo pasado Rogelio Sinán (1902-1994) no hubiera sido Director Nacional de Cultura y Publicaciones del Ministerio de Educación, entidad que en aquella época patrocinaba el Concurso Nacional de Literatura “Ricardo Miró”, y habiendo yo obtenido el año anterior una Mención Honorífica en dicho certamen por “Catalepsia” (1965), mi primer libro de cuentos, tal vez hoy no sería el escritor que soy, ya que fue Sinán quien revisó y me dio consejos para mejorar la calidad de aquella obra primeriza, puesto que una de sus responsabilidades era, precisamente, la de ser editor de los libros premiados en aquel concurso.
Como es sabido, la vida da muchas vueltas. Pasando el tiempo yo sería editor de tres libros de Sinán desde la administración de diversos sellos editoriales: “Homenaje a Rogelio Sinán” (Editorial Signos, México,1982), “El candelabro de los malos ofidios y otros cuentos” (Editorial Signos, Panamá, 1982) y “Poesía completa de Rogelio Sinán” (UTP, Panamá, 2000).
He seguido ejerciendo con entusiasmo ese maravilloso oficio de escritor, pero también me he enfocado en descubrir nuevos talentos panameños para darlos a conocer como editor. Ya son más de 160 autores nacionales a quienes he tenido la satisfacción de publicarle sus libros entre 1982 en México y 2022 en Panamá (40 años), sobre todo en el género que me es más afín: el cuento. Los dos más recientes, recién salidos de la imprenta, son a mi juicio libros estupendos: “El temblor”, de una de nuestras más jóvenes narradoras, Nicolle Alzamora Candanedo (1992); así como “Ella pasa a mi lado”, de Félix Armando Quirós Tejeira (1959), uno de los más talentosos cuentistas panameños de finales del Siglo XX.