• 22/04/2019 02:00

Poderes fácticos en nuestra ‘democracia'

‘[...] pero debo decir que he llegado a la dolorosa comprensión de por qué tanta gente pensante, asqueada con lo dicho, se reserva el derecho de levantar su trasero para ir a las urnas'

Hace poco pesqué en una red social esta frase de nuestro poeta y pensador Pedro Rivera: ‘Quien no sepa que los poderes fácticos tienen candidato a presidente en Panamá no sabe en qué mundo vive'. El enunciado me dejó perplejo y me hizo dudar de la eficacia de un artículo mío recién publicado.

‘¿No estaría alardeando yo de ingenuo?', pensé. Después se lo envié al mismo Pedro Rivera, lo leyó y me tranquilizó: ‘Yo no descalificaría tu artículo... Es como un tempo del bolero de Ravel'.

Pues bien, en estas líneas les voy a dejar otro de sus tempos. Como ciudadano vigilante ante el panorama electoral que nos hiere la inteligencia de forma inescrupulosa, debo decir que olvidé enfatizar en aquel escrito el hecho de que estamos en medio de un espectáculo circense que, por más que lo intentemos, jamás podremos eludir. A no ser que cambiemos de sistema político de la noche a la mañana, algo muy poco realista, y esa cosa tan desvirtuada que llamamos democracia ceda su espacio a nuevos modos de sufragio participativo.

Vuelve este circo a nosotros cada quinquenio como abeja artera a un panal de ilusos, solo que con el chuzo más afilado que antes.

Los llamados ‘poderes fácticos' están sobre nosotros, ahora más que siempre, omnímodos, dándoles su limosna o su diezmo a los jugadores de la ya casi extinta Democracia, ahora sí, con mayúscula. Son titiriteros eximios. Son los que erigen y han erigido históricamente corporaciones e instituciones influyentes legitimadas por el paso y el peso de los años y se han venido haciendo del más sustancioso pedazo del pastel planetario; si no, preguntémosle a Chomsky.

Es decir, que la política es apenas un tentáculo distractor al servicio del poder económico mundial, y que, muy a pesar nuestro, es una especie de caldero viejo donde se hierven y disipan, sin ser escuchadas, las aguas del clamor social. Temerario decirlo, pero tal cosa llamada d-e-m-o-c-r-a-c-i-a no existe, y si existe, estamos presenciando sus últimos estertores.

Pero en muchos sitios se insiste en su simulacro, y esta falacia seguirá oprimiéndonos, mientras no encontremos la forma (acorde a nuestros tiempos, liberadora e inclusiva) de participar, disentir, demandar, ofrecer, construir.

Estamos bajo el hierro del poder que en las últimas décadas se ha ido apelmazando con grandes corporaciones, algunas alas de la institucionalidad religiosa, las narcomafias y sepa usted qué más.

Vivimos, pues, en el engranaje de una mentira, o en los resortes de una verdad a medias. Pero ya hay cabezas buscando otros modos, apostando por otras esperanzas, conscientes y deseosas de que surjan aquí y allá cabildos modélicos y eficaces, ágoras de refundación justiciera, demoledores de aquellos simulacros de participación que rayan en el insulto. Mucho por hacer y nada que perder, qué duda cabe.

El viejo Sábato lo dijo para su tiempo, y sus asertos ahora resultan extemporáneos; su idea romántica de que la Democracia era, entre todos los demás, el sistema menos imperfecto y el más transitable hacia una convivencia cívica y pacífica se nos cae a pedazos.

Ignorarlo es no ser conscientes de que los poderes fácticos hacen su aquelarre opresivo sin la menor piedad, por encima de ella. Ignorarlo es desconocer que, por más que nos duela, nuestros gobernantes son impuestos y condicionados por aquellos poderes que operan en la sombra. Yo, que en el otro artículo invité a todos a no dejar de ejercer una ciudadanía proactiva, empezando por el sufragio, no es que venga ahora a retractarme; pero debo decir que he llegado a la dolorosa comprensión de por qué tanta gente pensante, asqueada con lo dicho, se reserva el derecho de levantar su trasero para ir a las urnas.

ESCRITOR

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