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- 13/11/2022 00:00
¡Ah!, Rufina, Rufina
El personaje de Rufina Alfaro, mito o leyenda, sigue concitando la atención de historiadores, sociólogos, abogados y demás especialistas. Y en noviembre vuelve a renacer, para promover, desde la polémica, su vigencia nacional. Es un fenómeno social digno de estudio más allá de la prueba fáctica que reclaman algunos estudiosos nacionales. Llama la atención el fervor nacional que despierta su figura legendaria. Su nombre está por todas partes: corregimientos, salas de baile, cantinas, grupos folclóricos o que pretenden serlo, transportes colectivos y un largo etcétera.
Algunos analistas dicen que Rufina es un inventó de Ernesto J. Castillero Reyes, pero tampoco aportan la prueba fáctica que ellos reclaman desde miradores pretendidamente objetivos y científicos. Otros afirman que es la fotocopia de Policarpa Salavarrieta (1795-1817), La Pola, la heroína colombiana, pero todo ello se sustenta en el limbo o en la opinión antojadiza de los que ofician de verdugos de la santeña.
Hasta ahora Rufina Alfaro no puede ser catalogada como un personaje histórico, es cierto, pero ello no parece importarle a la base social que le venera como parte del calendario histórico de la nacionalidad. Y llama la atención que en un país en el que solemos entrarles a hachazos a nuestros símbolos, no reparemos en el daño que podemos infringirle a nuestro maltrecho ideario nacional plagado de leyendas negras y rosas, realidad compleja que queremos reducir a enfoques de imperios, clases sociales, sin duda valiosos, pero que descuidan el papel del empuje humano más allá de los llamados factores estructurales.
No es mera casualidad que durante el mes de noviembre aparezca la mujer de La Peña al lado de hombres de carne y hueso cuyas actas de nacimiento están registradas en los archivos parroquiales, y hasta tiene el atrevimiento de ser más protagónica que ellos. Y este es otro reclamo para Rufina, que osa desplazar a personajes de los grupos dominantes, los mismos que son acusados de defender intereses comerciales, agrarios y mercuriales, como si ellos no tuviesen, también, el derecho a ser parte de la conjura independentista.
Pienso que todo este debate -si existió o no Rufina Alfaro- es producto de una visión cartesiana del mundo, como si la creación humana únicamente pudiera mirarse con anteojeras de la objetividad científica. Olvidamos que la sociedad y su cultura son hechuras de hombres y no de dioses. Las sociedades no viven solo del fruto de la ciencia y de una racionalidad que queremos imponer, desconociendo lo poco que seríamos sin arte, poesía y mitologías populares.
Rufina siempre me ha parecido un personaje sugestivo, asumido por amplios sectores de la población como la encarnación de la libertad y la rebeldía; existe, ahora sí, una complicidad que no para mientes en argumentos del tipo que pregunta en dónde se encuentra el acta de bautismo. Siempre he creído en el derecho de nuestra gente a tener sus héroes -ficticios o reales-, a soñar con una figura que sea el reflejo de su participación en las luchas libertarias. Algo así como la revancha por su casi nula mención popular en los documentos que sustentan el 10 de Noviembre de 1821. Ella parece ser el emblema de la masa silente, con el añadido de que es una representación femenina en una época –siglo XIX- en donde se les niega a las féminas la mención como agente social.
El simbolismo de Rufina Alfaro es impactante, porque su figura se ha enraizado en el Grito Santeño, al punto que muchos próceres son menos conocidos que ella, como queda dicho. Y esta es una debilidad que ha de ser corregida, pero no al extremo de destruir la leyenda o el mito. Porque mientras no encontremos vestigios de su vida terrenal, nada sacamos peleándonos con el personaje que ha contribuido a darnos identidad y orgullo patrio.
Yo no sé lo que otros pensarán, pero, para mí, Rufina continuará siendo la encarnación de mi pueblo, la imagen venerada del hombre irredento de los campos interioranos.