Este viernes 20 de diciembre se conmemoran los 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Hasta la fecha se ignora el número exacto de víctimas,...
- 20/06/2020 00:00
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Muy joven, tal vez en la frontera de la adolescencia, me inicié en la vida pública. Mis primeros ejercicios cívicos tuvieron su escenario en el Congreso Nacional de la Juventud, celebrado en el Instituto Nacional en diciembre de 1944, tenía 18 años. En ese congreso se creó el Frente Patriótico de la Juventud. Pasé a formar parte de él como representante de Vanguardia Coclesana, una organización juvenil de la época. Otras organizaciones juveniles, en total 52, como la Joven Veraguas, integraron el nuevo organismo para luchar por la democracia y contra el gobierno de facto entonces vigente.
Nos ufanábamos de nuestra juventud, la estimábamos eterna. Nos creíamos los dueños del mundo. Gil Blas Tejeira nos decía, con risueña mofa, el “tesoro de la juventud”. Era una época hermosa, transformadora, motivadora, llena de ideas e ideales. Esos ideales nos hacían intrépidos, invencibles, protagonistas de primera línea. Nuestros maestros eran los mismos que tenían las juventudes latinoamericanas. Bebíamos sus libros a grandes sorbos. Rodó, Palacios, Vasconcelos, Ingenieros, Arciniegas, González Prada, Ugarte, Ponce y tantos otros eran nuestros nobles Amautas. Uno de ellos, González Prada, nos dio lumbre para encender la tea iconoclasta. Nos sentíamos únicos cuando a coro con el pensador peruano decíamos: “Los viejos al panteón, los jóvenes a la acción”.
Entonces no sabíamos que la juventud es una “enfermedad” que solo se cura con la vejez. Ni conocíamos el sentido otoñal de aquel verso de tristeza de Rubén Darío: “Juventud, divino tesoro, /¡ya te vas para no volver! /cuando quiero llorar, no lloro.../ y a veces lloro sin querer”.
Sin embargo, poco a poco fuimos comprendiendo que los años sobre la carne no tienen los mismos efectos devastadores que los años sobre el espíritu. Y lo entendimos mucho mejor una tarde de sol y juventud que congregó en la plaza de la Catedral a miles de estudiantes. No recuerdo cuál era el objetivo. Lo que recuerdo nítidamente es la estampa de Octavio Méndez Pereira dirigiendo su palabra de oro a los presentes.
De pronto retumbó un grito atrevido contra Méndez Pereira: ¡Abajo con los viejos!
A partir de aquel instante, el concepto juventud adquirió para mí una nueva dimensión. Y así lo entendimos todos.
Recuerdo que cuando se fundó el Partido Frente Patriótico le quitamos el apellido “de la juventud”, por discriminador y porque sus fundadores pronto podrían tener arrugas en el rostro o en el alma, según su placer.
Los años han pasado y todos hemos ido envejeciendo físicamente como la misma República. Pero igual que la patria, nos sentimos capaces de sonreír o de indignarnos y de esperar el mañana con optimismo muy vital. Es el misterio del espíritu. Es la resistencia íntima, los mecanismos excluyentes que crea arbitrariamente la sociedad en perjuicio de los viejos. Y ante tales mecanismos debemos sonreír.
Yo me he topado con algunos de ellos. Uno, el bancario. “Señor”, me dicen, no le podemos prestar el dinero que nos pide porque usted ya no es sujeto de crédito. Usted tiene más de 70 años.
En reciente fecha, un amigo tuvo una experiencia de purísimo humor negro con su cooperativa. Solicitó una línea de crédito para afrontar sus actividades agrícolas y la contestación se dio en el acto: “Usted tiene más de 70 años. Le digo con mucha pena que usted no puede ser deudor. Además, si hacemos una excepción, tendría que pagar un seguro de vida muy alto. La línea le resultaría muy onerosa”. Con toda gravedad, mi amigo preguntó cuál era el beneficio que recibiría como cooperativista, y el “ejecutivo” le contestó con cierta piedad: “Le podemos cubrir cuando muera, los gastos funerarios”.
