• 20/04/2025 00:00

Apostando al fortalecimiento de las instituciones

Hace poco leí el libro Por qué fracasan los países, de Daron Acemoglu y James A. Robinson, ganadores del Nobel de Economía por sus trabajos sobre cómo se forman las instituciones y cómo afectan a la prosperidad. El libro es una tesis de que la prosperidad depende de las instituciones y que “la democracia verdadera, genuina e inclusiva importa, muy claramente” y que “las economías que se democratizan desde un régimen no democrático crecen más rápidamente”.

Singapur pasó de un sistema autocrático a un sistema participativo, y se hizo el milagro. España vivió una dictadura férrea y alcanzó una notable prosperidad. Chile saltó de una dictadura militar a una democracia, y también allí se hizo un milagro, aunque no ha durado mucho. En Panamá, esa transición de dictadura a democracia no causó milagros y el auge económico se ha mantenido por muchos años, pero cada vez más tenue. Lo cierto es que para asegurar la permanencia de la democracia y la robustez del aparato económico es vital la solidez de las instituciones.

Y la verdad es que en Panamá vemos cierta fatiga en su entramado institucional. La gente quiere mejorar, pero no quiere cambiar, y prefieren mantenerse en la decadencia antes de reformar el Estado, pese a que es lo necesario. El presidente José Raúl Mulino ha dicho que una reforma a la Constitución está entre sus prioridades y que una vez concluya la fase de reapertura de la mina de cobre dedicará tiempo para destrabar la burocracia y mejorar la administración de justicia, de manera que podamos avanzar como nación. Por supuesto, no faltarán los detractores y falsos opositores que están más interesados en satisfacer sus intereses personales que reforzar las instituciones básicas del país.

Definitivamente, en estos treinta y cinco años, desde el fin de la dictadura militar, un duro diagnóstico de la realidad nacional nos indica que hemos mejorado en varios aspectos institucionales, pero no sustancialmente. Es cierto, los panameños no deseamos enfrentamientos constantes ni cambios abruptos: queremos soluciones a los problemas básicos. Pero el respeto institucional es aún más imprescindible, pues sin él, además de un Estado fracturado, somos un país complicado difícil de gobernar.

Por eso, en la búsqueda del bien común y en la resolución de esos problemas básicos del país, es reivindicatorio el acatamiento de las leyes y la colaboración armoniosa entre los órganos del Estado y todas las instituciones. Podría decirse que, en esos treinta y cinco años, hemos visto muchos ejemplos de desencuentros y pocos de consensos, algo que no ayuda a un país que necesita urgentemente más sincronización y menos complicación.

No analizo aquí las causas de la polarización política y la posición insoportable de la mal llamada oposición; solo constato que se producen roces y que es urgente acabar con la espiral de absurdeces que no favorecen en nada el clima político ni mucho menos fortalecen nuestra democracia. Siempre he señalado que, en temas de país, las cuestiones de fondo exigen respeto a las formas. La clave es entender que los ciudadanos no quieren que los políticos se enfrenten siempre y no acuerden nunca; desean soluciones concretas a sus problemas y satisfacción a sus necesidades.

La responsabilidad de los líderes políticos en alcanzar este objetivo es innegable; no son los únicos responsables, pero precisamente por su condición de dirigentes tienen una enorme responsabilidad. Y es evidente que hay cada vez más tensión y violencia verbal en los debates dentro del hemiciclo legislativo que en las tertulias de los bares. En nuestra historia republicana no hemos tenido muchos episodios de enfrentamientos de puño y patadas entre diputados y líderes políticos, pero no porque en el ADN del pueblo panameño no haya una tendencia a la violencia, sino porque las clases dirigentes han sido pasivos, manejables y complacientes. Es pertinente hacer pedagogía de la reconciliación, del acuerdo y del entendimiento. Pactar no puede ser considerado como algo indigno que supone abandonar principios inamovibles.

Por tanto, a raíz de lo que ha ocurrido, ocurre y trasciende en Panamá, estamos obligados a recordar que la democracia es como una planta que hay que cuidar y regar. En los años 30, 40, 50, 60, 70 y 80 del siglo pasado ya se comprobó su fragilidad. Los golpes de Estado, juicios amañados, fraudes electorales y “gargantazos” estaban a la luz del día. Hoy la situación es otra, pero pueden establecerse similitudes y la reacción debe ser el compromiso de defender la democracia. Y la democracia se defiende respetándola en el fondo y en las formas y dignificando las instituciones que deben servir a la ciudadanía y no a los intereses personales ni a los partidos políticos.

*El autor es empresario
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