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- 23/11/2023 00:00
¡Ministerios, entidades autónomas, 'autoridades' y provincialización!
Cuando se creó la república, los ministerios, entonces “Secretarías del Despacho” (a la usanza del sistema estadounidense) eran unos cuantos y todavía para 1941, eran solo seis: Gobierno y Justicia, Relaciones Exteriores, Educación, Hacienda y Tesoro, Agricultura y Comercio, Salubridad y Obras Públicas. Después de la creación de los de Cultura y de la Mujer, tenemos los siguientes: Gobierno (antes Gobierno y Justicia), Relaciones Exteriores, Comercio e Industrias, Educación, Obras Públicas, Vivienda, Salud, Trabajo, Desarrollo Agropecuario, Desarrollo Social, Ambiente, Seguridad, para Asuntos del Canal, Cultura, de la Mujer y de la Presidencia, a los que se han agregado tres “ministros consejeros”, para sumar un total de 19.
En el siglo pasado, estuvo en boga crear entidades autónomas y semiautónomas, comenzando por la Universidad de Panamá, en 1935. Así nacieron, entre otras, la Caja de Seguro Social, el Instituto de Fomento Económico, el Instituto de Vivienda y Urbanismo o el Ifarhu. En las leyes que las crearon era de cajón la declaración de que tenían, y tienen, patrimonio propio y derecho de administrarlo.
De la creación de las entidades autónomas y semiautónomas, pasamos a la creación de “las autoridades”, copiando la denominación de la “Autoridad del Canal”. Al frente de estas nuevas instituciones hay “directores o directoras generales”, con la excepción del caso del canal, cuya junta directiva la preside “el ministro para Asuntos del Canal” quien, por tener esa condición, es miembro del “Consejo de Gabinete”(denominación que comentaré en otro artículo).
Es particular de las “nuevas autoridades” que todas tienen “juntas directivas”, de cinco a nueve miembros. La otra es que, de hecho, son como otros ministerios, solo que no se los denomina como tales.
La conclusión primera del anterior repaso es que, comparando con el año de 1903, las reparticiones de la administración pública, llámense ministerios, entidades descentralizadas, autónomas o “autoridades”, han crecido en proporciones gigantescas y como consecuencia y en las mismas proporciones, el gasto presupuestario.
¿Se justifican tantas? ¿Sería conveniente considerar reducirlas y concentrar las funciones en los ministerios de línea? A este tema, de la mayor importancia, quienes aspiran a gobernar durante el próximo quinquenio, debieran dedicarle atención preferente.
Y si frondosa ha sido la creación de las reparticiones descritas, igual o mayor ha sido la atomización de la división político-administrativa. Cuando nació la república las provincias eran siete. Herrera y Darién fueron creadas posteriormente; actualmente son diez; pero a ellas habría que agregar las comarcas que, a los efectos prácticos y por la autonomía que reclaman y a la que tienen derecho, deben ser contadas como si fueran provincias.
En la división político administrativa en provincias y comarcas no está el problema, para ordenar el funcionamiento armónico del Estado. Y reforzar y afianzar ese nivel sería conveniente. Donde el funcionamiento efectivo de la administración pública se complica, casi hasta el infinito es cuando la división provincial se subdivide, aproximándose a las 800 reparticiones que suman los municipios (70) y los corregimientos (más de 700). Cada una de estas se han convertido en “pequeñas republiquitas” que, aparte de sumar más cargos y asignaciones presupuestarias, para los repartos de “espacios políticos”, nada aportan para el buen gobierno.
Al igual que debe hacerse con la proliferación de ministerios, entidades autónomas y las autoridades, ya es hora en que se estudie la conveniencia, por razones presupuestarias y para lograr que la acción de gobernar sea eficaz, de reorganizar la administración pública.
En un artículo anterior avancé la idea de que estudiar, seriamente, la conveniencia de concentrar las acciones de gobierno en el nivel provincial y acabar de una vez por todas con la costosa e ineficaz atomización actualmente imperante. Para institucionalizar en esa dirección ni siquiera es necesaria una reforma constitucional, como algunos podrían pensar. Bastaría con aplicar, con rigurosidad, lo que dispone el artículo 254 de la Constitución, sobre la existencia, funciones y atribuciones de los Consejos Provinciales, principalmente la de “preparar cada año, para la consideración del Órgano Ejecutivo, el plan de obras públicas, de inversiones y de servicios de la provincia y fiscalizar su ejecución”.
Por su composición, los Consejos los integran todos los representantes de corregimiento y, además, en ellos participan los gobernadores, los diputados, los alcaldes y la Junta Técnica conformada por los representantes de los diferentes ministerios. De hecho, con un poco de intención y decisión política seria y constructiva, los Consejos podrían ejercer como “Parlamentos Provinciales”. Si así actuaran sería un primer, pero gran paso, para superar el negativo “centralismo presidencial” y para que, a nivel de cada provincia, se acuerden, unificando voluntades, el rumbo que mejor convenga al desarrollo de cada una de ellas.
Oportuno fuera que los aspirantes a gobernar, dedicaran serias consideraciones a la necesidad de reducir la cantidad de ministerios, entidades descentralizadas y de las autoridades, y también debiera ser parte de sus prioridades analizar alternativas para “descentralizar”, pero con visión nacional y no localista la administración del Estado. Ganaríamos presupuestariamente y también en eficiencia. El buen reparto de los recursos públicos y su uso más eficiente ya no es una simple opción, sino una necesidad, si queremos aspirar a salir del subdesarrollo.