• 22/10/2018 02:02

Del progresismo al fascismo

Al cabo, el descrédito acumulado por la ineficacia y corrupción de la democracia representativa de las oligarquías agraria y financiera hundió el barco. 

No hace falta repetir que Jair Bolsonaro es apologista de la dictadura, ultraneoliberal y fascista ni que, tras su prematura baja como capitán, por 25 años fue apenas un diputado mediocre. La cuestión de fondo es por qué en la primera vuelta los electores lo tuvieron a cuatro décimas de ser electo y le regalaron la mayoría parlamentaria. Y qué hacer.

No solo el petismo fue vencido por voluntad popular. La peor derrota la sufrió la derecha liberal, que por décadas protagonizó a toda la derecha. Extrema derecha siempre hubo, pero resignada a secundar los candidatos decididos en el Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB).

Al cabo, el descrédito acumulado por la ineficacia y corrupción de la democracia representativa de las oligarquías agraria y financiera hundió el barco. Luego de tres derrotas ante el Lula y el fiasco de Michael Temer, el PSDB dejó de asegurarle la ampliación de sus privilegios. A su vez, para un pueblo castigado por la crisis y decepcionado por el sistema político, desde el segundo Gobierno de Dilma, el PT ya había dejado de garantizar lo contrario.

En ese ámbito vaciado, faltó quien asumiera el papel de líder antisistema, antipolíticos, anticorruptos, antiflojos y extirpador de delincuentes. La teatralidad de Bolsonaro, con los valores en blanco y negro de los capos urbanos y rurales racismo, homofobia, xenofobia y machismo, fue oportuno en medio del desaliento cultivado por los medios de comunicación hegemónicos.

El sentimiento anti-PT fue una elaboración acumulada desde las protestas contra los estadios cuando el Mundial de fútbol, la real o ficticia corrupción de funcionarios del PT, y toda la basura que ellos arrojaron durante el proceso de defenestración de Dilma, para eliminar la alternativa progresista en la cultura política popular.

Considerando las circunstancias, lo conservado por el PT en el primer turno es una proeza. Combatido por la gran prensa y el sistema judicial, y hostigado por las autoridades electorales, vio a su líder y candidato aprehendido y condenado sin pruebas, y privado del derecho a postularse. Tras una larga batalla legal, cuando Lula propuso a Haddad, pasaba del 40 por ciento de las preferencias. Pero a Lula lo sostenía un pasado intransferible.

Por añadidura, el absurdo acuchillamiento de Bolsonaro le facilitó a este eludir los debates por televisión. Así, mientras en el último de estos los demás contrincantes confrontaban sus proyectos, el presunto convaleciente explayaba una larga y amigable entrevista por el mayor canal de la televisión evangélica.

Cuando los sondeos mostraron el ascenso de Haddad y la posibilidad de que superase a Bolsonaro en la segunda vuelta, al final sorprendió el abrupto crecimiento del excapitán. Ante el pronóstico de que aún podían ser derrotadas, las derechas concentraron su votación en Bolsonaro. Ese último crecimiento del candidato fascista implicó un igual drenaje del voto de las demás derechas; el total de la votación antipetista no creció más, sino que se concentró en su extremo más reaccionario.

Ahora veremos el choque decisorio entre el núcleo fascista, a la cabeza de todas las derechas, contra la pluralidad de los sectores democráticos y progresistas del país, en la persona del candidato del PT. Lo que no sucederá en circunstancias de normalidad institucional ni legal, sino en unas condiciones donde los jueces y los informadores más potentes están alineados con la opción más reaccionaria. Se llama a formar un frente del Brasil democrático para detener la embestida reaccionaria, pero los partidos tradicionales no parecen tener ganas, crédito ni gente con qué cambiar el desenlace.

Cualquiera sea el resultado, la etapa que siga será más riesgosa que ningún período anterior, y contendrá muchas lecciones para el próximo futuro latinoamericano. Esta historia no concluye ahora, salta a un espacio preñado de alternativas.

Pero son el progresismo y las demás izquierdas quienes más deberán revisar y corregir las conductas y desaciertos que los trajeron a esta situación, y las que seguirán. Si las banderas originales se plegaron, o las imputaciones de corrupción hicieron daño, se debió a que sí hubo acomodos y errores que los medios hegemónicos supieron aprovechar. Si las derechas y sus mentores imperiales tienen éxito, ello se debe a que esas conductas corroyeron la confianza popular, hicieron más vulnerable al progresismo y más ineficaces a las izquierdas.

Adormecidas por un optimismo bobalicón, fallaron en su responsabilidad de desarrollar la cultura política popular, así como de prever y contener la ofensiva reaccionaria. Incluso en la eventualidad de una victoria, es a las izquierdas a quienes la próxima etapa les exigirá una honesta autocrítica objetiva, y una enérgica renovación moral y estratégica.

ANALISTA INTERNACIONAL.

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