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Cárceles panameñas, entre masacres y falta de recursos
- 22/11/2022 00:00
- 22/11/2022 00:00
La historia de precariedad de las penitenciarías de Panamá no es nueva. El 10 de diciembre de 1996 fue demolida la cárcel Modelo, ubicada en calle B de El Chorrillo, después de una reyerta en la que fueron asesinados dos reclusos y otros tres resultaron heridos. Las autoridades de la prisión ordenaron a los policías un escarmiento para los detenidos. La cámara de Samid Botello recogió las imágenes y fueron transmitidas en los noticieros locales, lo que provocó la indignación de la sociedad.
El camarógrafo revivió aquel episodio de hace 25 años. Estaba en calle 25, del populoso barrio de El Chorrillo, cuando un grupo de residentes gritó: “sube, sube al edificio”. Su instinto periodístico le repetía que era una primicia: no le falló.
Él subió rápidamente al último de tres pisos de un edificio desde donde observó a muchas personas en la cocina de la cárcel. Le impresionó ver cómo los reos salían al patio principal del penal, completamente desnudos, casi corriendo hacia los pabellones, después de recibir toletazos”, recordó.
La Modelo, como se la conocía, fue construida para albergar 250 detenidos, pero con el pasar de los años sobrepasó los 1.500, así que no era extraño encontrar hamacas colgadas en el interior de las celdas e incluso en los pasillos.
El calabozo de aislamiento era una húmeda mazmorra sin iluminación ni inodoro. Los detenidos quedaban encerrados con sus orines y heces. Quienes eran enviados a esa celda dormían en la inmundicia.
La isla de Coiba, a 280 kilómetros de la ciudad de Panamá, frente a las costas de Veraguas, esconde otro oscuro pasado. El 14 de febrero de 1920 nació el Centro Penal de Coiba. En medio de la exuberancia de la naturaleza y bosques centenarios, las celdas albergaban a los temidos criminales del país. Durante la dictadura militar (1968-1989), esa prisión fue escenario de crueles torturas y brutales violaciones.
Sin embargo, las atrocidades no solo se produjeron durante la época autoritaria. En 1998 ocurrió una masacre en la que cuatro prisioneros fueron torturados y luego decapitados con hachas y machetes. Los detenidos que protagonizaron la matanza, dejaron un reguero de sangre a lo largo de una de las playas de Coiba.
De uno de los cuerpos no se encontró rastro, y se presume que fue devorado por los tiburones. Seis años después de esos crímenes, el Centro Penal de Coiba fue clausurado.
Para Juan Carlos Araúz, presidente del Colegio Nacional de Abogados, gremio que integra el Consejo de la Política Penitenciaria, el sistema de prisiones ha sido víctima del abandono. Considera que, con la implementación de nuevos estándares internacionales en materia de derechos humanos, se han registrado tímidos avances. No obstante, el saldo sigue siendo desfavorable.
El problema radica en que mientras el sistema penitenciario no cuente con presupuesto, las infraestructuras que reportan hacinamiento no cambiarán, por lo que resulta imposible impulsar programas de reinserción que puedan dignificar al individuo que permanece detenido.
La mora del sistema judicial complica más las cosas. En octubre de este año había 7.588 presos –35% del total de la población carcelaria– que estaban en espera de que se decidiera su proceso.
Nadia Noemí Franco Bazán, catedrática de derecho penal de la Universidad de Panamá, con posgrado en estudios criminológicos e investigadora del sistema penitenciario, explicó que con el ingreso del Sistema Penal Acusatorio (SPA), en septiembre de 2016, comenzó a reducirse la cantidad de detenidos de manera preventiva.
Explicó que en la implementación del proceso, los jueces de garantía empezaron a conceder medidas cautelares alternas, como el reporte periódico. Pero con la pandemia de la covid-19 llegaron a ser más rigurosos. Para evitar riesgos, preferían mantener en la cárcel a los procesados.
“Si no queremos irnos a acuerdos de pena ni a métodos alternos de resolución de conflictos, vamos a seguir teniendo una población enorme de detenidos”, comentó Franco Bazán.
“Suele decirse que nadie conoce realmente cómo es una nación hasta haber estado en una de sus cárceles. Una nación no debe ser juzgada por el modo en que trata a sus ciudadanos de más alto rango, sino por la manera en que trata a los de más abajo”, escribió el expresidente sudafricano Nelson Mandela (1918-2013).
Sus 27 años como preso político y su defensa de la democracia y los derechos humanos le dieron autoridad moral para hablar en favor de millones de detenidos alrededor del mundo.
En un periodo de dos meses, entre el 23 de agosto y el 19 de octubre de 2022, La Estrella de Panamá hizo gestiones al más alto nivel para acceder a los centros penitenciarios y a una entrevista con el actual director del sistema, Euclides Castillo.
Durante el proceso se realizaron llamadas y enviaron mensajes, correos electrónicos y, en última instancia, se presentó una solicitud de información con un cuestionario de 15 preguntas que, al momento de las publicaciones, no ha recibido respuesta.
