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El poder en las urnas y la democracia de circo
- 18/03/2022 00:00
- 18/03/2022 00:00
América Latina, a diferencia de Europa y EE.UU., empezó su proceso de democratización sin haber consolidado un estado de derecho. La carta magna fue sancionada por Juan I de Inglaterra en 1215 y la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano fue aprobada por la asamblea nacional constituyente tras la revolución en Francia en 1789. Sin embargo, Europa no otorgó el sufragio universal total hasta 1991 (hasta entonces las mujeres no contaban con derechos plenos en Suiza, por ejemplo), y EE.UU. no consagró la protección de los derechos civiles de minorías, como los afroamericanos, hasta 1964.
Entre tanto, América Latina estableció el sufragio universal a mediados del siglo XX, antes de haber establecido un estado de derecho. A falta de una verdadera división de poderes en la región, el poder mismo ha sido secuestrado por actores autoritarios desde nuestras independencias y recubierto nuestra imaginación política con un fatalismo casi inevitable.
Un éxito democrático poco celebrado por el público latinoamericano en las últimas décadas fue la exitosa transición del poder en la región de las barracas a las urnas. Este logro del proceso democrático, por supuesto, que es opacado por la falta de garantías sociales y los altísimos niveles de corrupción y desigualdad, pero nos ofrece una esperanza durante estos tiempos de crisis. Como ciudadanos, debemos abocarnos a construir los contrapesos necesarios para proteger el poder consagrado en las urnas y avanzar en la democratización de nuestra sociedad.
Las tensiones sociales en América Latina durante el siglo XX se resolvían en “eventos políticos”. Los cambios sociales eran producto de la violencia revolucionaria en la sierra o desde las barracas militares. Sin embargo, durante las últimas tres décadas la región logró evolucionar de una política de “eventos” a una de “procesos electorales”. La región ha sido exitosa en aliviar los grandes conflictos sociales y mitigar la violencia, sin interrumpir el orden democrático. A pesar de las numerosas críticas en su contra, fueron unas elecciones las que lograron la desmovilización del 95% (según la ONU) de los combatientes de las FARC en Colombia, en 2016. El estallido social en Chile en 2019, instigado o no por fuerzas autoritarias, fue apaciguado con un plebiscito que produjo unidad nacional alrededor del llamado a un proceso constituyente. Argentina, Bolivia, Chile, Ecuador, El Salvador, Honduras, México, Paraguay y Perú sostuvieron elecciones legítimas durante la pandemia. A pesar de las crisis, nuestras sociedades producen el poder necesario para legitimar el poder del Estado en las urnas de manera pacífica.
A falta de un estado de derecho, el poder producido en las urnas es fragmentado por populismos polarizantes y clientelistas. La diferencia entre el ganador y el segundo lugar en las elecciones presidenciales en Chile fue del 5%, en Ecuador del 4% y en Perú de menos del 2% y sin mayoría en el legislativo. El éxito en las urnas genera legitimidad, pero no produce la gobernabilidad que comanda el voto ciudadano.
Según el último informe del Latinobarómetro, solo el 20% de los latinoamericanos confía en su sistema judicial, el 75% opina que no existe igualdad ante la ley y 84% de la población cree que sus conciudadanos no cumplen con las leyes. El resultado es que 1 de cada 5 latinoamericanos, por ejemplo, abusa de un subsidio estatal que no le corresponde, y que 14 de los 19 países de la región, evaluados por Transparencia Internacional, fueron catalogados como países con altos niveles de corrupción. El resultado es una democracia sin instituciones. Una democracia de pan y circo.
La falta de un estado de derecho y sistemas judiciales funcionales en América Latina produjo cleptocracias que operan por encima y libres de las ataduras ideológicas y discursivas de los procesos electorales. En nuestras democracias de circo, la corrupción se reelige sin importar quien gane en las urnas. En las elecciones legislativas del pasado 13 de marzo en Colombia, el exguerrillero Gustavo Petro y el Pacto Histórico obtuvieron el mayor número de votos a través de un discurso que evidentemente amalgamó un sentimiento nacional que comparten más de 5 millones y medio de colombianos. Petro se perfila a ser el nuevo presidente de Colombia, a pesar de que su coalición está repleta de acusaciones por corrupción y narcopolítica. El caso más notable es el regreso de Piedad Córdoba al senado, a través de la plataforma política que lidera Petro, el Pacto Histórico. Córdoba es indagada por la Corte Suprema de Justicia por sus vínculos con el testaferro de la dictadura venezolana de Nicolás Maduro, Alex Saab, entre otros casos de narcopolítica. De la misma manera, Luis Ignacio “Lula” da Silva en Brasil duplica en intención de voto a Bolsonaro y con toda probabilidad será el próximo presidente de la nación sudamericana, a pesar de que él mismo y sus allegados estuvieron involucrados en el mayor caso de corrupción en la historia del país, en el caso Lava Jato.
La corrupción y la falta de un estado de derecho no solo produce desconfianza, sino también un desgobierno. Sin frenos o contrapesos, la corrupción y la falta de un estado de derecho generan una espiral de fragmentación populista del poder en las calles y un completo asalto a los tesoros de la nación, como es el caso de los ciclos electorales en la dictadura venezolana.
El ámbito público postverdad, construido por los líderes populistas, nos ha robado nuestra evolución democrática y la consolidación de un estado de derecho. El antídoto para silenciar la cacofonía populista sigue siendo el liberalismo. Es decir, ante tantas voces compitiendo por cuotas cada vez atomizadas de poder, el liberalismo aún presenta un paradigma para escapar del laberinto de la postverdad. Por encima de las demandas sociales contemporáneas, como ciudadanos debemos siempre evaluar si la oferta política de un candidato: ¿protege, preserva o promueve una separación de poderes? ¿Está diseñada para garantizar la libertad del individuo o de un grupo en particular? ¿Es viable dentro del estado de derecho existente o representa una alteración violenta del orden legal?
Para contrarrestar la trampa discursiva de la postverdad, los ciudadanos debemos ser la primera línea de defensa del poder que consagramos en las urnas. Debemos exigir la despolitización de las instituciones que garanticen los derechos mínimos de una sociedad liberal. Justicia, educación, salud, seguridad, los pilares fundamentales para el ejercicio de la libertad del individuo, deberían ser fuentes de consensos y no polarización. La defensa a la democracia debe recomenzar con: a) apoyo a los medios de comunicación independientes y la libertad de prensa; b) mayores exigencias de transparencia de gestión a los políticos; c) un rechazo a la priorización de las políticas de identidades por encima de la consolidación de los derechos básicos; y, d) una redefinición urgente del rol de los partidos políticos en el ámbito público latinoamericano.
Las poblaciones de la región debemos encontrar esperanza en la estabilidad política que hemos logrado a través de las urnas. La situación actual de desgobierno y corrupción en la región es producto de la falta de un estado de derecho e instituciones con capacidades para producir los resultados que exigen los ciudadanos. Para escapar de la democracia de circo, y purgar a nuestros gobiernos de elementos cleptocráticos y autoritarios, es necesario revivir el compromiso liberal de la ciudadanía. Vivir en la realidad y no de las provocaciones emocionales de los populistas, es el mejor contrapeso democrático que existe actualmente. El contrato social no es una abstracción utópica. Una educación digna, acceso a servicios de salud, un estado de derecho e igualdad ante la ley no son sueños imposibles. El fatalismo latinoamericano es, como la esclavitud y la ignorancia, hijo de las tinieblas e instrumento de nuestra propia destrucción.