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- 17/04/2024 09:34
Breve historia de un país portátil
Esta es la historia de un país pequeño, muy pequeño, quizás portátil, verdaderamente diminuto, tanto que solo sus habitantes eran capaces de ubicarlo en el gran mapa del mundo.
En años remotos, mucho antes de su fundación, no era otra cosa que una bonita explanada frente al mar, habitada desde la creación por nativos que bajaban del Chocó cada tanto.
Luego, con el paso de los siglos, sobre su geografía nueva cabalgaron sin detenerse forasteros en busca de nuevos mundos, más allá.
Un día de aire azulado, un hombre de lenguaje extraño, que andaba en sentido contrario a los forasteros, dispersó la novedad de que más allá no había ya nuevos mundos por descubrir. Un puñado de viajeros, al escucharle asombrado, decidió permanecer la noche en la explanada. Así se fundó este país pequeño del que nos ocupamos aquí.
Desde aquel día, que ya solo se recordaba una vez al año en el discurso del alcalde, la vida continuó sin mayores novedades, aunque, se podría afirmar, marcada por una cadencia feliz.
Como en todo país pequeño, la existencia transcurría sin otros dictámenes que los del día, o los de la noche, la lluvia, o del sol. Ya sabemos: vecinos que comentan la densidad del invierno, cada quien en su vivienda, con sus sueños al uso y sus porvenires modestos.
Los domingos, los ciudadanos solían encontrarse en misa, y se reconocían al final de la liturgia. Luego, algunas familias bajaban hasta la playa a pasar el día sobre petates de colores. Cada quien se acomodaba en su lugar, sin molestar a los demás.
En el calendario del país pequeño una que otra actividad congregaba a sus habitantes en las sala de bailes, en las iglesias blancas, o en las escuelas de sus hijos para las obras de teatro o las graduaciones. Cosas así.
En las escasas ocasiones que surgía alguna diferencia entre ellos, se congregaban debajo de un árbol, conversaban largo rato, y llegaban a acuerdos sellados con un apretón de manos.
Todo ello transcurrió más o menos así hasta aquella madrugada en la que amaneció lloviendo monedas de oro. Ocurrió sin previo aviso, y de allí la sorpresa de grandes y chicos. Nada en el cielo, ni la tierra ni en el mar presagió tal fenómeno.
Primero repicaron algunas monedas aquí y allá. Como no era extraño que de vez en cuando se registrara alguna granizada, los habitantes murmuraron que era eso, una granizada. Con el transcurrir de las horas, el temporal arreció. Y entonces el oro fluyó corriente abajo. Los patios se inundaron y las aceras se tornaron luminosas, un rió abrillantado.
Cuando los habitantes del país pequeño entendieron lo que sucedía, abandonaron de prisa las oficinas, las casas y las escuelas para llenar bolsos de monedas relucientes. Como aquello no era suficiente, la mayoría regresó a la calle con maletas, cubos de pintura vaciados y sacos para la cosecha.
Aquellos que contaban con un vehículo lo utilizaron como recipientes improvisados. Solo era cuestión de salir de casa, y regresar de inmediato a recoger más monedas relucientes.
Nadie sabía porqué estaba lloviendo oro. En realidad en esos primeros instantes nadie se lo cuestionó. Solo unos días después, las autoridades se citaron en la plaza pública para discutir al respecto, pero luego entendieron que no importaba mucho profundizar en el asunto, porque en realidad lo demandaba con excesivo interés.
Luego de varias semanas, entre sucesivos chaparrones dorados, los habitantes parecían satisfechos, cada quien con su nueva prosperidad. Sus gatos, sus perros y sus gallinas se interesaron por la algarabía al inicio, pero luego se adaptaron. Siguieron su rutina, como si nada.
Un tiempo después del primer temporal, cuando ya el oro anegaba con su reflejo montañas, llanuras, cauces y mares, los habitantes acordaron que era necesario tomar algún tipo de acción.
Y en conjunto, reunidos en la plaza pública, superando cualquier diferencia del presente, con voto unánime, decidieron que en adelante serían un país del primer mundo.
Dispusieron construir autopistas de oro fundido para trasladarse entre uno y otro sitio. Desde el Lejano Oriente importaron el ferrocarril, relumbrante, para movilizarse de la misma manera que lo hacía la gente del primer mundo.
Levantaron rascacielos espigados con cornisas en oro, para vivir como en el primer mundo; edificaron enormes coliseos deportivos con butacas y paredes doradas para ejercitarse, también, como en el primer mundo.
Compraron botes, autos y aviones de oro para andar de un lado a otro como en el primer mundo (los autos pequeños desaparecieron y los gatos, perros y gallinas fueron desplazados a un albergue para dar paso a mascotas más sofisticadas).
También estrenaron grandes centros comerciales, con vitrinas doradas y anaqueles repletos de productos del primer mundo.