Lo curioso, lo extraño, es que ambas respuestas fueron recibidas como inexorables.
Toda esta constelación de recuerdos o todo este repaso de experiencias tan vívidas las traigo a cuento, por la aprobación y ratificación de la llamada “ley Faúndes” que prohíbe que los panameños de 75 años puedan prestar servicios como funcionarios del Estado.
Al respecto tengo otras experiencias o similitudes dignas de contar. Bajo la dictadura de Manuel Odría, en Perú, los apristas estaban fuera de la ley. En las postrimerías de la tiranía militar, el Partido Aprista convocó una manifestación en la plaza San Martín. Inmensa plaza. La convocatoria era todo un desafío. Corría julio de 1956. Hubo un solo orador, Ramiro Prialé, la plaza estaba llena y los limeños deliraron cuando en un balcón apareció el líder aprista Prialé, el hombre más generoso que he conocido en mi vida. Prialé se presenta ante la multitud denunciando el oprobioso estatus de sus copartidarios: “Nosotros, los semiciudadanos del Perú”. Eran los proscritos, las víctimas de una ley discriminadora. Podían elegir, pero no ser elegidos. Con la ley Faúndes, los panameños mayores de 75 años son los semiciudadanos de Panamá. Deben pagar tributos, pero no pueden ser funcionarios. Ley arbitraria e inconstitucional, a más de despótica.
Siempre he creído que la mayor riqueza del hombre es la suma de sus experiencias. Por ello, cuando ocupaba la rectoría de la Universidad, entró a mi despacho el entonces casi octogenario doctor César A. Quintero. “Vengo –me dijo– a despedirme. Ya no veo, no puedo leer. He donado mis libros. ¡Me voy de la universidad!”.
Sin más trámite y con su aceptación, fue asignado de inmediato al Instituto de Estudios Nacionales de la Universidad.
No sé si han cometido la insensatez de aplicarle la ley Faúndes. No sé si se hizo con él lo que la revolución de octubre hizo en el servicio público en 1968, con los cirujanos mayores de 60 años –con el sabio Antonio González Revilla a la cabeza– que fueron todos enviados a sus casas “porque a lo mejor ya el pulso no estaba para el bisturí”.
Es obvio que la ley Faúndes envenenó el ambiente contra los de “cierta edad”, es la ley Herodes de los ancianos. No los quieren los bancos ni las cooperativas. Tampoco son queridos por Cable & Wireless. Estos son más directos: “¡Olvídate de lo viejo!” –dicen– “¡Ven a conocer lo nuevo!”. Es decir, olvídate de Bell, de Edison y de tantos otros que perfeccionaron la telefonía.
La sociedad del siglo XXI tendrá que tomar partido ante las proclamas de dos hombres egregios. La de González Prada que envía a los viejos al panteón o la de Méndez Pereira que solo ve la vejez en los pliegues del alma.
La masa quedó perturbada; el grito paseó por toda la plaza, subió a una de las torres de la Catedral, las campanas repicaron el grito y todo el país se enteró de la blasfemia. La osadía del rebelde tenía claro color de herejía. Pero Méndez Pereira no respondió con ira y sus palabras salieron de sus labios envueltas en una sonrisa: “Los viejos son los que tienen arrugas en el alma y yo no tengo una sola arruga en mi alma”. Todos entendimos la lección y todos aplaudimos con el alma, el alma del maestro.
Publicado originalmente, el 13 de mayo de 2000. Entonces fui absolutamente consecuente. Es decir, no actué con la ingratitud y la envidia propia de los mediocres. El profesor Quintero se ha dedicado al quehacer universitario desde el año 1938. ¿Se puede alguien imaginar toda la experiencia y sabiduría acumuladas en este catedrático? Mi respuesta llegó sin rodeos: “Sus ojos, profesor, están en su cerebro; su lectura está en el repaso íntimo de sus conocimientos. La universidad no puede perderlo. Usted, por el resto de su vida, debe dedicarse a la investigación”.