Ciclistas, atletas, patinadores y paseantes de la capital colombiana tienen una cita infaltable desde hace 50 años: la ciclovía de los domingos y festivos,...
Hace algo más de ocho años, entré, presionado por mi precaria condición física, a formar parte del “Club de los cancerosos”, una “distinción” por la cual no me siento para nada orgulloso; hubiera preferido estar adscrito al de la “tercera edad” o al de “los poetas muertos”, por ejemplo. Me extirparon, en marzo de 2015, mediante cirugía laparoscópica, un tumor maligno localizado en el riñón izquierdo y que responde al nombre científico de adenocarcinoma renal de tipo papilar, que ocasionó una nefrectomía parcial. Sospechado en principio a raíz de la observación de una recurrente hematuria microscópica, fue confirmado posteriormente mediante la realización de una TAC y me informaron de la necesidad de que fuera extirpado.
Esta aciaga noticia me generó una profunda angustia, considerando, por no sé qué razón, que podría salir exánime de la operación y, para colmo, el posoperatorio cursó a los cinco días con una severa complicación: de manera inopinada sufrí una desconcertante embolia pulmonar. Este contratiempo prolongó mi estancia hospitalaria, me vi en el artículo de la muerte, porque mi salud pendía de un hilo. Conocí la UCI y me resultó muy duro. Pero por fortuna, mi organismo se resistió y escapé milagrosamente de este espanto.
Tras ser dado de alta y estimada innecesaria por los facultativos la administración de sesiones de radio o quimio, estoy sometido desde entonces, como prevé el protocolo, a una estricta vigilancia médica que se sustenta sobre una repetitiva y tediosa tomografía axial computarizada (TAC) abdominal que me efectúan, una revisión anual para escrutar cualquier reaparición o recidiva de dicho tumor, o en el peor de los casos riesgo de metastatizarse. Cuando se aproxima este día, me planteo muchos interrogantes y me atraviesa un enorme desasosiego. Dudas, muchas, sobre la evolución de mi cuerpo y una enorme inquietud en cuanto al resultado de la prueba. Me asalta en general un miedo cerval que me resulta altamente difícil camuflar. Afortunadamente, hasta ahora, todo marcha bien.
Este acontecimiento, como podrá suponerse, representa un punto de inflexión en mi vida. Mi existencia ha experimentado un importante cambio que podrán, quizás, compartir conmigo los que, en algún momento de su trayectoria vital, sufren o han sufrido un cáncer y que, sobre todo, requirió una intervención. Durante el periodo hospitalario conté con el apoyo incondicional de mi familia y pareja y la generosidad de algunos amigos que me ayudaron a sobrellevar esta turbulenta y tenebrosa situación circunstancial, y a los que no cesaré de manifestar mi gratitud.
Existen, a mi parecer, tres grupos de patologías que generan miedo, pavor y una cierta desorientación: el cáncer, las afecciones mentales graves como la esquizofrenia el trastorno bipolar, etc...y las dolencias neuro-psiquiátricas como las demencias y en particular la enfermedad de Alzheimer, la más comentada estos días y que va ganando terreno a las dos anteriores. Ser diagnosticado de cáncer es una de las noticias más descorazonadoras que le pueden dar a una persona.
A priori, parece que su vida tiene ya los días contados. La preocupación abarca a los familiares directos que lo viven con ansiedad. Es tal que, en varias ocasiones, la nueva situación empuja a muchos pacientes a cumplir enseguida con los trámites del testamento, preparándose para cualquier repentino desenlace fatal, dejando atados todos los cabos y así ordenar su post-mortem.
El desbarajuste, a veces, es abismal. Corroídos por el hartazgo, el cansancio y las ganas de acabar con una lenta agonía, los familiares presentan en los casos de cáncer en fase terminal, muchas veces sentimientos encontrados ante un sufrimiento agudo; evolucionan entre el deseo de que acabe todo y, sobre todo, el fin del dolor del paciente, sintiendo por ello una honda sensación de culpabilidad.
Una vez diagnosticado, el cáncer dificulta en gran medida el desempeño de una vida tranquila, ausente de posibles sobresaltos o contrariedades y de las cavilaciones constantes que el paciente experimenta en general respecto a su salud. La mente juega malas pasadas. Me acuerdo de que cuando me lo comunicaron, y que debía ser intervenido, inconscientemente huía pronunciar esta palabra al hablar con mis amigos y familiares; solo refería un tumor, intentando, quizás, en lo más remoto de mi fuero interno, aminorar la dimensión del mal. Desde este día y sin exagerar el hecho, lo viví como si estuviera en el corredor de la muerte y con pocas posibilidades de poder recurrir la sentencia.
