El 3 de noviembre de 1920 y el discurso de Carlos Laureano López

Actualizado
  • 07/11/2021 00:00
Creado
  • 07/11/2021 00:00
Nota del Editor: El 17 aniversario de la Separación de Panamá de Colombia tuvo como centro de celebración el Teatro Nacional, con una sesión solemne del Consejo Municipal. Su presidente Carlos Laureano López Tejada (1874 – 1944), fue escogido como orador principal. La disertación fue catalogada como interesantísima y publicada en La Estrella de Panamá del 4 de noviembre de 1920. López Tejada, oriundo de Las Tablas, fue un prominente hombre público que llegó a ocupar el cargo de Segundo Designado (vicepresidente) de la República en la administración del presidente Florencio Harmodio Arosemena y falleció ejerciendo como magistrado presidente de la Corte Suprema de Justicia el 20 de noviembre de 1944.
El 3 de noviembre de 1920 y el discurso de Carlos Laureano López

El honorable Consejo Municipal del Distrito de Panamá, que me honro en presidir, me ha discernido el honor – tan alto como indeclinable – de llevar la palabra en este acto solemne con el cual conmemoramos la fecha ya clásica de la separación política del Istmo de Panamá de la República de Colombia.

Séame, pues, permitido decir algunas frases tendientes a justificar la actitud asumida por el Cabildo de Panamá y por el pueblo panameño el día memorable en que hizo efectiva su inquebrantable resolución de asumir para sí, y para sus descendientes, el derecho de gobernarse libremente y de constituir en este puente de América, libre de las trabas que se oponían a su progreso y a su propio bienestar, una entidad soberana llamada, por mil títulos, a figurar en el rol de las naciones independientes del orbe.

Tarea larga y enojosa sería la de rememorar, uno a uno, los motivos que impulsaron a los istmeños a separarse de la Nación colombiana, a la que espontáneamente habían unido sus destinos; pero sí es este el momento de declarar, de la manera más enfática, que no fueron móviles mezquinos ni intereses del momento las causas determinantes de esa separación. Solo aquellos que no conocen la historia política del istmo a partir de nuestra independencia del Poder Español, pueden imaginar que Panamá ejecutó acto vergonzoso o desleal al desunir su suerte de una nación que, antes que hermana cariñosa, fue tutora descuidada o negligente, que no supo o no quiso comprender las verdaderas necesidades de su pupila, cuyas justas aspiraciones jamás satisfizo, desoyendo de manera sistemática las quejas y aun las mismas amenazas de un rompimiento que tenía que ser, como lo fue, la consecuencia obligada de semejante proceder.

Echemos una ojeada al pasado de este país, recorramos a la ligera las páginas de su historia, y veremos que la secesión del Istmo de Panamá y su erección en Estado independiente o autónomo, fue aspiración que cultivaron y aún llevaron algunas veces a la práctica – siquiera fuese de modo efímero – los panameños más conspicuos, desde José Domingo Espinar, el bolivariano intransigente, general distinguido en la campaña del Perú y Secretario General del Libertador, hasta José de Obaldía, el orador famoso, que en alguna ocasión llegó a regir los destinos de la Nueva Granada; y desde Tomás Herrera, el bizarro Capitán del Batallón Voltígeros en Ayacucho, que mereció ser llamado el Caballero Bayardo, “sin miedo y sin tacha”, caído gloriosamente en las calles de Bogotá en defensa de la Constitución y de las libertades ciudadanas, hasta Justo Arosemena, el pensador y el apóstol, el eminente estadista, que honró a Colombia en el foro, en las letras y en la diplomacia.

Todos estos varones ilustres proclamaron y defendieron, en diferentes épocas y en distintas formas, el derecho inmanente del Istmo de Panamá a darse un gobierno propio, aunque fuera en su régimen interno; a manejar su hacienda, y a dictarse leyes en consonancia con sus tradiciones, con la índole de sus pueblos y con la especial posición geográfica en que lo ha colocado la Providencia. Pero es lo cierto que tales aspiraciones nunca pudieron realizarse de manera efectiva y permanente dentro de la comunidad colombiana, antes bien se vieron burladas día por día, hasta llegar – durante el régimen centralista iniciado en 1885 – a hacer imposible cualquier advenimiento que, satisfaciendo los justos anhelos de los panameños, dejara a la vez incólume la soberanía de Colombia en esta sección de la República.

