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- 04/12/2020 00:00
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Entre los años 1863 y 1864, los católicos panameños no pudieron practicar su culto. Las campanas cesaron de sonar, las iglesias cerraron. Los panameños tuvieron que enterrar sus muertos en silencio y sin el apoyo de un sacerdote.
Así encontró el país el vicecónsul británico Charles Toll Bidwell, que narró su experiencia laboral en el libro The Isthmus of Panamá publicado en Londres en el año 1865.
“La situación religiosa de Estados Unidos de Colombia ofrece un espectáculo de mayor interés para el análisis tanto del filósofo cristiano como para el economista político. Tenemos una Iglesia en absoluto estado de guerra con el Estado. El obispo y su clero se han retirado y cerrado los lugares de adoración. El bautismo, matrimonio y el entierro de los muertos se han suspendido, y aún así la gente parece seguir con sus tareas diarias en la mayor indiferencia”, describía, por su parte, The Panamá Star and Herald, la situación del país, en su editorial del jueves 16 de julio de 1863.
El diario analizaba que “cualquiera que sea el efecto de este estado de cosas no puede ser beneficioso para la supremacía de una Iglesia que no ha dejado de autoproclamarse como la única llave para la salvación”.
“Los pastores han abandonado su rebaño. La Iglesia se niega a administrar los sacramentos a menos que se les devuelvan sus bienes terrenales”, continuaba el diario.
Las diferencias entre el Estado colombiano o neogranadino y la Iglesia católica no eran nuevas. Desde 1821 se había iniciado una serie de medidas para limitar el poder de la institución que había ejercido desde los tiempos de la colonia un puesto importante en la sociedad y el poder real y como un constructor de la unidad de identidad y cultura nacional.
Pero las reformas aisladas tomaron fuerza durante el primer gobierno del general Tomás Cipriano de Mosquera (1849-1853), y se profundizaron con el triunfo de la revolución que bajo su dirección asume el poder en 1860, después de una guerra civil de cuatro años iniciada por el presidente conservador Mariano Ospina Rodríguez (1858-1861).
“Si el gobierno conservador de Ospina había visto a la Iglesia como una fuerza civilizadora, que irradiaba sus sociabilidades por la geografía nacional, crear instituciones para la educación y la beneficencia y atender sus campos de misión mediante la evangelización de los salvajes, los liberales veían todo lo contrario”, sostiene Luis Javier Ortiz Mesa, en su ensayo “La Iglesia católica y la formación del Estado-nación en América Latina en el siglo XIX. El caso colombiano”.
“Los liberales vieron en su autoridad (de la Iglesia), su poder simbólico, sus instituciones y mentalidades, construidas durante los tres siglos coloniales, un obstáculo para establecer una sociedad moderna”, continúa Ortiz Mesa.
“Los liberales como Mosquera querían implantar en Colombia un Estado liberal y laico, impulsado por letrados liberales, sobre todo abogados, médicos, y algunos militares. Consideraban que la Iglesia era un obstáculo en la búsqueda del progreso material e intelectual, por lo que buscaron sujetarla a su proyecto secularizador entre 1824 y 1885 (Ortiz Mesa).
El triunfo absoluto de Mosquera en las guerras fratricidas y su asunción a la presidencia en 1861 le dieron la oportunidad de continuar las medidas iniciadas anteriormente. El 9 de septiembre de ese año emitió un decreto que permitía al gobierno la confiscación “en beneficio de la nación” de las propiedades de la Iglesia - los Decretos de Tuición y Desamortización*.
Mosquera eliminó, además, los diezmos y primicias.
Las medidas se consolidaron dos años más tarde, cuando el partido vencedor le daba al país una nueva constitución liberal en 1863 (la Constitución de Rionegro), sometiendo finalmente a la iglesia al control del Estado (Ortiz Mesa).
La nueva situación legal prohibía también la permanencia en el territorio de Nueva Granada a ningún agente de la grey católica, ningún vicario u obispo que no fuera nativo de Estados Unidos de Colombia. El gobierno, además, se reservaba el derecho de inspeccionar los cultos, y obligaba a los jefes de la Iglesia y a los que tuvieran jerarquía eclesiástica a jurar sumisión a la constitución y a las leyes temporales.
Estas leyes y nuevas condiciones provocaron en toda Colombia y en el istmo un enfrentamiento directo con la Iglesia.
“A Panamá llegaron pronto las tropas del Estado de Bolívar para hacer cumplir los decretos de Tuición y Desamortización”, escribía el reverendo Fermín Jované a don Antonio Herrán, arzobispo de Bogotá, el 19 de agosto de 1862 (Ver Población, economía y sociedad en Panamá, de José Eulogio Torres Ábrego).
El gobernador Santa Coloma llamó a los principales prelados a su oficina y les pidió que juramentaran su obediencia a las autoridades de la República, a la Constitución y a la ley. Pero los prelados se negaron.
“Nuestro amado obispo tuvo que internarse al centro de la diócesis para no exponer su sagrada persona a los ultrajes que han hecho sufrir a vuestra señoría ilustrísima y a los demás señores obispos granadinos”, continuaba la carta de Jované.
La Iglesia se negó a aceptar la confiscación de sus bienes y a someterse a la jurisdicción y mando de las autoridades civiles. Prefirieron abandonar el país pensando que la gente protestaría y exigiría a las autoridades echar para atrás, pero eso no sucedió. “Los panameños tomaron la situación de forma natural”, decía el mencionado editorial del Panamá Star and Herald.
A la presencia de las tropas colombianas le siguió el inicio de la confiscación de los bienes eclesiásticos. Se vendieron al público en remate numerosas haciendas, casas, tierras, ganados, solares de iglesias, hospitales y ruinas de conventos, lo cual produjo una suma aproximada de 775,694 pesos de la época (Torres).
El obispo de Panamá, monseñor Eduardo Vásquez, tuvo que salir del país en diciembre de ese año.
El 5 febrero de 1863 el monseñor Fermín Jované fue puesto bajo arresto por órdenes provisionales del presidente de la República, enfadado por una pastoral que había publicado contra los decretos del gobierno en relación a las propiedades de la Iglesia.
El Estado Soberano de Panamá apoyó las medidas provenientes de Bogotá. El 4 de julio de ese año, convocó en nombre del pueblo a una asamblea constituyente que decretó el 4 de julio de ese año que se preservaban todas las reformas y conquistas de la Constitución de Rionegro.
En diciembre fue expulsado monseñor Jované y para entonces había desaparecido casi todo el clero. Algunos se fueron del país, otros tomaron ropas civiles. La Catedral de Panamá fue cerrada por orden oficial y cesó toda relación jerárquica en la Iglesia panameña.
En 1864 los decretos fueron modificados levemente y muchos de los sacerdotes de bajo rango regresaron al istmo y se iniciaron nuevamente las misas. Pero los que habían regresado no eran los obispos, sino los sacerdotes de bajo rango. Los obispos no regresarían mientras estuvieran los liberales en el poder.
De acuerdo con el relato del vicecónsul Bidwell, en Panamá, “el fervor religioso se fue perdiendo y sufrió una baja que no recordaba para nada el fervor religioso que se mantenía antes de 1862 en los conventos de la orden de San Francisco, Santo Domingo, La Merced y los Agustinos Descalzos que habían trabajado arduamente para promover la fe”.
Entre los panameños que conoció Bidwell, sobre todo de las clases humildes, reinaba la superstición y el mismo clero estaba en un lamentable estado de decadencia, falta de disciplina y moral”.
La catedral se abriría nuevamente en febrero de 1865.