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- 16/12/2012 01:00
Qué protocolo ni qué ‘protoloco’
A él esa mañana del 2 de noviembre le recogen el vestido del protocolo que tiró con fuerza al piso emberracado, porque no es hombre de saco y corbata.
A él mismo le escuchan entonces con el más fervoroso temor de los vasallos la gente del ‘protoloco’, con los brazos flácidos a cada lado del cuerpo, aguantándose la sonora mandada para la mierda consecuente con el atrevimiento en decirle que debe cumplir con el protocolo.
A él mismo esas ratas recién insultadas le aplauden y corren a decirle al resto de la plaga que la vaina no es con saco negro ni corbata gris, como ha sido costumbre por 108 años de vida republicana y de país civilizado, sino con camisilla de guardaespaldas y lentes oscuros.
A él le dan las gracias los áulicos por abrirle la puerta y permitir susurrarle que llegaron los del Consejo para acompañarlo en romería hacia el cementerio por ser Día de los Difuntos. A él lo llevan custodiado soldados y gente de civil, pero con corte de guardia y mirada de sapo, como si alguien quisiera romper filas para darle un beso a un desquiciado con una nariz que parece un gancho de coger recibos.
A él solo se le ocurre saludar como un trastornado a las botellas de su partido que las ratas grandes obligaron a estar en la acera desde temprano para vitorearlo a su paso, al mejor estilo de la Casa Rusia de Jean Le Carré.
A él le recuerdan y le vuelven a recordar, a cada paso y cada vez que pueden, que no tendrá que hablar paja en el cementerio, porque eso le toca al tipo que él mismo escogió. A él le entregan las ratas espinosas del espionaje un papelito donde le escriben que el último abaleado en Colón peló el bollo por casualidad.
A él le entregaron por ahí mismo otro papelito de las ratas gordas de billete advirtiéndole que otro ‘plequepleque’ más y se paralizará el país hasta que otra rata ocupe su lugar.
A él, con su cara de cinismo, parecía que camino al cementerio le chocaban las manos los tuertos, los ciegos, los mochos, los cojos, los muertos y desmembrados de Bocas del Toro.
A él le zumban en la cabeza miles de vainas fuera de sentido común que lo alejan del camino que dicen los salvacuatro y se le antoja que aquello que se ve a lo lejos es un rancho de paja veragüense y camina hacia él bajo el sol caliente, perdiéndose del griterío de los pelaos, acelerando, corriendo ya en una sola arrancada que no la parará nadie.
A él se le verá mordido por las ratas que alimenta con las excretas de las más débiles del laberinto que él mismo ha formado.
ESCRITOR COSTUMBRISTA.