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- 28/09/2023 00:00
Elecciones universitarias de rector; herencia y dilemas
Las entidades creadas para trasmitir el más elevado nivel de conocimiento requieren ser gestionadas y gobernadas a fin de cumplir con eficacia y eficiencia su triple mandato de formar, investigar y extender su quehacer al conjunto de la sociedad.
Desde sus remotos orígenes en Occidente, la dirección recayó en el llamado claustro académico y de los estudiantes, tutelados por la Iglesia y el Imperio, primero, y luego por los nacientes estados nacionales, que empezaron a gestarse con la Reforma Protestante, en el siglo, y luego con la emergencia de las repúblicas modernas: los Estados Unidos de América (1776) y la Francia postrevolucionaria (1789). De esta suerte, universidad y Estado han tenido un desarrollo con “fertilizaciones cruzadas”, sobre todo cuando el Estado cobra conciencia del poder de la investigación científica como basamento de las innovaciones tecnológicas.
Así ocurrió tempranamente con la Universidad de Berlín, bajo el gobierno de Bismark, y con las leyes de dotación de universidades estatales de extensión agrícola, las así llamadas leyes de concesión de tierra de Morrill, de 1862 y 1890 en Norteamérica. Y esto se sancionó como real práctica con las alianzas del complejo militar-industrial con las grandes universidades de investigación de EE.UU. (Liga Ivy) a partir la llamada doctrina de Vannevar Busch (1945), y de lo cual resultó la hegemonía tecno-científica de los EE.UU. como primera potencia del orbe hasta fecha reciente. China, Corea del Sur y la India han seguido esos pasos; y en el Brasil de Lula, el gasto en educación pasó de casi ocho mil millones de dólares a 50 mil millones (casi un 219%), sobre todo mediante el empleo de los royalties de la exportación petrolera para la inversión educativa.
Realizo este escorzo, pues tanto en los países hegemónicos como en los subordinados, los Estados han dado su impronta a las universidades. Esa impronta se refleja en el grado y amplitud de la “autonomía” acordada con los centros de intelligentzia para que estas entidades puedan alcanzar los fines sociales que le son propios: generar conocimiento de elevada calidad científica y formar los cuadros técnicos y profesionales, así como la dirigencia ciudadana, en un llamado genérico de “formar ciudadanos” probos y productivos, esto, es, funcionales al orden social. El capital intelectual y el más amplio capital social (Pierre Bourdieu 1964, 1970, 1974) encuentran en la cúspide del sistema educativo, sus mecanismos idóneos de distribución y control. Por ello, el gobierno de las universidades hace parte del gobierno de la sociedad -en su sentido más amplio-, pero comporta también márgenes para que emerjan factores de innovación y ruptura cognitivas que tienen a acentuarse en épocas de fracturas críticas como las que hoy nos toca vivir.
En América Latina, en general, y en Panamá, en particular, las universidades se presentan por lo general enfrentadas al poder Estatal, si bien el Estado las controla, de facto, vía regulaciones y presupuestos. Incluso, en las más contestarias, las universidades tienen autonomías relativas que les permiten ser 'conciencia crítica' o instrumentos del desarrollo, según las antiguas y nuevas narrativas misionales. En todos los escenarios, sin embargo, el Estado tutela el “buen gobierno”, o llega incluso a “coptar” a las propias élites directivas, sobre todo, cuando los gobiernos atentan contra los sanos principios del gobierno democrático. Ello sea por desliz populista o sea por coacción militar, escenarios frecuentes de las maltrechas democracias en la historia contemporánea de las universidades latinoamericanas y caribeñas.
Desde la Reforma de Córdoba de 1918, el imperativo del gobierno colegiado de docentes y estudiantes se impuso como forma típica del gobierno institucional. Pero la forma de elegir ese gobierno no es -ni mucho menos ha sido- uniforme. Lo que sí, en trágico correlato, es la naturaleza de imposición de autoridades (como cuando Augusto Pinochet dispuso el gobierno de las insumisas universidades chilenas tras el sangriento golpe que conmemoraremos este 11 de septiembre), o mediante un control indirecto de “la dictadura con cariño”, como cuando el general Omar Torrijos impuso a Rómulo Escobar Bethancourt como rector de la Universidad de Panamá tras el golpe de octubre de 1968. Así, en la región ha existido el gobierno de corte elitista republicano y democracias de sufragio por voto universal y directo.
En un muy citado artículo de Inmanol Ordorika (Elección de Rector. Panorama Internacional, 2015) este investigador mexicano da cuenta de una amplia variedad de formas del tipo claustro universitario a nivel mundial y latinoamericano, esto es, de mecanismos u órganos colegiados creados exprofeso para designar al rector.
A nivel europeo, la Universidad de Coimbra, Lisboa y DA Beira, en Portugal, y las Universidades de París se eligen a través de consejo general con composición mayoritaria de profesores y representación estudiantil y administrativa. En la Universidad de París, al concejo administrativo se unen personalidades de la nación francesa. También la Universidad Libre de Berlín, cada cuatro años, amplía su Senado Académico, pasando de 25 a 61 miembros, para elegir Rector.
En América Latina, y más exactamente en México, la mayoría de las universidades eligen a sus rectores a través de Consejos Universitarios, pero las normas y composición difieren (López Zárate et al.,2007: La elección de rectores; y U2000, 2011). En la Universidad de la República, en Uruguay, la Asamblea General de Claustro (3 docentes, 2 egresados y 3 administrativos de cada una de sus 15 Facultades) son el mecanismo creado con este fin. Algo similar sucedía en la Universidad de Buenos Aires, donde una Asamblea Universitaria (rector, decanos y cinco representantes de los profesores, 5 de los estudiantes y 5 de los graduados, más los directivos de las facultades) elige el rector. Hacia 1974, la Universidad de Costa Rica establecía una Asamblea Plebiscitaria de casi dos mil miembros (rector y vicerrectores, consejo y tribunal universitarios, decanos y directores, jefes administrativos, profesores de régimen académico y eméritos, representantes de los colegios profesionales, ex rectores y una representación estudiantil de al menos 25% de la Asamblea).
Más allá de los mecanismos y normas, es la conciencia y conducta real de los actores y agentes de las universidades, la que construirán y perfeccionarán las democracias gubernativas, por muchas que sean sus imperfecciones, o acabarán por malear buenos métodos. Civismo universitario, como civismo político, son virtudes que modelan las instituciones. Estamos llamados, por compromiso ético, a defender nuestras casas de estudio de quienes, en lugar de servirlas con bien, pretenden servirse bien de ellas; y de quienes, con malas prácticas, dan pésimos ejemplos, que no hacen más que advertir los males que sobrevendrían con su potencial gobierno.