Los hombres y las mujeres perfilaron sus narices y redujeron sus barrigas. Es decir, transformaron sus cuerpos para lucir como gente del primer mundo.
A los niños se les dotó con lo último en tecnología, para que fueran chicos con futuro, modernos y preparados para los tiempos nuevos.
Otro consenso tuvo que ver con la educación y la cultura. Con semejantes recursos a disposición, acordaron, era tonto insistir en el estudio de las humanidades o cualquier otra carrera distinta a aquellas destinadas a multiplicar la bonanza reciente.
Cuando algunos habitantes protestaron por la eliminación de la cultura, se les tranquilizó con la idea de que no habría problema alguno en comprar en Broadway las mejores obras del momento, o replicar en los museos recientes las exhibiciones del Louvre o del Moma.
A partir de entonces, los estudiantes aprendieron a multiplicar la riqueza, y al recibir sus calificaciones bimestrales los padres -orgullosos- brindaban con el mejor whiskey importado. “El que tiene para el whiskey, tiene para el hielo”, bromeaban entre sí.
Pronto, los territorios vecinos al país pequeño miraban con asombro, y envidia, todo ese brillo acumulado. De hecho, algunos habitantes del pequeño país hablaron en favor de cerrar las fronteras para evitar cualquier tipo de contaminación al presente esplendoroso del que gozaban.
Una vez que la nueva vida estuvo organizada, los habitantes se zambulleron en una existencia distinta. Los pequeños barrios se transformaron en urbanizaciones de mansiones impresionantes, protegidas cada una tras muros elevados. La molestosa hierba, con su necia necesidad de mantenimiento, fue reemplazada por cesped sintético traído del exterior.
Rascacielos espigados germinaron a lo largo de la explanada, especialmente a orillas de la playa, cuyo acceso era cada vez más limitado. Se multiplicaron las revistas y las páginas web en donde reseñaban con generosidad la buena fortuna de los habitantes más distinguidos con sus matrimonios felices, sus quinceaños prometedores, sus graduaciones merecidas y sus éxitos profesionales destacados.
Los viejos cafés, las librerías y las pequeñas plazas fueron cubiertas por una película de moho porque la vida social se trasladó a los foodcourts de los centros comerciales o, más modernamente, a las pantallas de los teléfonos celulares.
El arroz, los frijoles y las verduras dejaron de comerse en favor de manjares orientales o americanos, es decir, comida más acorde con la nueva vida.
Una tarde, cuando aquella primera lluvia era ya un recuerdo, ocurrió que a los habitantes del país pequeño ya no les quedaba nada más por comprar. Sin embargo, todos, sin excepción, sufrían el mismo desencanto: no se sentían en el primer mundo. Lo tenían todo, pero faltaba algo, murmuraban.
Para tratar de comprender de qué se trataba, una mañana de domingo los adultos, los viejos, los jóvenes y los niños treparon a la colina más alta, con la idea de resolver desde allá arriba los misterios de aquella angustia colectiva.
Desde allí, divisaron los confines de su tierra, con sus mareas, sus ríos y sus llanuras de oro; siguieron con la vista el andar sostenido del lujosísimo ferrocarril; observaron resplandecer las autopistas larguísimas; destacar los rascacielos empinados; destellar los coliseos deportivos, así como los botes, los autos, los aviones y los centros comerciales de vitrinas lustrosas.
Después de un tiempo sentados allí en la cima, al ver que no ocurría nada especial, alguien sugirió apelar a la filosofía como camino para comprender el problema. Pero los viejos estaban agotados y carecían de fuerzas para pensar. A los adultos les pareció una verdadera pérdida de tiempo, mientras que los más jóvenes y los niños nunca habían escuchado hablar al respecto.
Otra persona sugirió leer el libro más antiguo que existiera, con la idea de encontrar allí alguna respuesta. Luego de una búsqueda agotadora, alguien dio con el texto. Lo leyó en voz alta, de un solo tirón. No funcionó porque nadie comprendió la lectura.
Más tarde, un anciano dijo recordar vagamente que algunos países habían alcanzado el primer mundo a través de la meditación, por lo que propuso que todos, tomados de la mano, meditaran. Nadie se quiso tomar de la mano, por demás ocupadas con las notificaciones del celular.
Mientras, un chico hizo la consulta a Google. Pronto descubrió, con sorpresa, que su país pequeño no figuraba en la base de datos del primer mundo.
Y así, durante los siguientes días, meses y años intentaron muchísimas otras alternativas, pero nada funcionó.
Permanecieron allí agrupados en la colina dorada, cautivos de su malestar, discutiendo entre sí por todos los siglos, temerosos de descender sin una respuesta, escuchando de vez en cuando el eco de los perros, los gatos y las gallinas que continuaban, como si nada, su existencia en el albergue donde habían sido llevados hacía tantos años atrás.