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- 02/04/2018 02:01
Entre lo divino y lo profano
Desde siempre el Hombre ha sido un ser temeroso. Cuando adquirió conciencia de la finitud de la vida, le mortificó la realidad de la muerte. Hubo entonces de dedicarse a trascender semejante desdicha. Para paliar la podredumbre del cuerpo, era menester inventarse el alma. Para consolarse ante el acto inevitable de la muerte, había que convertirla en un ‘misterio'. En ese escenario, convencido del ‘misterio de la muerte', alma en ristre y angustiado, conjugó las más simples teorías y profundizó en las más sofisticadas tesis. Imposible como le era aceptar que la muerte es un fin, ante la cual nadie se va ni nadie se queda, dispuso apostar por la vida eterna y aminoró el suplicio de su terrenal incertidumbre. Con éxito han querido que olvide que el misterio no es el de la muerte, sino el gran misterio de la vida.
Falto de los suficientes elementos para otra cosa, creó el Hombre su dios familiar, personificado en sus venerables antepasados y adorado en los altares seculares de su propio e íntimo santuario. En esa capilla de hogar, solitarios, alumbrados por el fuego sagrado, reposaban sus dioses en cuerpo y alma y en cuerpo y alma eran alimentados con las ofrendas del vino y la miel. Al padre muerto se le pedía el apoyo oportuno y el buen consejo, la protección contra todos los enemigos y la superación de todos los miedos. Con la oración privada y la presencia del difunto amado, se conjuraban los espantos y se allanaban los temores.
Desde aquella época primigenia, de iniciales conjeturas en torno a la fugacidad de la vida, las aventuras del alma y la incógnita de la muerte, han padecido en la hoguera todos los que se negaron a aceptar que el único dios verdadero era aquel dios nuevo y universal, invisible, omnipresente y omnisapiente, que ya no servía solo para paliar las debilidades familiares sino, también, para salvar al Hombre de los pecados mundiales. La unificación del poder terrenal requería un solo dios para todos sus súbditos. Se abandonaron entonces los altares ancestrales donde reinaban los viejos dioses caseros y el Hombre salió hasta los grandes templos a rogar protección de las terribles acechanzas de los nuevos demonios.
En su constante afán de perfeccionar la justificación de su trascendencia, el Hombre desarrolló la opción de la fe, como instrumento para lograr la eternidad. No le importó ceder en cualquier renglón de su existencia, pues, inclusive, prefirió transferir la libertad de su presente, por el ofrecimiento de mejores días en el celestial futuro con el que se topará después de la muerte. La subordinación al poder —en todas sus modalidades— le fue más grato que el ejercicio de sus naturales potestades. Entre lo divino y lo profano, fue perdiendo la capacidad de pensar para que otros pensaran por él, de hablar para que fueran otros lo que hablaran, de decidir para que otros decidieran. El Hombre se despojó de todo con tal de que fueran otros los responsables de sus desgracias y encontró en las religiones el abrigo de sus temores, la absolución de sus fracasos y la justificación de sus debilidades. Sufrir en la Tierra, se dijo, es el gozo del cielo. Las religiones le estructuraron un excelente porvenir y le aseguraron un paraíso eterno. No existe religión que no ofrezca mejores condiciones de vida en el mundo de los muertos, que en el de los vivos.
A lo largo de su existencia, el Hombre fue atándose a esa fe como un mecanismo útil para convivir con sus miedos. El tener fe es garantía de éxito o, por lo menos, de una vida sin sobresaltos, por eso al Hombre le han enseñado que la fe mueve montañas y, además, consigue trabajo y matrimonio, cura enfermedades y da suerte en la lotería. Y, al final de los días, con fe también se camina hasta la eternidad. Le enseñaron que un Hombre sin fe es un ser vacío y débil, sin futuro y sin esperanzas. No por gusto se dispuso que los hospitales y universidades, pueblos y farmacias, fiestas y templos, lleven nombre de santos y santas, profetas y adivinos, agoreros y elegidos, pues seguro está el Hombre que más que ciencia y remedios, se requiere fe para la cura de sus dolamas, el bienestar del alma y la realización de sus proyectos, por simples que estos sean. Hoy día, es harto difícil vivir sin fe, pues sin tal las cosas de seguro discurrirían en contra.
En este valle de lágrimas, al Hombre le han enseñado que más le conviene padecer antes que luchar, callar antes que gritar, la sumisión antes que la rebelión, la mediocridad antes que la excelencia. Pensando en su salvación eterna, debe subsistir esclavo de sus propios inventos espirituales y siervo de sus verdugos mundanos. Para lo primero se crearon las religiones y sus estructuras eclesiásticas, para lo segundo el Estado. Ambas instituciones, cada cual con sus propios métodos, de algún modo minimizan el valor del Hombre y subliminalmente lo constriñen a sus mandatos. Por eso es el Hombre un ser de obediencia ciega ante las órdenes de aquellos que tiene como superiores, subalterno de lo que dispongan las leyes diseñadas por los menos, confiado que con esta conducta sumisa encuentra sosiego en la Tierra y el sólido puente para llegar más allá de los azules de todos los cielos prometidos.
Estos refugios externos, estas cobijas donde el Hombre ha depositado la confianza de su trascendencia a cambio del despojo de su propia e infinita capacidad, han servido para reducir el valor intrínseco del Hombre hasta convertirlo hoy en un cartucho de desechos tóxicos. Nada hace el Hombre sin la autorización del Estado o sin la bendición de las religiones. Con las alas así cortadas, el Hombre permitió que sus sueños dejaran de volar, para subordinarse a los sempiternos sueños que les permiten soñar los que detentan los poderes sobre su alma y su cuerpo. Se ha convertido el Hombre en la obra maestra de sus propios miedos, en una acuarela descolorida de su propia humanidad, puesta al servicio de aquellos viejos brujos que históricamente lo han utilizado para satisfacer sus mezquinos intereses. He ahí la verdadera desgracia del Hombre.
ABOGADO