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La precisión, probidad y plenitud de cada palabra hace, de cualquier idioma, el modo particular y específico del lenguaje de una nación, que a muchos de sus ciudadanos les da, además, su inclinación por las letras y la literatura. Sin ese afán estético e intelectual no existiría nuestra literatura oral o escrita, mucho menos ese uso del lenguaje como lengua literaria, con su amor por las palabras.
La escritura, como medio de expresión y mensaje literario, estilizó el lenguaje ordinario creando su otra sublime función poética, dándole así una forma más estética a nuestro idioma. Por eso, nuestro entendimiento fluye más libre y fácil cuando la paciente disciplina creadora de la palabra se presta para conjugar lo complejo del sintaxis con la simplicidad de la función gramatical del lenguaje, en su forma escrita.
Precisamente, gracias a las circunstancias de dicha conjugación, se crea esa porosidad entre la palabra y la filología para reconstruir el sentido original de esas manifestaciones idiomáticas. En gran medida, con ese estudio de las lenguas y la literatura se integran todas las metodologías lingüísticas iniciadas durante el Renacimiento, especialmente después de la invención de la imprenta en 1440 por Johannes Gutenberg, para mejor interpretar nuestra cultura y nuestra originalidad lingüística. Ese trabajo de esclarecer la profundidad de algún estilo literario conduce, necesariamente, al estudio de la perfección de las palabras usadas en cualquiera de esas literaturas seleccionadas, pero acomodada a la estructura de nuestro pensamiento crítico.
Así, los oficios de poetas o novelistas en la vida literaria de todo país, que muchos consideran “las divinas letras” de que hablara Sor Juana Inés de la Cruz, tienen como culto y celebración, un mismo ideal: la belleza de la palabra.
El efecto ennoblecedor de esa belleza lingüística imprime en nuestra literatura ese sello de hermosura civilizadora tan típica de los grandes escritores, sin olvidar que todos estos términos y conceptos no son absolutos, sino relativos, y dependen mayormente de la estética y cultura de cada persona.
Esa idea de “perfección”, entonces, adquiere un carácter muy personal, dándole cierto genero de mortificación al resignar, a la persona que la sostiene, a defenderla racionalmente, agudizando así su significado, en contraste con lo imperfecto.
Por eso, la cualidad de perfecto se adquiere, con el mencionado subjetivismo, cuando esa caudalosísima corriente de sentimientos líricos desemboca en ese otro concepto de “belleza” y su amor por las palabras.
Esta magnifica explosión de sentimientos es una de las grandes contribuciones que la literatura universal le ha dado a la humanidad, entrelazando verdad y belleza, arte y ciencia, sencillez y multiplicidad a nuestras necesidades, tanto materiales como espirituales. Así, probar el variadísimo contenido literario propio de nuestra cultura y civilización moderna realmente alimenta la riqueza de las palabras y también de sus vinculaciones con las enseñanzas provenientes de la literatura. Esto hace que esa virtud sugestiva y pedagógica de la perfección de la palabra traspase sus límites lingüísticos y sirva además de estímulo a la imaginación y creatividad de nuestras buenas letras.
Consecuentemente, la autenticidad de una “incoercible vocación intelectual”, al decir de Ortega y Gasset, es irremediablemente personal, pues surge como forma de vida y de destino creador individual, máxime cuando esa vocación se adscribe a la palabra escrita y a su perfeccionamiento. Visto esto, no debe sorprender nuestro enamoramiento con la perfección de nuestro bello idioma castellano.