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- 19/03/2021 00:00
Emboscando a Martín Torrijos
Por allá, por el año 2002, compré una propiedad en el cerro Ancón. Esta era un dúplex que quedaba exactamente en una calle sin salida, que nace justamente donde hoy está el Hospital Oncológico y termina en una rotonda donde está la vivienda del que nos ocupa. Era una calle muy tranquila y los pocos vecinos disfrutábamos de un entorno envidiable, circundado de la naturaleza y en plena ciudad. Pero, unos años más tarde, este oasis de paz cambió totalmente con el advenimiento de Martín Torrijos a la Presidencia de la República, al punto que un día le dije en broma “que, si podía cobrar peaje por los carros que subían, no tendría que trabajar”.
Ese era el precio que teníamos que pagar por tener un vecino convertido en presidente. No era raro encontrar frente a mi hogar, camino obligado para llegar hasta su residencia, a los más connotados personajes de la política criolla. Mi vida transcurría en paz, hasta que al otro lado de mi dúplex se mudó una familia con la que empecé a tener diferencias desde el principio.
Me considero un hombre tranquilo, pero la situación se volvió insostenible, por lo que decidí presentar mis quejas ante las autoridades competentes, primero en la Corregiduría y luego en la Alcaldía de Panamá. Gané los casos, pero los mismos no se ejecutaban y pasaban las semanas, luego meses y el vecino siempre amenazaba invocando su amistad con el presidente. Cansado, opté por agarrar “el toro por los cachos”, por lo que subí a la casa del vecino presidente en varias ocasiones, dejándole razón de que deseaba hablarle, sin resultado. Su silencio parecía, ante mis ojos, darle razón a mi oponente y agotado opté por una medida desesperada.
Urdí un plan y me puse a calcular con mucha precisión, ayudado por un reloj segundero, el tiempo que transcurría entre el paso de la avanzada de seguridad del señor presidente y los carros donde él viajaba. Mi plan era tan sencillo como audaz. Consistía en amarrar una soga a un árbol frente a mi casa, esta a su vez estaría unida a una línea transparente, de las que se utilizan para pescar, de manera que la avanzada no la viera sobre la calle. Esto era muy importante, ya que, si subía la soga antes de tiempo, podría golpear a algún motociclista. Lo otro era evitar que vieran el artificio, así que esperé a que subieran a la residencia del presidente a esperarlo, para escoltarlo, mientras preparaba mi emboscada.
Ahora solo tenía que esperar, la tensión se reflejaba en mi rostro. Le dije a mi esposa, que me ayudaba, al igual que al jardinero, que podría ser detenido.
Pasaron las ocho, 8 y 30 y casi a las nueve, escuché el ruido de las motos que venían. Pasaron las motos y hale el cordel con todas mis fuerzas y salió la soga que tenía amarradas pancartas para que las vieran a tiempo y frenaran, y así fue.
Tamaña sorpresa se llevaron los del SPI. Estaban desconcertados, mientras yo frente a la soga me paraba enérgico. Así pasaron unos minutos. Luego, se bajaron, de los dos primeros carros, los de la seguridad, instándome a despejar la vía de manera pacífica. Cuando todo parecía perdido para mí, se abrió la ventana del carro presidencial y este, con una mirada en la que se mezclaban incredulidad y enojo, recibió la carta que había escrito para él.
Han pasado muchos años de esta anécdota que hoy me he atrevido a contar.
Termino diciendo que el presidente Martín Torrijos pudo actuar en esos momentos con toda la severidad que le confería la majestad de su cargo, y no dudo de que así se lo pedían algunos de sus subalternos, pero prefirió la vía de la solución y el diálogo, y, aún, hoy, conservamos una buena amistad.