Considerando que la crisis de las penitenciarías tiene décadas, 'La Decana' intentó conocer los avances y proyectos de la presente administración para corregir situaciones expuestas en esta investigación, pero solo se recibieron evasivas, entre ellas, que el acceso a las cárceles “era una solicitud compleja”. Aun, con el tiempo en contra, siempre se mantuvo la intención de dar espacio a la contraparte, pero todos los esfuerzos fueron infructuosos.
El 19 de octubre pasado, cuando vencieron los 30 días para dar respuesta, según la Ley 6 en materia de Transparencia, la última respuesta del Ministerio de Gobierno fue la siguiente: “estaban listas, pero en el momento en que te íbamos a llamar, todo cambió en el ministerio (Janaina Tewaney, entonces ministra de la cartera de Gobierno, pasaría a encargarse de la ejecución de la política exterior)”.
Mandela fue un firme defensor de los derechos de los presidiarios que, aunque hayan transgredido la ley, merecen ser respetados porque son protegidos por instrumentos internacionales, de los cuales Panamá es signatario. Entre otros, la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura, y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre.
En su artículo 28, la Constitución Política de Panamá establece la existencia de un sistema penitenciario creado según los principios de seguridad, rehabilitación. Prohíbe las medidas que lesionen la integridad física, mental o moral de los reclusos. Pero la esencia de ese contrato social panameño no es cónsona con la realidad del sistema carcelario. El Estado ignora sus propias reglas.
La Ley 55 que creó el sistema penitenciario señala que, además de los derechos suspendidos o limitados por la condena de un interno, la libertad jurídica debe ser idéntica a la de una persona libre. Contiene, además, provisiones diseñadas para proteger los derechos humanos de los internos, de acuerdo con los estándares internacionales. A pesar del lenguaje prometedor de la norma, ninguno de sus enunciados ha sido implementado.
El sistema penitenciario se caracteriza por grandes injusticias y desigualdades, como el caso del requerido presupuesto que aporte los recursos necesarios. En el quinquenio de 2018 a 2022, la población penitenciaria panameña creció 23%. El presupuesto para las cárceles, solo 9%.
De acuerdo con el Ministerio de Gobierno, la inversión para mejorar el sistema es de solo 6%. Las estadísticas son claras: el gobierno invierte diariamente $7,07 en un recluso. Colombia $13,75 y Chile $34. La exministra de esa cartera Janaina Tewaney fue rotada hace unas semanas y actualmente es la canciller de la República.
Los problemas no son exclusivos por la falta de recursos. La administración ineficaz y la existencia de privilegios e irregularidades institucionalizadas han causado disparidades marcadas en el tratamiento y condiciones de vida de los reclusos.
Un reciente informe de Derechos Humanos del Departamento de Estado de Estados Unidos sobre Panamá hace énfasis en el hacinamiento carcelario, la precaria seguridad interna, la falta de agua potable, servicios médicos e inadecuadas condiciones sanitarias.
Todavía como ministra de Gobierno, Tewaney respondió que el problema de las prisiones era un asunto estructural, causado porque varios centros originalmente fueron concebidos como cuarteles de policías y no como cárceles.
De acuerdo con la investigación de La Estrella de Panamá, por lo menos seis centros penitenciarios que operaban como cuarteles, fueron adaptados a cárceles o funcionan dentro de instalaciones de la Policía Nacional.
Los detenidos en forma preventiva comparten las celdas con los condenados, en una abierta violación a los estándares internacionales. Las reglas mínimas de las Naciones Unidas para el tratamiento de los reclusos establecen que la población penitenciaria no debe superar los 500 reclusos. En Panamá, sin embargo, existen seis centros que superan los 1.000 presos.
Eduardo Leblanc, responsable de la Defensoría del Pueblo, promueve el cierre de todas las cárceles dentro de las instalaciones de la Policía Nacional. No es ajeno a los problemas de acceso a agua, a salud, las carencias de carbohidratos y proteínas en la alimentación y la discrecionalidad del sistema escolar.
Las pobres condiciones carcelarias vienen arrastrándose por más de 20 años. En el país no hay un proceso de resocialización, porque el sistema penitenciario está abarrotado de reclusos; las juntas técnicas, que deben contribuir a regular la situación en las cárceles, no se reúnen, y persiste la discrecionalidad para desarrollar algún curso educativo.
Un reconocido investigador social como Gilberto Toro, experto en trabajos con reclusos, coincide con Leblanc en que se trata de una crisis acumulada que no nació ayer. Eso dificulta aun más que, en un quinquenio, una administración gubernamental pueda atender en forma integral los graves y complejos problemas del sistema de prisiones. La situación se torna más desesperante cuando no hay voluntad política por parte de las autoridades para enfrentar la crisis carcelaria.
A las dificultades de hacinamiento, salud y educación, Toro suma factores como la carencia de personal especializado debidamente remunerado y la falta de instalaciones adecuadas para cumplir los objetivos.
A eso añade, la existencia de una mora en el tratamiento de expedientes, en la agilización de recursos y procedimientos para establecer penas que no necesariamente impliquen la reclusión en celdas. También está al asedio constante de agentes internos y externos que promueven actividades delictivas y corrupción.