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- 25/02/2023 00:00
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Las dos grandes fiestas del año han sido siempre el carnaval y la cuaresma; una para comer, beber y entregarse a la expansión del ánimo, y la otra para ayunar y orar.
Históricamente, los tres días del carnaval se desarrollaban casi exclusivamente en el arrabal. Consistía en corridas de toros, cabalgatas y algo de bebida (Mercantile Chronicle, 3 de marzo de 1865).
También se representaban las comedias de los moros, los españoles, los cimarrones, los barcos y los toldos; sobre todo los bailes, las cumbias y las tunas. La población de adentro, especialmente los residentes extranjeros, salían en masa a la sabana, a caballo y en coche, en ruidosas parrandas que dieron al olvido por un rato sus tareas y tribulaciones cotidianas (Star & Herald, 15 de febrero de 1877).
A pesar del carácter popular, la prensa del siglo XIX levantaba ardientes opiniones acerca del carácter desbordante de los que participaban en dicho jolgorio:
“Los tres días del carnaval transcurrieron mucho más tranquilos que de costumbre, aunque el último fandango, un antiguo baile español, en la Plaza del Triunfo, fue un asunto bastante ruidoso, siendo protagonizado enteramente por mujeres, varias de las cuales se pusieron bastante irritables y pendencieras antes del amanecer”, (Star & Herald, 6 de marzo de 1862).
“Mucho se ha alterado de la manera de celebrar el carnaval, por lo menos entre las clases pobres. Las ceremonias y prácticas originaron una mezcla de nociones e inclinaciones cristianas con las supersticiones de los indios. Eran aquellos días de la época de libertad desenfrenada de las cocineras, las sirvientas y las clases labriegas. La principal diversión consistía en bañar con agua de pozo o cualquier otra asequible, a todos los que estaban a su alcance. Por las calles, los hombres y mujeres que durante el resto del año arrastraban una monótona existencia se desquitaban empapando a todos los que pasaban, sin reparar en edades, sexo, ropajes ni estado de salud”, (Star & Herald, 16 de febrero de 1874).
El Carnaval del Arrabal de la ciudad, en las islas de la bahía como Taboga y las aldeas del interior era de gran creatividad.
En la ensenada del frente marítimo norte, en la playa y los muelles se congregaba una numerosa multitud en los balcones y ventanas de las casas para presenciar, por unas dos horas, la representación de una contienda entre goletas, pangas, balandras y barcos regulares, donde sus tripulantes intentaban abordar los navíos del enemigo, que encarnaban a moros, turcos, españoles, ingleses y cimarrones (esclavos negros fugitivos).
No ocurría ningún accidente excepto la inundación de dos o tres botes con sus crestas, pero generalmente eran nadadores y esto era parte de la diversión. El espectáculo culminaba con el victorioso desembarco con sus prisioneros y trofeos (Star & Herald, 5 de marzo de 1878).
Según la costumbre, en horas de la mañana desfilaban por las calles grupos de mujeres, ataviadas con la pollera nacional, alegremente adornadas con flores y cintas multicolores colgadas de sus sombreros, hombros y cintura; portando velas encendidas en las manos; bailando la tuna en las plazas y en las esquinas de las calles; cantando a pleno pulmón y acompañadas de la música del tambor, la concertina y el triángulo. Atrás de esta vía, se cerraba la calle y se bailaba toda la noche en una pista de baile improvisada sobre la que se había tendido una lona de las casas colindantes opuestas (Star & Herald, 16 de febrero de 1888).
La historiadora Betzy González en El Carnaval panameño: del arrabal a la oligarquía, 2006, discute el desprecio y rechazo manifestado públicamente en los diarios locales para el Carnaval del Arrabal durante el cambio de siglo: “En Panamá no se ha hecho nunca la fiesta del carnaval de forma apropiada, pero este año, según parece, saldrán a la luz, la estética, el buen humor, la alegría y el buen gusto de los istmeños. El adelanto en la civilización y en la cultura revélense también en las alegres manifestaciones carnavalescas y a los rudos y grotescos entretenimientos de antaño, suceden demostraciones artísticas, notaciones de alegría, sí, pero de alegría civilizada”, (Diario de Panamá, 9 de enero de 1910).
El martes de carnaval, así como el 3 de noviembre fueron declarados día de fiesta nacional y cívica mediante la Ley 6 del 4 de octubre de 1910 de la Asamblea Nacional y se ordenó el cierre de las oficinas públicas.
Esta ley fue sancionada por Federico Boyd, presidente encargado de la República, durante sus cinco días de mandato. En diciembre de ese mismo año, Boyd designa la junta del carnaval de 1911, encabezada por Francisco de la Ossa. (Star & Herald, 22 de diciembre de 1910).
Con la inauguración del Teatro Nacional en octubre de 1908 y la apertura de clubes privados como el Club Internacional y el Club Unión en mayo 1909, nuevas instituciones sociales se integraron al carnaval capitalino.
La reina era postulada por establecimientos comerciales y clubes privados, mientras que su elección se realizaba por los votos obtenidos con un valor monetario a manera de recaudación para la celebración de la fiesta.
La Gobernación de la provincia era garante del proceso y su proclamación. La coronación se realizaba en el Teatro Nacional. Manuelita Vallarino, primera reina del carnaval de 1910 declaraba: “Las plazas, las calles y los balcones lucían adornos policromos y vistosos. Parecía que la ciudad hubiese vestido su mejor traje de fiesta, las carrozas alegóricas fueron una demonstración de verdadero arte y lujo. Desfilaron por la avenida Central entre tronadores aplausos, lo mismo que las comparsas y mascaradas que exaltaron la alegría hasta lo indecible. En mi calidad de reina, yo presidí aquel desfile que fue también un verdadero certamen de cultura”.