La situación verdaderamente humillante a que se vieron reducidos los istmeños por virtud de las leyes especiales y las disposiciones draconianas a que los sometió el Gobierno conservador que imperó en Colombia desde 1885, la pintó de manera gráfica, a raíz de nuestra separación, un colombiano distinguido, a quien no se podría tachar de antipatriota, que vivió en el Istmo durante varios años, y pudo por tanto convencerse del cúmulo de injusticias ejecutadas con nosotros durante esa época nefasta. Creo necesario reproducir aquí, aunque sea por muchos conocida, la parte más importante de esa exposición de motivos, publicada en Bogotá por el doctor Santander A. Galofre cuando llegó a esa capital la noticia del movimiento que aquí nos tiene congregados, Esa relación, tan sincera como verídica, es la justificación más completa de la conducta observada por los prohombres que iniciaron y llevaron a feliz término la revolución independentista de 1903. Héla aquí:

“De dueños y señores del territorio (los panameños) los convertimos en parias del suelo nativo. Brusca e inesperadamente les arrebatamos sus derechos y suprimimos todas sus libertades. Les despojamos de la facultad más preciosa de un pueblo libre: la de elegir sus mandatarios, sus legisladores, sus jueces. Restringimos para ellos el sufragio, falsificamos el cómputo de los votos e hicimos prevalecer sobre la voluntad popular la de una soldadesca mercenaria y la de un tren de empleados ajenos por completo a los intereses del Departamento. Les quitamos el derecho de legislar y como compensación los pusimos bajo el yugo de hierro de leyes excepcionales. Estado, provincias y municipios perdieron por completo la autonomía que antes disfrutaban. Se limitaron las rentas y la facultad de invertirlas. En las ciudades verdaderamente cosmopolitas del Istmo no fundamos escuelas nacionales en donde aprendieran los niños nuestra religión, nuestro idioma, nuestra historia y a amar a la patria… Desde diciembre de 1884 hasta octubre de 1903, presidentes, gobernadores, jefes y ayudantes de policías, la Policía misma, magistrados, jueces de categoría diversa, fiscales, etc., todos bajaban de las altiplanicies andinas o de otras regiones de la República para imponer en el Istmo la voluntad, la ley o el capricho del más fuerte, para traficar con la Justicia o especular con el Tesoro, y aquel tren de empleados, semejante a un pulpo de múltiples tentáculos, chupaba el sudor y la sangre de un pueblo oprimido y devoraba lo que en definitiva solo los panameños tenían derecho de devorar. Hicimos del Istmo una verdadera Intendencia Militar. Y cuando aquel pueblo de trescientas cincuenta mil almas tenía hombres de reputación y de popularidad casi irresistible como Pablo Arosemena y Gil Colunje, talentos e ilustraciones como Ardila, insignes diplomáticos como Hurtado, y celebridades científicas de notoriedad europea como Sosa, los dejamos a un lado, los relegamos al olvido, en lugar de llevarlos al solio del Istmo para calmar la sed de justicia y satisfacer las aspiraciones legítimas de todos los panameños. Semejante proceder hirió el orgullo, la dignidad y el patriotismo de todos los hombres esclarecidos del Istmo, y fomentó y provocó el odio y la cólera de la masa popular…”.

Quede, pues, establecido de manera irrefutable que el movimiento separatista que hoy conmemoramos, fue hecho necesario, aunque doloroso, impuesto por las circunstancias y consagrado por el derecho que tiene todo pueblo o asociación de hombres a romper cualquier vínculo oprobioso que lo ate contra su voluntad a otro y darse un gobierno propio, en conformidad con sus idealidades y con sus vitales intereses. Declaremos, asimismo, una vez más, que nuestra separación de Colombia se efectuó sin odios ni rencores; que los panameños, echando en olvido viejos agravios, obra más bien de los malos gobiernos que no del noble pueblo colombiano, no dejamos de sentir admiración y simpatía por ese país, con el cual convivimos durante casi un siglo, y que es nuestro constante anhelo que esa Nación, grande y gloriosa, cuya historia está tan íntimamente ligada a nuestra propia historia, dejando a un lado sentimientos que no deben caber en pechos generosos, reconozca la justicia de nuestra causa, y nos tienda – sin reticencias ni recriminaciones – mano afectuosa de amiga, para marchar unidas en el concierto mundial, a la conquista de la civilización y de la prosperidad que ambos pueblos están llamados a obtener.

Bendigamos la obra magna de los hombres que nos dieron patria y libertad, y como un tributo de admiración y de respeto a la memoria de nuestros próceres, hagamos votos porque todos los panameños, como en aquella tarde inolvidable, depongamos nuestras querellas, nuestros comunes resentimientos, y nos unamos estrechamente en un solo propósito: el de conservar intacta la soberanía de esta Patria tan querida y “tan pequeña que cabe toda entera debajo de la sombra de nuestro pabellón”; y en una sola aspiración: la de propender al engrandecimiento y prosperidad de esta garganta de tierra que, según la magnífica expresión de un ilustre Prelado colombiano, “ha sido destinada por el Creador para recibir en sus hospitalarias playas las lenguas, las creencias, las razas y los tesoros de los siglos”.

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