• 11/07/2024 07:48

Hace 37 años volví a nacer

Poco menos de un mes después del nacimiento de la Cruzada Civilista, el 9 de Junio de 1987 en el local de la Cámara de Comercio, Industrias y Agricultura de Panamá, los dirigentes del movimiento cruzadista cuya lucha era inspirada en los principios de justicia, democracia y libertad, convocaron a una gran concentración blanca el día 10 de Julio. No imaginaba que ese viernes se convertiría en el Viernes Negro, para la posteridad. A quienes presidíamos los clubes cívicos, que también formaban parte de la Cruzada, se nos pidió que fuéramos ataviados con suéteres blancos con la identificación del club cívico al que pertenecíamos. Yo presidía el Club Activo 20-30 de Panamá, y ese día, con mucha ilusión y no poco temor, me dirigí hacia el sitio de convocatoria, la vía Argentina, a la altura del monumento a Alberto Einstein. Cerca había una vivienda de apartamentos de tres pisos, en cuya planta baja estaba ubicada la clínica médica Einstein, que años después fue demolida. Cerca de las tres de la tarde, la vía Argentina era un hervidero de personas vestidas con ropaje blanco; de los balcones de los edificios circundantes las personas agitaban banderas blancas y nacionales, tocaban pailas, pitos y gritaban ¡justicia! ¡justicia! ¡justicia! La convocatoria era para protestar y seguramente salir en una marcha pacífica, como era nuestra lucha, hacia algún punto de reunión donde habría discursos, arengas y más protesta.

Era como un carnaval en blanco; el entusiasmo de las personas era contagioso como también las miradas que poníamos sobre algunos individuos de sospechosa proveniencia que se infiltraron en la concentración. Los helicópteros de la Fuerza Aérea Panameña volaban sobre nosotros y podíamos observar a militares abordo filmándonos con cámaras y otros detrás de una enorme ametralladora; hubo personas que aseguraban que de algunos de ellos arrojaban objetos contundentes para golpearnos. Confieso que no vi tal cosa. Hacia las cuatro de la tarde, estaba conversando con algunos compañeros y conocidos, cuando la gente comenzó a gritar ¡vienen las chotas! ¡vienen las chotas! ¡corran, corran! Y en un santiamén llegaron varias patrullas repletas de doberman, cuerpo de represión que las Fuerzas de Defensa usaban contra el pueblo. Fue un operativo rápido, pues cuando apenas comenzábamos a correr, ya teníamos a varios de esos señores que nos perseguían tirando gases lacrimógenos y disparos de perdigones. Corrí hacia los estacionamientos que estaban detrás del edificio donde se ubicaba la clínica Einstein, buscando entrar por la puerta de atrás ya que la puerta principal del edificio había sido trancada por un inquilino. En el primer piso vivían familiares míos y allí se encontraba mi esposa y varios amigos. En un momento dado miré hacia atrás y sólo pude distinguir una sombra que me perseguía y se aprestaba a disparar con su escopeta. Sentí el primer tiro de perdigones como una lluvia de agujas que se estrellaban contra mi espalda y contra la carcasa de un aparato de aire acondicionado de ventana. El segundo tiro me levantó en el aire y caí desvanecido al piso de cemento. Transcurrieron varios minutos hasta tanto pude abrir mis ojos y comencé a gritar ¡mis hijos, mis hijos! ¡auxilio, ayúdenme! Podía escuchar las voces de mi esposa y amigos que desde dentro de la clínica donde se refugiaron, pedían que me socorrieran porque estaba herido. De repente, pude identificar a pesar de mi nublada visión, una figura que estaba sobre mí y que me decía en español castizo: ¡quédate tranquilo, no te muevas, hazte el muerto que te vienen a buscar los gendarmes! Era el camarógrafo de una cadena de televisión española que andaba filmando por allí y me protegió. Pasó un buen rato hasta que por fin varios amigos cargaron conmigo y me introdujeron en la clínica para que me dieran los primeros auxilios. Dejaba un rastro de sangre por donde mis brazos encontraban una pared. Creo que mis gritos de dolor se podían escuchar hasta la misma cabeza de Einstein, pues era algo insoportable. Los proyectiles de perdigones eran de calibre 7 ½, para cazar patos y torcazas, y los rellenaban en parte con sal cruda. Las escopetas que usaban los doberman tenían el cañón recortado para que el tiro con los perdigones se expandiera; si hubieran utilizado una escopeta normal, creo que no hubiese escrito esta historia.

Cuando la represión bajó de intensidad, cerca de las 5 y 30 de la tarde, mis amigos vieron que Monseñor McGrath, Arzobispo de Panamá, venía en su carrito por toda la vía Argentina; lo pararon, hablaron con él y le pidieron que abogara ante un oficial que estaba cerca, para que “dejara salir a un herido que estaba muy grave y que necesitaba atención hospitalaria”. Así lo hizo y me condujeron, escondido en el piso de un busito, hacia un hospital. Hasta allá me fue a buscar el G-2; si no hubiera sido por la valiente oposición de los médicos y las enfermeras que estaban en el cuarto de urgencias del nosocomio, hubiesen cargado conmigo hacia una asquerosa mazmorra en donde metían a todos los que cogían presos. Pasé una semana en el hospital donde me curaron, me pasaron antibióticos y otros medicamentos por vía intravenosa que me mantenían sedado. De allí salí escondido en el carro de un amigo, pues el G-2 se mantenía fuera del hospital; llegué a mi casa y días después me pusieron vigilancia, la cual mantuvieron allí por varias semanas. Recuerdo que el pobre tipo permanecía dentro del carro, a merced del calor y la lluvia. Mi esposa se condolió de él y le llevaba comida y bebidas. Un buen día lo retiraron.

Transcurrieron los años y me comenzaron a detectar niveles anormales de plomo en sangre. Los más de doscientos perdigones que recibí en mi cuerpo, -los más superficiales fueron retirados-, causaron efectos nocivos en mi salud. Un examen de imagenología que me practicaron determinó la presencia de perdigones en uno de los lóbulos del hígado. Hace alrededor de 10 años me retiré de la práctica de la odontología pues el envenenamiento de plomo causa, entre varios efectos, dolor perenne en músculos y articulaciones y pérdida de fuerza en manos y piernas. Tanto es así que se me dificulta retirar la tapa de un frasco y uno de los perdigones me deformó el dedo índice de mi mano derecha, el cual utilizaba para asir instrumentos y aparatos dentales. No puedo vivir a merced de los analgésicos que necesito para controlar estos dolores, pues afectan a los riñones por su uso continuo.

Con todo lo que hemos vivido durante los pasados lustros, luego de restaurada la democracia en Panamá, me pregunto si valió la pena el sacrificio que hicimos muchos panameños. En esta etapa, tanto políticos inscritos en partidos como no inscritos han salido impunes a pesar de sonados casos de corrupción y enriquecimiento ilícito. Hoy tenemos un presidente de la república que fue dirigente de la Cruzada Civilista, pero que está rodeado de políticos con costumbres arraigadas, que van a ser muy difíciles de cambiar o eliminar. Si después de estos cinco años no comenzamos a recuperar los valores cívicos y morales por los cuales Cerebrito luchó durante los años finales de la dictadura, no creo que viva lo suficiente para ver el desenlace final. Espero que el amigo Mulino pueda cumplir lo que prometió.

El autor es odontólogo, escritor e investigador
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