Basta con hacer partícipes a tus allegados y amistades de la noticia para que se aprecien las expresiones faciales o el lenguaje gestual, a veces difíciles de disimular que exhiben, una cara compungida y de solidaridad, prueba más que palmaria del carácter letal que se le atribuye en principio a esta dolencia. Un verdadero drama para el paciente. En el imaginario colectivo, ser diagnosticado de cáncer entraña o se acompaña de sufrimiento, penas, inseguridades y tristezas. Pese a los avances comprobados de la ciencia médica y al número creciente de personas que han superado cánceres, no deja de ser verdad que el simple hecho de recibir este diagnóstico sigue provocando mayormente inquietud, impotencia, temor y profundos sentimientos de desamparo.
Sin dejar de mencionar también los efectos secundarios producidos por los tratamientos de radioterapia y/o quimioterapia que se administran en general al enfermo que lo soporta, muchas veces, con suma dificultad. Cuando a un paciente mío que gozaba de una salud robusta de la cual se alegraba, le detectaron un cáncer de próstata, noté en él asombro y una patente preocupación. Comunicarle el diagnóstico suscitó en él distintas reflexiones sobre su filosofía existencial y las vicisitudes de la vida.
Las patologías mentales, refiriéndome en este caso a la esquizofrenia, al trastorno bipolar, etc... causan desasosiego, tanto al paciente como a su familia. Felizmente el estigma de los trastornos psíquicos va desapareciendo, pero ser diagnosticado de psicótico, es decir, presa de pensamiento delirante y de fenómenos alucinatorios, catalogado vulgarmente de “loco” por muchos, es una losa que cae sobre el paciente de la que difícilmente llega a escaparse. La falta de conciencia de enfermedad que acusan muchos de estos enfermos es un serio escollo para su mejoría.
El humorista Ángel Martín en su libro Por si las voces vuelven ha tenido la valentía de visibilizar su trastorno y la oportunidad de ofrecer su experiencia a los demás. Los frecuentes brotes psicóticos padecidos por un buen número de pacientes a causa de su poca o nula adherencia terapéutica, derivada de su falta de conciencia de enfermedad, ponen a prueba en distintas ocasiones a los familiares que viven esta tesitura con una considerable angustia, obligándoles con mucha pena y remordimiento de conciencia, a recurrir a un mandamiento judicial para el ingreso hospitalario involuntario. Es necesario recalcar que padecer una psicosis no está reñida con poder llevar una calidad de vida aceptable, siempre que el paciente se muestre comprometido a cumplir con el tratamiento farmacológico prescrito; lo que permitiría al psiquiatra evaluar la respuesta al tratamiento y, por ende, tener un control sobre la evolución del trastorno. También es importante señalar que hay pacientes con episodios depresivos que mantienen en vilo a sus familias por los intentos de autólisis que protagonizan.
Igual consideración conviene hacer con las demencias, la más conocida de ellas es la temida enfermedad de Alzheimer, que suele generar tristeza, preocupación y una acusada negación en principio de la dolencia por parte del paciente. Escuché una vez al expresidente socialista, Felipe González, en una conversación informal con algunos periodistas, verbalizar el temor a padecer una demencia. Nadie parece poder sustraerse a este miedo. Al contrario de los cánceres, las demencias revisten un carácter particular.
Los síntomas que acompañan esta patología, a medida que vaya haciendo su curso o avanzando, como la pérdida progresiva de la memoria, el hecho de confundir o no poder reconocer a los amigos o allegados, la desbordante falta de autonomía, no ser capaz de disfrutar de los placeres de la vida y en definitiva perder el contacto con la realidad, son enormemente desoladores. Mientras que el enfermo deja de sufrir en el último estadio, puesto que no es consciente de su progresivo deterioro cognitivo, el padecimiento para la familia es agobiador y excesivamente agudo o punzante.
Las enfermedades no entienden de sexo, de rango social, de raza, de ideología, etc., y, a veces, aparecen en el momento menos previsto, y lo más importante es saber afrontarlas. Estoy modestamente seguro de que muchos, enfermos y parientes, se sentirán identificados a través de este escrito. La angustia, el dolor, las penas, las inquietudes, las incertidumbres y los llantos, los sentimientos contrapuestos, las heridas emocionales, a veces difíciles de cicatrizar, han sido sus inevitables e incómodos huéspedes.
Ojalá que los investigadores de la ciencia médica encuentren, en un futuro no muy lejano, tratamientos adecuados y eficaces para estas patologías, que ayuden así a aliviar el sufrimiento de muchos pacientes y de sus respectivas familias y para el bienestar de las sociedades en general.
El autor es médico-psiquiatra